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Hay una luz violeta en el cielo nublado de la media tarde, una luz que viene del oeste y del sur, de las calles que dan al río Hudson, alejándose en línea recta hacia un paisaje de grandes almacenes portuarios y puentes y pilares de hierro que son las ruinas de los antiguos ferrocarriles elevados, que ensombrecían las avenidas al circular sobre ellas despidiendo chispas y atronando el aire con un fragor de desastres metálicos, listando la luz del día con las traviesas de los raíles y las vigas de hierro de las plataformas. Son las cuatro de la tarde, pero el anochecer ya se está acercando, y tras el color cárdeno de las nubes se insinúa el rojizo del sol que muy pronto empezará a ponerse tras el horizonte plano de los bosques y los acantilados de la orilla de New Jersey. El violeta lo tiñe todo, el aire, las caras abrigadas de la gente, las fachadas de ladrillo claro y las de ladrillo rojo, que cobran al mezclarse con él una tonalidad de rojo burdeos, un rojo casi idéntico al de las hojas de los arces, que ya han cambiado de color y todavía no han empezado a caerse. Me acuerdo de unas líneas de E. B. White, en su caminata por Nueva York, exactas como un verso de Juan Ramón Jiménez: Los edificios de ladrillo cambian de color al final del día de la misma manera en que una rosa roja se vuelve azulada al marchitarse. El color violeta vuelve misteriosa la anchura de las avenidas en esta zona baja del oeste de la ciudad, la frontera de lo que en otro tiempo fueron las calles portuarias, en las que se levantan edificios gigantes donde se almacenaban en otros tiempos las mercancías llegadas en los buques de carga. En esta zona es gustoso dejarse llevar por callejones estrechos de casas bajas y pavimento de adoquines que dan al río, con esquinas encaladas más allá de las cuales está la amplitud marítima, y en las que no es difícil imaginar el brillo amarillento de las lámparas de gas, y la aparición cercana y desproporcionada de la alta proa de un transatlántico. Las aceras tranquilas y residenciales de Chelsea, frecuentadas por parejas domésticas de homosexuales —hombres monótonamente musculosos, con cabezas afeitadas, que pasean a sus perros o llevan bolsas de compra— han quedado atrás, con sus casas victorianas, sus filas de acacias, sus escalinatas de piedra y sus pequeños jardines delanteros, cercados por verjas negras, sus ventanas sin cortinas en las que ya están encendidas las luces. Según se avanza hacia el oeste se va llegando a otra ciudad, más abierta y más sucia, con desgarrones portuarios, con una sugestión de límite y de territorio todavía no colonizado, en estado de flujo, aún no dotado de una fisonomía definitiva. Entre el agua y la tierra, entre la ciudad y el puerto, entre las ruinas arqueológicas de la prosperidad y la mugre del transporte marítimo y la nueva invasión de las tiendas de moda, las galerías de arte, los restaurantes modernos, se extiende un territorio despojado y bárbaro en el que uno puede encontrarse igual una hedionda fábrica de empaquetar hamburguesas y salchichas que un gran café francés como traído intacto de un barrio popular de París de los años treinta, con los menús escritos caligráficamente en los espejos escarchados y los letreros de Toilette y Téléphone impresos en tipografía art déco sobre globos de luz. Peones con mandiles blancos manchados de grasa y de sangre descargan enormes cuartos de vacas subiendo y bajando por una rampa de madera grasienta al remolque de un camión frigorífico. Limusinas negras y funerales como góndolas se deslizan a medianoche sobre los adoquines pegajosos y se detienen delante de estrechas puertas metálicas cubiertas de grafitis que dejan salir al exterior, cuando las abre un guardián hercúleo, ritmos industriales de discoteca y de fiebre de éxtasis. Las tiendas de ropa cara, de muebles de lujo extremo, de antigüedades orientales ocupan grandes cocherones con el piso de hormigón y las paredes de ladrillo en los que a veces cuelgan de los techos las cadenas y poleas que hasta hace nada servían para izar del suelo sangriento a las vacas recién degolladas. De las herrumbrosas marquesinas medio desprendidas cuelgan letreros de latón que anuncian mataderos y marcas extintas de carne de hamburguesas y de perritos calientes. En el atardecer violeta, por las calles que parecen mucho más anchas porque los edificios son alargados y bajos, viene una música de acordeón y un rumor de risas y conversaciones de bistró francés, pero ese sonido falso y europeo lo borra en seguida el rugir de un tráiler cargado de pollos y de cerdos descuartizados, y los olores a pan, a mantequilla, a colonia, desaparecen bajo el gran hedor de carne muerta, sucia, embalada y amontonada en viejas cámaras frigoríficas, empaquetada por máquinas obsoletas. Al fondo de un callejón estrecho, hacia el oeste, sobre una montaña de embalajes, la luz violeta cobra una textura de carne amoratada, de masa de tejido muscular manchada por la tinta de un sello sanitario, ya en el principio de la putrefacción. El violeta del cielo se vuelve morado y azul oscuro cuando ya se han encendido en las esquinas los globos rojos y amarillos de las bocas de metro, los neones rojos de las tiendas de licores.