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En un documental se ve a Robert Crumb yendo por la calle con un cuaderno de hojas anchas y un rotulador negro de punta muy fina parecidos a los míos. Se sienta en cualquier sitio, en un café, junto a una ventana, en un banco de la acera, abre su cuaderno y se pone a dibujar a la gente que pasa, mucho más velozmente de lo que yo puedo escribir, con una precisión en los pormenores que las palabras nunca pueden alcanzar. Robert Crumb tiene un aire vagabundo y excéntrico, una manera de vestir refractaria a las modas, la misma ahora que en los años sesenta, cuando los hippies con los que se relacionaba (con la esperanza, confiesa, de echar algún polvo) solían preguntarle si no era un policía de narcóticos: un sombrero de fieltro, una americana vieja, un pantalón estrecho, unas gafas grandes de concha, con cristales de mucho aumento, como lupas con las que distinguir los menores detalles de las cosas. Una tarde, en una galería pequeña de Chelsea, encuentro por azar una exposición de dibujos suyos: casi todos originales de viñetas, y también retratos de gente, con una minuciosidad lineal de grabados de Brueghel o Durero y una instantaneidad de polaroids: una mujer en el pasillo de su casa, como sorprendida por la llegada de un visitante, quizás el propio Robert Crumb, y tres retratos de Charles Bukowsky, cada uno con un pie explicativo muy prolijo: Bukowsky en una gran bañera de jacuzzi, desnudo y con un cigarro en la boca; Bukowsky cruzándose en las escaleras mecánicas del hipódromo con un apostador que se acuclilla para no ser visto por él, porque le debe dinero; Bukowsky en su coche, aparcado junto a una acera, moviendo el dial de la radio, y lamentándose de que por mucho que busca no puede encontrar una emisora en la que suene música decente. Me acuerdo de algunos poemas amorosos de Bukowsky que me gustan mucho, y de otro poema que Raymond Carver le dedicó, y que también es un retrato verídico y cordial y un fragmento de historia, como estos dibujos de Crumb. Las líneas de tinta sobre el papel blanco son finas, asiduas, curvadas, como una escritura urgente. El dibujo precisa con una avaricia idéntica todos los detalles, llena el espacio del papel, aprovecha cada recoveco del encuadre para resaltar algún pormenor más, hasta los más ínfimos, cada una de las arrugas en el rostro viejo de Bukowsky, los cañones de su barba mal afeitada, los pelos en los dedos, las líneas de arrugas en el pantalón, con el que parece que ha dormido, el modo en que la camisa se ciñe a la barriga sobre el cinturón. Robert Crumb dibuja con un detallismo de grabado flamenco las líneas del dial en la radio del coche de Bukowsky, los trapos y los pañuelos de papel y el paquete de cigarrillos que asoman por el salpicadero abierto, las rugosidades del volante, que es grande y antiguo, los filos deshilachados de la chaqueta, desfondada en los bolsillos, como las chaquetas de los borrachos de la Bowery. En el documental se veía el rotulador de tinta muy negra y punta muy fina moviéndose sobre el papel a toda velocidad, trazando caras, gestos infinitesimales, líneas onduladas o quebradas, largas como volutas o tan cortas como cada uno de los pelos en la mejilla de Bukowsky: los trazos del dibujo son tan diminutos y huidizos como los de mi letra, y parece que Robert Crumb ha visto a Bukowsky y se ha puesto inmediatamente a dibujarlo, ha terminado su tarea en unos pocos minutos, igual que el calígrafo chino traza los caracteres de un poema, o como contaba Harold Arlen que surgían de su pluma a la velocidad de un dictado las notas de Stormy Weather. Así quisiera yo retratar sobre el papel de este cuaderno la cara de alguien con quien acabo de cruzarme o un tono de color en el cielo, pero escribir es una carrera contra el tiempo en la que uno siempre se queda rezagado y acaba vencido. En el café, en una de mis últimas tardes invernales de Manhattan, tengo abierto el cuaderno, como Robert Crumb, y la punta del rotulador se aproxima al blanco de la hoja, pero yo no podré llevarme conmigo nada de lo que estoy viendo, ni siquiera la cara admirable de esa mujer negra y muy alta que está ahora mismo de perfil contra la ventana, con un moño macizo y vertical, con grandes aros dorados en las orejas y un cuello largo y recto de princesa abisinia.