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Ya se ha ido el tiempo, ya no hace falta mirar el calendario y ni siquiera contar con los dedos los días de la semana para saber cuántos quedan, para sentir la urgencia, la excitación neutra del viaje. Faltan horas, no días, y la apariencia de sedentarismo que tanto esfuerzo y hábito costó establecer va a ser desbaratada sin haber llegado del todo a hacerse firme, como se arranca una planta que no había arraigado. Hay que retirar la ropa del armario, los libros de la estantería, las revistas de la mesa del salón, los papeles del cuarto de trabajo. Hay que tirar periódicos viejos, de pronto remotos con sus fechas de hace unas semanas. Hay que vaciar el armario del cuarto de baño, sacar las maletas del altillo donde las dejamos al llegar, ponerse a guardar en ellas la ropa que fue de verano y que también pertenece a una época tan lejana como la de los periódicos recién tirados, como la de las entradas de cine o conciertos que tienen impresas fechas ya lejanas del pasado. Deambulamos atareadamente por la casa descartando los rastros, las sobras de una vida doméstica que se quedará truncada cuando nos marchemos: y los alimentos en la nevera, la mantequilla que ya no vamos a usar, un frasco de mermelada gastado sólo hasta la mitad, un par de filetes que olvidamos en el congelador. Hay una botella de vino empezada que ya no terminaremos, postales que no hemos enviado, sellos que mañana ya no servirán. El orden cotidiano que nos envolvió tan cálidamente ahora se deshace en la opresión del equipaje excesivo, y la ligereza en la que vivimos cada día, y en la que nos encontrábamos tan limpiamente como en los primeros encuentros en habitaciones de hotel, ha dado paso a una inexplicable acumulación. No hay espacio en las maletas para guardar todos los libros, todos los discos, la ropa de invierno que no traíamos al llegar, los regalos, los objetos que fueron un hallazgo mágico o en una tienda o en un mercadillo y ahora tienen algo de artefactos engorrosos. La desenvoltura de las caminatas nómadas sucumbe al agobio de la gravedad: las maletas demasiado llenas no se cierran, y pesan tanto que cuesta levantarlas. No queda tiempo para nada, para casi nada, ya no se podrá cumplir ninguno de los propósitos que se fueron aplazando desde la llegada, confiándolos a un porvenir que parecía sólidamente ilimitado, como una renta en el banco que de pronto se ha esfumado de una manera inexplicable, asombrosa, radical, como sólo se esfuman el tiempo y el dinero. Hay que rescatar los pasaportes del fondo de un cajón, y con ellos los billetes de regreso que han adquirido repentinamente la fecha de mañana mismo. Taxis de nuevo, apuros, atascos, la perspectiva última de las torres de Manhattan desde la autopista que costea el East River por el lado de Brooklyn, de nuevo el reino olvidado de los funcionarios de aduanas, las colas y los trámites, los malos modos policiales agravados después del 11 de septiembre, la sensación siempre inquietante de aproximarse a una noche abreviada que se pasará entera volando sobre la oscuridad del Atlántico. Ya no hay tiempo de nada, ni siquiera de cancelar compromisos que se adquirieron atolondradamente para el último día, como si las horas del último día fueran iguales que las de cualquier otro, y no horas vanas que transcurren demasiado aprisa, y en las que cualquier percepción se disuelve en la velocidad de minutos y segundos que disgregan el presente y las cosas que se habían vuelto habituales, ahora no más sólidos que figuras de arena. Hay que desclavar de la pared fotos y postales, hay que apresurarse a borrar de cada rincón que hemos habitado hasta ahora las huellas de nuestra presencia. Y también el cuaderno que me acompañó todos los días en mis caminatas, perro fiel de mi alma, va llegando al final, al último trecho de la última página, justo cuando llega la hora de marcharse. El roce de la pluma sobre el papel, ligera más que el viento, tiene una rapidez tan perentoria como el ruidoso minutero del reloj colgado en la pared, al que nos habíamos habituado tanto que ya no lo escuchábamos. La inquietud de los últimos minutos es idéntica a la de las últimas líneas: los días colmados quedan en la memoria como las hojas de papel que hace meses eran las de un cuaderno en blanco y ahora están llenas de una escritura ávida y veloz hasta el final de la última de todas, hasta que ya no queda tiempo para nada más ni papel donde escribir otra palabra.