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Larry es un agente de bolsa retirado que hizo una pequeña fortuna en Wall Street en los años noventa, aunque perdió una parte de ella en la crisis del 97. Dejó de trabajar antes de cumplir los cincuenta, se retiró con su mujer a una casita en Riverdale, y al poco tiempo se quedó viudo. Sylvia tiene setenta y dos años, y fue profesora de música y canto en un instituto de Harlem hasta su jubilación. Su marido, un abogado con el que nunca llegó a entenderse —tenía una idea práctica y descarnada de la vida, se impacientaba con las aficiones literarias y musicales de Sylvia, con su amor por un oficio tan mal pagado como el de la enseñanza— murió hace diez años, y sus dos hijos viven fuera de Nueva York. Larry no habla nunca de su mujer. Sylvia, de un modo u otro, siempre acaba acordándose en la conversación de su marido muerto, y dice que a su manera reservada y seca, a pesar de todo, la quería mucho, y que tuvieron una buena vida juntos. Larry no acaba de entender que la gente pierda el tiempo escribiendo novelas y leyéndolas, ocupándose el cerebro con historias inventadas y gente que no existe: Sylvia ama la literatura, sobre todo la poesía, tanto como la música, y dice que sin ellas su vida solitaria se le haría insoportable. Larry y Sylvia se conocen de vista y sólo tienen en común sus conversaciones conmigo, que suceden por separado, en días alternos, durante una hora, en el Centro Internacional, donde los dos trabajan como voluntarios enseñando inglés gratis a emigrantes recién llegados o charlando con extranjeros que desean ejercitar las facultades prácticas de la conversación. El Centro Internacional, en un octavo piso de la calle 23, cerca del edificio Flatiron, es como unas Naciones Unidas proletarias, una academia populosa en la que se cruzan todas las variedades de rasgos faciales y casi todas las lenguas, y donde por sesenta dólares al mes un emigrante encuentra profesores que le enseñan el idioma, lo asesoran en la burocracia de los visados, permisos de trabajo y trámites de nacionalidad, le enseñan a manejarse en los laberintos del metro, a encontrar vivienda y conocer sus derechos laborales. Hay aulas llenas de gente que toma apuntes y repite en voz alta sus primeras frases en inglés, una cafetería, una sala con mesas separadas por paneles en las que los voluntarios mantienen sus conversaciones más o menos difíciles o tediosas con los extranjeros. Hay un tablón de anuncios en el que se ofrecen a precios bajos entradas para conciertos o para funciones de teatro o musicales de Broadway, en el que se anuncian habitaciones o pisos baratos para compartir y excursiones de fin de semana guiadas por los profesores: al puente de Brooklyn, al Museo Metropolitano, a la estatua de la Libertad y Ellis Island. En el Centro Internacional se respira esa mezcla de enérgico idealismo y de talento práctico que es tan admirable en mucha gente progresista norteamericana, y que no suele verse mucho en Europa, donde quizás somos más adictos a las palabras que a los hechos, y donde es muy frecuente que los ideales no se correspondan con los actos diarios, y sean en muchos casos coartadas perezosas o cínicas para la inoperancia. Sylvia es judía y liberal, y Larry protestante y republicano, pero los dos dedican una parte de su tiempo a ayudar a desconocidos sin ganar nada a cambio, y ninguno de los dos teoriza mucho sobre lo que está haciendo en el Centro: saben que un inmigrante que no conoce el idioma está perdido en el mundo y puede ser víctima de cualquier abuso, de modo que ellos van cada día al Centro con sus libros de texto y sus cuadernos bajo el brazo y enseñan a los recién llegados a hablar y a escribir en inglés, les explican las costumbres que parecen banales y pueden ser indescifrables y hasta aterradoras para el que no las conoce, y luego vuelven cada uno a su casa, Sylvia para encontrarse con sus dos gatos, Larry con una periquita a la que llama Jane, y de la que, cuando hemos tomado confianza, me enseña fotos en color, como mostraría un padre las de un hijo pequeño. Pero la verdad es que los periquitos no son inteligentes, ni tampoco realmente cariñosos, me confiesa Larry con cierto abatimiento. A lo más que puede llegarse con ellos es a provocarles determinadas respuestas reflejas, asociadas con la comida. Me enseña un par de cortes en el dorso de la mano, un manual para inversores en bolsa que está leyendo con escepticismo estos días, a ver si recupera parte de su capital perdido, y que tiene desgarradas las esquinas de las páginas: todo obra de Jane. Larry habla bajo y rehúye la mirada. Es un hombre fatigado e incrédulo que en casi todo encuentra motivos para la tristeza. Sylvia ama a Puccini, a Frank Sinatra, a Ella Fitzgerald: cuando habla de una de sus arias o de sus canciones