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El letrero rojo, por fin, a la vuelta de una esquina, más allá de una de esas tiendas de alimentación que parecen negocios en quiebra, almacenes de ruina, con etiquetas viejas de productos obsoletos pegadas a los cristales del escaparate, que tienen grietas tapadas con cinta adhesiva, y con carteles escritos a mano en los que se avisa que se aceptan cupones para comida, food stamps, los vales de la beneficencia pública para los más pobres. Al St. Nick’s se llega bajando unas escaleras y apartando una cortina vieja, y lo que uno ve al entrar no se parece tanto a un club de jazz como a un bar modesto español o a una casa de comidas aseada y barata. El techo es bajo, la barra larga, con taburetes ocupados por bebedores que charlan entre sí y se intercambian cigarrillos y fuego, no como esos bares en los que hay muy poca luz y nadie habla con nadie, cada cual concentrado solitariamente en su vaso de alcohol. Hay mesas pequeñas y muy juntas, y al fondo una tarima baja, sobre la que se ve un órgano eléctrico pequeño y como de desguace, que me recuerda al que le oí a veces tocar en Almería a Lou Bennett, que lo llevaba siempre consigo en sus viajes, cargado en una furgoneta igual de maltratada, y que según me contó lo remendaba y reparaba él mismo, con alambres y trozos diversos de chapa o de plástico, con hilos de cable que le sobresalían de los bolsillos, con esparadrapo, con cinta adhesiva transparente. En una máquina de discos está sonando un poderoso rhythm & blues. Detrás de la tarima que hace de escenario, y que parece la tarima vieja de una escuela, un pasillo oscuro, lleno de cajas y de botellas apiladas, de sillas y mesas rotas, conduce a los lavabos. Una foto en blanco y negro ocupa entera la pared del fondo: Miles Davis, con sus grandes ojos penetrantes y rasgados, muy joven, guapo y desafiante en sus días de gloria de los años cincuenta, con sus pómulos altos y sus labios como tallados en basalto. Las mesas tienen manteles de hule a cuadros, como los que había en los comedores de las pensiones españolas. En los clubes de más nombre, los que merecían el desdén de nuestra amiga de hace un rato, el gasto mínimo por persona puede llegar a setenta y cinco dólares: aquí es de tres. Hay negros, sobre todo, pero también algunos blancos, hombres y mujeres, y algún intrépido turista japonés con su mochila al hombro y un plano de la ciudad en las manos. Salen tres músicos, conversan perezosamente entre sí, saludan con un gesto a alguien entre el público, cruzan una broma o un comentario con el camarero, tal vez calibrando la asistencia de la noche. El batería, muy joven, se acomoda en su taburete, limpia los platillos con un paño. El organista es un blanco de mediana edad, con gafas de cerca escurridas hacia la punta de la nariz, con un jersey viejo y flojo que parece haberse puesto encima al levantarse medio dormido de la cama. Inspecciona con cara de preocupación botones, cables, enchufes, teclado, como si se dispusiera a emprender viaje en un coche que no le merece mucha confianza. El titular del trío de esta noche es un saxofonista alto, gallardo, fornido, con los labios muy anchos, fuertes como haces de músculos, con unos ojos profundos que le dan a su cara una expresión de ensimismamiento y majestad, una solemnidad impasible y asiática. Lleva un sombrero chato y redondo, un pork pie hat como el de Lester Young, un pantalón de pinza, un jersey sin cuello y muy ceñido que resalta su torso musculado y su barriga contundente. Sobre el hule de la mesa que hay delante de él deja una hoja de música más bien arrugada que ha sacado del bolsillo. El batería, inquieto, roza tambores y platillos, sin provocar ningún sonido, el organista tantea el teclado, el hombre del saxofón, que se llama Bill Saxton, empieza a soplar suavemente, entornando los ojos serios y vacunos. Pero la gente sigue hablando y continúa el ruido de las copas, salta una carcajada o una voz que llama a un camarero. Entonces, el