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Soy el ciudadano invisible de un país inexistente, célebre si acaso por la Inquisición, las matanzas de indios, las corridas de toros y las películas de Pedro Almodóvar, y acerca del cual el periódico sólo trae muy de tarde en tarde alguna confusa noticia, generalmente relacionada con las actividades de una guerrilla separatista y vagamente romántica que podría actuar contra un gobierno opresivo en montañas tan agrestes como las del Kurdistán o Chechenia. No soy nadie aquí, o soy un Don Nadie, y sin embargo soy más yo mismo que nunca, más que en cualquier otra parte. Despojado de circunstancias y añadiduras exteriores, salvo de la presencia de quien conmigo va, como dice el romance, soy la médula y el hueso de mi identidad personal, lo que uno es más en el fondo de sí mismo, una cierta manera de estar en el mundo, de revivir lo más valioso y decisivo de lo ya vivido, los episodios del aprendizaje que lo ha llevado a uno a ser quien es, los descubrimientos y los entusiasmos que en la vida normal ocupan un lugar estable en el pasado y que aquí recobran su puro fervor de novedad. Aprendiendo nuevas palabras inglesas y giros que desconocía, casi siempre con el oído o la mirada despiertos y el diccionario al alcance de la mano, vuelvo a sentir la excitación del primer diccionario de inglés que tuve, a los trece años, regalado por mi padre, que lo había elegido, supongo que al azar, porque era un libro grueso y de aspecto serio, al regreso de un viaje que hizo a Madrid, quizás en un acceso de capitulación ante mi manía literaria y lectora, que alguna vez habría de llevarme a gorronear en un café como el hambriento García de aquella serie de la televisión. Leía casi palabra por palabra, ignorando la pronunciación de casi todas ellas, buscando laboriosamente en el diccionario pistas para entender las letras de las canciones en inglés que me gustaban tanto, y que mi padre encontraba tan extravagantes como las melenas y las pintas de los grupos extranjeros que las cantaban en la televisión. Descifrar una palabra era un logro igual de tangible que encontrar una moneda, indicio de un tesoro. Aprender inglés era una manera de empezar a irse de aquel mundo agobiante y estrecho, y además tenía casi una palpitación de libertad erótica, porque el inglés era la lengua en que uno imaginaba que podría entenderse con las muchachas deseables, rubias y extranjeras que según algunas revistas y reportajes de la televisión veraneaban en las playas.

Cada paso del aprendizaje sirve sobre todo para cobrar conciencia de la amplitud casi infinita de una lengua, y cada palabra nueva acentúa el deseo y la inquietud de saber más en vez de apaciguarlo a uno en la complacencia de lo que ya sabe. La ciudad entera, las paredes, el aire, las hojas del periódico, la radio, las películas en blanco y negro que miro en la televisión, las ráfagas de conversación que atrapo por la calle, todo forma un laberinto y un universo de palabras, un gozoso desafío como el del niño que va por la calle de la mano de sus padres y repite dificultosamente los sonidos que está aprendiendo a asociar con los signos escritos. Tantas palabras que habría que saber, tantos nombres de plantas, de frutos, de hortalizas, de hierbas aromáticas, de variedades de calabazas, en el mercado matinal de Union Square, tantos libros en las librerías y discos en las tiendas, con una capacidad de incitación tan plural y casi dolorosa, como cuando tenía dieciocho o diecinueve años y me asomaba por primera vez a las librerías de Madrid, como cuando llegué a Granada y se me quedaban los ojos atrapados casi en cada escaparate donde había nombres resplandecientes y prometedores, libros que yo deseaba y que no me era posible comprar sino al cabo de mucho tiempo y con grandes quebrantos, con angustiosas deliberaciones interiores sobre precios, posibilidades de ahorro, necesidades más urgentes que no habría sido sensato aplazar. Vuelvo a ser quien abría con impaciencia un libro y empezaba a leerlo por la calle, quien se sentaba en un bar o se tendía en la cama del cuarto alquilado y recibía el impacto de un deslumbramiento que parecía cambiarle la vida y la manera de mirar el mundo: como descubría entonces a Onetti o a Borges o a Faulkner o a Proust, sintiendo que se me ensanchaba la respiración y se me agudizaba la inteligencia, que la literatura era una pasión a la que valía la pena dedicarle la vida, ahora leo en Manhattan al Philip Roth de The Human Stain o de The Dying Animal o encuentro por primera vez la prosa límpida de Alice Munro, o los ensayos de Joseph Brodsky o la crónica de sus viajes a Venecia, o El secreto de Joe Gould, de Thomas Mitchell, o las memorias de Dizzy Gillespie, que se titulan To be or not to bop y son un relato insuperable de la vida en la edad de oro del jazz. Como a los veinte años, leo esos libros y tengo la sensación de que no he escrito nada todavía, la certeza doble de que mi vida va a ser la literatura y también de que nada de lo que he hecho tiene la envergadura suficiente como para parecerse a las cosas que leo, a las incitaciones que esos libros despiertan en mí. Revivo en Manhattan el estado de trance