preferidas respira hondo y se lleva una mano al pecho, con el mismo gesto que haría cuando se disponía a cantar algo en sus clases, conteniendo el aire que empezaría a emitir un instante después, con un brillo de emoción en los ojos, de esa vehemencia que al abogado difunto le parecería exagerada, quizás ridícula. En su juventud debió de ser muy atractiva: es delgada y ágil, tiene los ojos muy claros, el pelo recogido en una cola de caballo, un brillo en la mirada que recuerda el que había en la de Katherine Hepburn, la luz del entusiasmo que no apaga la edad. Viste deportivamente, con zapatillas y pantalones ajustados, y huele un poco a pis de gato. Cuando era muy joven, en los primeros años cincuenta, estuvo en las manifestaciones a favor de los Rosenberg, y en el sesenta y tres en la marcha sobre Washington, donde escuchó a Martin Luther King. Tantas voces que he oído, me dice, y ésa fue la más bella de todas. El día de nuestra última conversación me trae como regalo de despedida un pastel de espinacas, y yo a ella un álbum de Frank Sinatra. Me da la mano tibia, fibrosa, un poco violácea, y los ojos le brillan como cuando recuerda una de sus arias sentimentales preferidas. Larry mira de soslayo, siempre apesadumbrado, remordido por algo, por la pérdida de valor de sus acciones o por la mala suerte de haberse quedado viudo, por el precio que le cobran por revelar sus fotos en color, que le ha llevado a considerar la posibilidad de instalarse él mismo un laboratorio casero, aunque todavía no ha concluido el cálculo prolijo de la rentabilidad de esa inversión. Los domingos soleados de otoño hace excursiones por los bosques de la orilla del Hudson y toma fotos de los árboles amarillos y rojos, de las grandes copas de los arces reflejadas en el agua, a la luz dorada de la caída de la tarde. Me trae luego las fotos en sus álbumes, numeradas y fechadas, y aunque le digo que me gustan mucho recibe mis elogios con escepticismo o con desengaño, como si no creyera en la sinceridad de mis opiniones y al mismo tiempo tuviera dudas sobre mi competencia técnica. Un día en que lo encuentro particularmente abatido me trae un sobre con fotos de Jane, y me pregunta si noto algo especial en ellas. Jane inclinada sobre un cuenco de pienso, posada en diversas posturas sobre una caja de cartón, asomada a medias a la puerta de la jaula. «La caja», me dice Larry, tristemente, como si mi falta de perspicacia fuera un motivo más añadido a su desgana de vivir, «la caja del pienso. La marca». Ahora caigo: en todas las fotos está la misma caja de cartón, y en alguna de ellas se ve la marca del pienso, que según Larry es la preferida de Jane, hasta el punto de que se niega a probar el de ninguna otra. Un día tuvo una idea, me explica, pero no sabía lo difícil que iba a ser llevarla a la práctica, aunque no lo pareciera: hacerle fotos a Jane junto a la caja de su marca de pienso para periquitos preferida, y enviarlas a la empresa fabricante, que sin duda usaría alguna para la publicidad de sus productos, y le pagaría a Larry una buena cantidad de dinero. Pero no había modo de que Jane se estuviera quieta encima o al lado de la caja el tiempo suficiente para tomarle una buena foto, y si se estaba quieta cambiaba de postura y la marca ya no se veía, o se irritaba y se iba volando a lo alto de un armario, y Larry tenía que subirse a una mesa para atraparla, arriesgándose a recibir sus malhumorados picotazos. Días le costó conseguir esas pocas fotos útiles, semanas. Por fin, cuando consideró que había reunido una selección aceptable, la envió a la fábrica de piensos, por correo certificado, lo cual aumentó no desdeñablemente los gastos ya excesivos de la operación, reduciendo más aún el margen posible de su beneficio. Al cabo de varias semanas llegó la respuesta: una carta de agradecimiento educada, pero de no más de dos líneas, que Larry me enseña sacándola de su cartera y desdoblándola cuidadosamente, y adjunta a ella una caja gratuita del pienso preferido de Jane. Por las noches, cuando Larry se acuesta en su cama de viudo, Jane se instala a su lado en la almohada, y algunas noches, si él tarda mucho en apagar la luz, salta al libro que está leyendo y le picotea las hojas, o echa sobre ellas una cagadita. Un día, inopinadamente, Larry me confiesa con muchos circunloquios, mirando de soslayo, que de vez en cuando, en realidad muy de tarde en tarde, solicita los servicios de alguna de esas señoritas de compañía con nombres fantasiosos que se anuncian en la guía de teléfonos, y que si es ella la que va a prestarle a casa sus servicios entonces encierra a Jane en la jaula, y tapa la jaula con una toalla y la guarda en el vestidor, para que Jane, que no está acostumbrada a las visitas, no se soliviante por culpa de la voz extraña y de los sonidos poco habituales.