saxofonista, sin variar de expresión, aprieta los labios en torno a la lengüeta, cierra los ojos, aspira una bocanada de aire que le hincha el pecho y las mejillas, y emite una nota larga y única de un volumen brutal que estremece los tímpanos y resuena en la caja torácica, una llamada de atención tan poderosa, tan rotunda, como el claxon de un camión de bomberos, como la sirena de un barco: hay unos segundos de silencio, de expectación respetuosa, casi atemorizada, de respiraciones contenidas; las copas se quedan quietas en el aire, y Bill Saxton empieza a tocar seguido velozmente por los otros músicos, pero nunca alcanzado por ellos, salvo cuando después de diez o quince minutos de soplar sin descanso ni fatiga visible les cede el paso haciéndose a un lado, recibiendo con un gesto impasible el aplauso del público. Bill Saxton toca como si guardara en sus pulmones y en el tubo ancho del saxo una reserva inagotable de aire, de un aire rico, denso, de una cualidad casi cremosa, como si no necesitara dar pausa a los músculos del pecho, a los órganos de la respiración. Emprende la melodía conocida de un standard, la resume a toda velocidad, como para acabar cuanto antes con las formalidades o poner de una vez por todas las cartas sobre la mesa, y luego la arrastra, la rompe, la descompone en notas alternativamente graves y agudas que desafían sin respeto cualquier norma armónica, se atreve a disonancias que hieren el oído, a pitidos largos y agudísimos, a graves tan hondos que retumban largamente en el aire, en el estómago y en el corazón de quien escucha. Alza líneas fulgurantes, arquitecturas sumarias e instantáneas, fuerza los límites de la música hasta la cacofonía y el puro ruido con una violenta energía sin sosiego en la que parece que estamos escuchando a los fantasmas de los músicos más temerarios, que casi los sentimos revivir en una prodigiosa sesión de espiritismo en este mismo club donde tocaron tantas veces: Charlie Parker, con los hombros encogidos y los párpados muy apretados, inventando vertiginosas variaciones, John Coltrane en un trance de delirio místico, Sonny Rollins con sus sensualidades de carnaval caribeño, el más desatado Ornette Coleman, soplando con furia y desvergüenza un saxo de plástico. Pero en ningún momento la música pierde su camino, su intensidad emocional, su lealtad a las melodías sentimentales y al río lento de los blues. La música vibra en el aire, en el interior del cuerpo, percute en los tímpanos y en el estómago, golpea como una lámina de metal contra el pecho. Bill Saxton, moviéndose apenas, aflojando casi imperceptiblemente la presión de los labios sobre la boquilla para tomar aire, pulsando con destreza de ciego las teclas de latón dorado con sus anchos dedos, desbarata a su alrededor el espacio y el tiempo, salta sin incertidumbre, sin muestras de cansancio, de una canción a otra, abre paréntesis fugaces en los que intercala citas rapidísimas, homenajes a solos históricos que se sabe de memoria, que parece que guarda en una memoria situada en las yemas de los dedos. Mientras toca mantiene los párpados cerrados, o los entreabre un instante para mirar la hoja de música en la que hay garabateados títulos de canciones y secuencias de notas, o para inspeccionar el fondo de la sala, buscando algo o a alguien, impasible y sereno en medio de la tempestad que él mismo ha levantado. Hay un momento en el que el tiempo exterior deja de contar, y en el que uno, envuelto, arrastrado, traspasado por la música, ya pierde la conciencia de lo que le rodea, habita en otro lugar y percibe no la corriente del tiempo de los relojes, sino el de la música misma, el tiempo creado, medido y trastornado por ella. La música es un río y un tren que avanza con cadencias de blues, un tornado feliz que lo arrebata a uno del suelo, y cada golpe de tambor, cada frase del órgano o del saxo actúan sobre el organismo como esas descargas hormonales que provocan la dicha o el deseo, como un trago bien medido de alcohol que enaltece la