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En Canal Street, el domingo por la mañana, los relojes de marca falsificados se amontonan en los tenderetes callejeros igual que los percebes o los cangrejos en los mostradores de las pescaderías. La misma agitación incesante y orgánica estremece a la multitud en la acera, a los coches, los taxis y los camiones enormes en el atasco de tráfico, a los cangrejos en sus cestos, a los peces y a las anguilas en cubos de plástico llenos de un agua que huele al mismo tiempo a algas, a mar y a sumidero. Un vendedor alza entre sus dos manos un puñado de relojes que casi le chorrean entre los dedos con un brillo de oro falso y de escamas de peces. En la niebla erizada de gotas frías de lluvia se propaga el humo de las frituras de carne con especias, mezclado con los gritos de los vendedores que animan a la gente a entrar en las tiendas y con las melodías de canciones chinas y ritmos de hip hop o de rumba flamenca que salen de los altavoces en los puestos de discos piratas. Las puntas metálicas de los paraguas abiertos chocan y se enredan entre sí como las pinzas de los cangrejos en los cestos de mimbre de las pescaderías. Los chinos tienen sus negocios en los portales de las casas, pero el comercio hace tiempo que empezó a atraer a otros vendedores forasteros y nómadas. Grandes negros con capuchas de anoraks protegiéndoles de la lluvia y del frío extienden a la salida del metro maletines abiertos en los que brillan relojes con un resplandor falso más intenso que el del oro o la plata verdaderos. En un momento cierran de golpe los maletines y echan a correr provocando oleadas sucesivas de alarma entre la gente, huyendo de un coche de policía que acaba de detenerse en la acera. Los vendedores de comidas muy picantes son pakistaníes o bengalíes, y los puestos con estatuas doradas de divinidades hindúes se mezclan con los que venden figuras de porcelana del Buda Feliz, con mejillas y barriga sonrosadas, y también de Confucio, algunas de las cuales, pintadas de colores muy fuertes, tienen la barba y los bigotes caídos del filósofo hechos de pelo natural. Diminutas mujeres tailandesas o vietnamitas venden cintas pirateadas de películas, discos de las Ketchup o de Luis Miguel, o de un astro de la canción china cuya foto está en todas partes y que se llama Leon Li. En un escaparate hay un cuadro de Cristo en la cruz, un diorama que cambia según pasa uno mirándolo: Cristo abre y cierra los ojos, vueltos hacia el cielo en el estertor de la agonía, pero también, mirado desde un cierto ángulo, parece que guiña un ojo, como avisándole al espectador de que la crucifixión está siendo hasta cierto punto una farsa, dado que él, como hijo de Dios, es inmortal. Racimos de corbatas ondean al viento entre racimos de collares, y algunas corbatas tienen pintada la efigie del dios elefante Ganesha, y otras el Descendimiento de la Cruz, o el incendio de las Torres Gemelas, las cuales se venden en todos los materiales y en tamaños variados: Torres Gemelas de plástico, de metal dorado, de piedra tallada, de cristal iluminado por dentro, en el interior de bolas de cristal en las que cae nieve cuando se las agita. El espacio, el aire, la multitud, el pavimento de la calle forman una textura única, cambiante, mezclada, sin un solo hueco vacío, sin líneas de frontera o de transición, en un mareo de multiplicaciones y de enumeraciones caóticas. En los quioscos sólo se venden periódicos con espesas columnas en caracteres chinos, y la escritura china llena igual las paredes medianeras de los edificios y los papeles tirados en el suelo y empapados por la lluvia. Hay supermercados de productos indescifrablemente etiquetados en chino y tiendas de hortalizas y de frutas en las que se venden tubérculos con masas de raíces como cabelleras y verduras con formas y colores que no se parecen a los de ninguna planta conocida, como si pertenecieran a la botánica de un planeta remoto. Al fondo de la escalera estrecha de un sótano se ve una puerta de cristal, con un letrero en caracteres rojos, y tras ella un chino viejísimo mira hacia arriba, hacia la altura de la calle, mientras come moviendo velozmente los palillos sobre un cuenco humeante. En un zaguán igual de diminuto un zapatero remendón golpea con un martillo la suela de un zapato mordiendo ensimismadamente los clavos que sostiene entre los labios, y una mujer espera a que termine su arreglo, con una rodilla flexionada y el pequeño pie descalzo en el aire, como una cigüeña en un alero. Doblando hacia el sur la esquina de la calle Mott de pronto la acera está mucho más despejada, y ya no se ven caras occidentales ni puestos de relojes falsos. Ahora todo es chino, y sólo para chinos, los letreros y las tiendas, los almacenes de imágenes sagradas y de productos medicinales. En la puerta de una tienda un médico chino, joven, muy serio, con bata blanca, con gafas, toma la tensión a una anciana y mira la pantalla de un ordenador, por la que se deslizan velozmente columnas de números y de caracteres chinos. Junto a él, en la acera, delante de la tienda, hay grandes sacos de arroz, de pistachos, de cereales desconocidos para mí. Y en el interior las paredes están ocupadas hasta el techo por estanterías con grandes tarros de vidrio, con letreros a mano en chino y en inglés, que contienen formas inverosímiles, algunas ominosamente familiares, como las de esos órganos o fetos humanos o animales que se conservan en formol en los laboratorios farmacéuticos. Hay un olor suave y penetrante, que no se parece a ningún otro, un olor como a polvo o a especias, a materia rancia y molida. En una hilera de tarros se ven formas que parecen bolsas translúcidas de larvas gigantes disecadas: son nidos de golondrina. Hay tarros con colas de ciervo disecadas, con trozos de cuernos de ciervo, con cuernos de ciervo en polvo. Hay gambas y caballitos de mar disecados, estómagos de peces, riñones y aletas disecadas de tiburón, colas de tiburón, raíces de ginseng que se parecen a los homúnculos que los antiguos creían ver en las raíces de las mandrágoras, tarros rebosantes de cosas que tienen un aspecto como de pequeñas panochas de maíz y son gusanos secos, y también hay tarros de algas secas cosechadas en los mares de China y de musgo seco, verde oscuro o rojizo, traído de no sé qué montañas de la China Central. Las vísceras disecadas de peces tienen una consistencia amarillenta de tejidos de momia. Salgo mareado a la calle, y el doctor chino de la bata blanca se ha quedado solo, mirando la lluvia que chorrea del todo y tecleando en su ordenador. En la pescadería contigua los vendedores pregonan cosas a gritos, hablan a gritos por teléfonos móviles. Los cangrejos se enredan y se pinchan los unos a los otros escalando hacia la parte superior del cesto, caen boca abajo y quedan atrapados de nuevo, con un ruido siniestro de pinzas y caparazones. Las anguilas se retuercen en sus cubos de plástico como serpientes en la cabeza de Medusa. Cruzo la calle Canal hacia el norte, subiendo por Mulberry, y al ver en el escaparate de una mantequería italiana un busto policromado de San Gennaro, patrón de Nápoles, y un gran Pinocho de madera, siento un aturdimiento de viajes y de mundos, como si en la distancia de unas calles y de unos pocos minutos hubiera saltado de un continente a otro, con el alivio con que Marco Polo reconocería la luz y los olores de Italia al regresar de China.