que conocí en una plaza de Granada una tarde de verano, cuando tenía veinticinco años, cuando descubrí de pronto, ligero de biografía, con mi primer trabajo y mi primer apartamento alquilado, contagiado por la lectura de De Quincey y de Baudelaire, que el espectáculo de la ciudad a mi alrededor contenía todas las posibilidades de la literatura, y que todo lo que veían mis ojos merecía ser celebrado y contado, los pájaros en las copas de los tilos, la gente en las cafeterías, los anuncios en las vallas publicitarias, las mujeres que volvían a llevar minifaldas, trastornándome con el mismo deseo que en el principio de la adolescencia. En un Barnes & Noble asisto a una lectura de un novelista americano, compro su libro y luego no me atrevo a acercarme a él para pedirle una dedicatoria. Una mañana salgo del metro en la estación de la Séptima Avenida y la calle 28 y cruzo hacia Madison Square mirando el reloj casi cada pocos segundos, temiendo que se me haga tarde, y a la vez asustado por la inminencia de la cita por culpa de la cual me desvelé anoche, y a la que tengo que llegar dentro de unos minutos, en la planta decimoquinta de un edificio en el que no me atrevo a entrar. Veinte años justos después soy el mismo que una tarde de mayo, en Granada, sentía las piernas débiles y el corazón sobresaltado y daba vueltas en una acera bajo la llovizna, mirando el reloj, concediéndole un minuto más de tregua a mi cobardía, porque tenía una cita con el redactor jefe de un periódico recién fundado al que iba a proponerle que me aceptara algún artículo, aunque yo no había publicado nada hasta entonces ni tenía a mi favor más mérito que mi temeridad. Era la temeridad, la pura devoción por los periódicos y por el oficio de escribir en ellos, lo que me había animado a llamar por teléfono solicitando la cita y lo que me había llevado hasta la puerta del diario, pero justo allí me abandonaba, en las calles por las que daba una vuelta más para ganar tiempo o para perderlo, bajo la lluvia y en un barrio apartado que yo no conocía. No cuentan los años y no sirve de nada la experiencia cuando uno se ve reducido a la parte más vulnerable y más verdadera de sí mismo. En Madison Square yo doy vueltas entre los jardines, consultando el reloj, comprobando con pánico el paso de cada minuto, o mirando hacia arriba, entre las ramas desnudas, hacia lo más alto del edificio en cuya planta decimoquinta tengo que estar muy pronto, porque me esperan la editora que ha contratado por primera vez un libro mío en Estados Unidos y el agente que ha logrado convencerla, con quien yo había hablado hasta ahora una sola vez, y que al cabo de muy poco tiempo va a ser mi amigo. Trago saliva, echo a andar hacia el vestíbulo con fingida resolución y me concedo uno o dos minutos más de espera, atrapado por una timidez, por una inseguridad que no se han corregido con el paso de los años, tal como yo creí, sino que simplemente permanecieron en estado latente y ahora resurgen, igual que tantos otros sentimientos y actitudes de mi vida pasada, igual que resurge la mezcla de exaltación y desamparo con que caminé de muy joven por Madrid o que la singular felicidad que me depararon casi por sorpresa los primeros encuentros con la pintura moderna en una galería o con la música en un bar o en una sala de conciertos. Los años de formación no han acabado, y aún faltan por superar pruebas cruciales en el tránsito hacia la vida adulta y hacia esa forma precaria de solvencia profesional a la que uno aspira en el oficio raro de la literatura, en el que todo logro tiene una sustancia quebradiza de espejismo, de malentendido, hasta de golpe de suerte, y en el que nada es más constante que la incertidumbre. No eres nadie y todo lo que has escrito y publicado se disuelve en el aire frío de esta mañana en Madison Square: soy, si acaso, el que remoloneaba de modo parecido y sentía la misma debilidad en las piernas hace veinte años en una calle de Granada, y el que no mucho después hacía exactamente lo mismo junto a la puerta de un edificio moderno en el Ensanche de Barcelona, apurando nerviosamente los minutos que faltaban para una cita en otro despacho, el de los editores que habían publicado mi primera novela, Pere Gimferrer y Mario Lacruz, hacia los cuales sentía una mezcla de agradecimiento y culpabilidad, porque habían aceptado el libro de un desconocido, y porque ese libro, como era previsible, lo había leído muy poca gente, parecía haberse perdido sin rastro, al cabo de unos pocos meses, en la confusión de títulos y nombres de las librerías. Así se perderá, pienso ahora, con remordimiento anticipado, este libro de casi veinte años después cuando aparezca traducido en alguno de los expositores o de los anaqueles de estas librerías gigantes de Nueva York. Antes de acercarme al guardia de seguridad del vestíbulo y de decirle el nombre de la editorial en la que estoy citado ya me siento abrumado por la futura irrelevancia de mi libro y me dan ganas de pedir disculpas por el fracaso de sus expectativas a la editora que decidió su publicación y al agente que me representa ante ella, casi me parece que lo más adecuado sería intentar disuadirles cuando todavía están a tiempo.