sensación del presente y las efusiones secretas de la memoria. Pero otro músico estaba aguardando, un negro joven, con camiseta grande, pantalones abolsados y gorra de béisbol sobre un pañuelo de pirata, apoyado en la esquina del pasillo oscuro que lleva a los lavabos, ajustando en silencio los labios a la boquilla de una trompeta. Bill Saxton se aparta a un lado, después de media hora tocando sin tregua, sin ningún signo de fatiga, de cualquier alteración emocional o física. Mira hacia el público sin detenerse en ninguna cara, y luego atiende aprobadoramente a los solos sucesivos de los otros músicos. El sonido de la batería, que permaneció en un segundo plano, ahora asciende como un coro africano de tambores, como un estrépito de vidrios metódicamente machacados. El batería parece que se aleja hacia una selva de tambores que se increpan y se responden, hacia las profundidades de un mundo nocturno en el que las danzas a la luz de las hogueras se prolongan hasta el amanecer, y poco a poco va regresando, apaciguando sus ritmos, ahora con breves redobles de las escobillas, y cada uno de los otros músicos lo mira en espera de algo, como de que vuelva del todo: ahora, al sonido lejano y murmurado de la batería se empieza a unir muy sutilmente la trompeta, tocada con sordina, y las notas cortas y casuales del órgano. El trompetista se suma a los otros como si hubiera sido aceptado en una sociedad secreta, y por eso en su manera de tocar hay al principio un aire de tentativa, una delicadeza de sigilo. Es el más joven, y no sólo por su edad, sino también por la ropa que viste, tan de las calles y tan de ahora mismo, tan ajena al estilo bebop de los otros músicos, a la elegancia suprema que hay en la ropa y en la apostura de Bill Saxton y en la gran foto de Miles Davis. Pero en seguida el trompetista empieza a enardecerse, y se empeña en una conversación y un desafío con Bill Saxton, el recién llegado joven y nervioso contra el viejo maestro, la complicidad, el desplante, los vuelos de virtuosismo de los antiguos cuttings contests, los legendarios duelos entre músicos de jazz. Se advierte, tan de cerca, la dificultad física de dominar la trompeta, la simpleza un poco ruda del instrumento, latón y duros pistones, el esfuerzo que hace falta para obtener de ella sonidos sofisticados y flexibles, la energía pulmonar y muscular que requiere, y que obliga al músico joven a contraer la cara y apretar muy fuerte los párpados. A diferencia de en los discos, aquí se ve que la música es un trabajo, hecho de obstinación y resistencia, no una conjunción de sonidos brotados como de ninguna parte, nacidos tan sin esfuerzo como surgen asépticamente de los altavoces donde suena un cedé. Presencias reales: la música la está haciendo alguien, ahora mismo, en un sitio mercenario y vulgar, hombres que se ganan así parte de la vida y que dentro de un rato, cuando terminen de actuar, pasarán entre las mesas con un cubo de plástico donde la gente echará o no echará billetes de un dólar. Bill Saxton circula al final entre el público con el cubo en la mano, con su cara severa, agradeciendo cada propina con un gesto de distancia digna y de íntimo agravio, él que se ha alzado durante más de una hora a la cima de su maestría, que ha invocado con breves citas y homenajes a los fantasmas sagrados, a los héroes del saxo que todavía deambulaban por Harlem hace medio siglo, Parker, Hawkins, Lester Young, Coltrane, los músicos asalariados que terminaban de tocar en las orquestas de baile y a las tantas de la noche, en vez de retirarse a descansar, subían a Harlem en el tren A con los estuches de sus instrumentos, con sus abrigos y sus sombreros de cine en blanco y negro, para seguir tocando en libertad y por puro gusto hasta el amanecer, para desafiarse agotadoramente en duelos de velocidad y talento. Pero ésta es la vida de un músico: pasar entre las mesas después de haber tocado milagrosamente para recoger billetes de un dólar o incluso monedas de un cuarto, como un artista callejero.