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A Manolo Valdés le gusta ir desde su casa hasta su estudio dando un largo paseo, o asomándose a la ventanilla de un autobús, observándolo todo, pero dice que algunas mañanas toma un taxi para llegar antes, por la impaciencia de ponerse a trabajar, o simplemente de encontrarse allí, en el espacio enorme iluminado por los ventanales de un décimo piso, que dan a terrazas altas y a patios interiores, a muros de ladrillo oscuro, cornisas de latón y de bronce y depósitos de agua levantados sobre grandes armazones metálicas. Manolo Valdés tiene el estudio en lo que hasta los años sesenta fue una fábrica de tejidos, en un edificio de fachada de piedra labrada y de ladrillo, pero con una ciclópea estructura interior de vigas de hierro, necesaria para soportar el peso de las máquinas que trepidaban en cada una de las catorce plantas, en una época en que esta zona de Nueva York, en las proximidades de Union Square, era todavía industrial y proletaria. Al estudio se sube por un montacargas con gran estrépito de cadenas y poleas que maniobra un viejo cubano con chaquetón de marinero y gorro de dignatario soviético, un jubilado que se acuerda de todos los negocios extinguidos del vecindario: el café que hubo en la esquina de la Quinta Avenida y la calle 16, «donde luego hicieron ese building tan alto», «y ese que hay en el corner de Union Square y que ahora tiene un restaurante de esos que llaman de high style tenía un parqueo de carros que ocupaba las cuatro plantas». En la mañana fría, transparente, afilada, parado en la acera, «hangueando», como él dice, el cubano del montacargas, que hace trabajos variados para Manolo Valdés, se sopla las puntas de los dedos que sobresalen de los guantes de lana y nos cuenta que justo donde está el escaparate de una tienda de modas hubo una fábrica y almacén de cajas de cartón para las industrias textiles del barrio, y al lado un gran taller de relojería, «y todavía hay gente que viene por aquí preguntando dónde es que arreglan los relojes, y yo le dije al último, pero chico, como tú no te enteraste de que el negocio cerró hace cuarenta años, y él me contesta, pues lo vi anunciado en el telephone book». Mirando hacia arriba, según sube el montacargas, entre las cuatro paredes de ladrillo desnudo, se ven los cables de acero y las poleas perdiéndose en la oscuridad de pozo que hay en lo más alto, donde están el motor y los engranajes de la maquinaria. Por aquí suben al estudio de Manolo Valdés las esculturas que manda a fundir a un taller de fundición de México, y también las máquinas que usa en su trabajo, que parecen máquinas más de tornero o de industrial que de artista en el sentido rancio de la palabra. En qué otro lugar podría trabajar con una escultura de mil kilos, o trajinar con los bloques de mármol o de alabastro que llegan al estudio aún con las estrías de las herramientas que los arrancaron de la cantera. En el estudio de Manolo Valdés hay árboles enteros cortados en planchas verticales, montañas de trapos y de telas desgarradas de sacos, máquinas de cortar y taladrar el metal, bombonas y pistolas de soldadura, máquinas de segunda mano, compradas en la calle Bowery, de las que usan los panaderos italianos para revolver la masa, y que a él le sirven para mezclar los colores. Pero los colores no vienen en tubos de óleo o de acrílico, sino en grandes frascos de pigmentos en polvo, incluso en cubos tan altos como contenedores de basura. Se levanta la tapa de un cubo de plástico o de zinc y lo que hay dentro es un color, un polvo fino y pegadizo de añil deslumbrante, de azul cobalto, de amarillo de cadmio, de mármol blanco pulverizado. De repente Manolo Valdés, con su mono sucio y sus botas viejas manchadas de pintura, no habla como un artista, sino como un químico, o como uno de esos drogueros a los que mi madre me mandaba cuando era niño para comprar sosa cáustica o polvos azules de los que se mezclaban con la cal para blanquear las fachadas de las casas. En el estudio de Manolo Valdés, como en los talleres de hilado y de confección que ocupaban este mismo espacio hace cuarenta años, hay lienzos de tejidos, herramientas, sierras de carpintería, cizallas que cortan el metal, taladros para agujerearlo, máquinas para mezclar la masa del pan o de la pasta que él usa para mezclar sus colores, y que son máquinas ya arcaicas, de una nobleza de artefactos antiguos y una complejidad de tecnologías obsoletas. El color, la forma, el estilo, no son cualidades intangibles, emanaciones espirituales de la inspiración: tienen la consistencia terrosa de los pigmentos que manchan la ropa y se pegan a las yemas de los dedos, el peso rotundo de los bloques sin desbastar de mármol y de alabastro, de las planchas de hierro y de plomo. Manolo Valdés me señala un gran contenedor lleno de jirones de sacos manchados de colores y me dice: «Mira, éstos son mis pinceles». Aquí los instrumentos del oficio son las herramientas del soldador y del carpintero, y los materiales no proceden de las tiendas de productos para artistas, sino de los derribos y de los desperdicios de la calle, de la tierra misma de la que se han extraído los pigmentos antes de molerlos, de envasarlos en esas jarras que se alinean en un armario del estudio, como en los estantes de una droguería o en el laboratorio de un químico. Una parte de la inspiración de Manolo Valdés se nutre en los repertorios más sofisticados de la Historia del Arte, en ese gran museo imaginario que concibió Malraux y que está a medias en la memoria y en las ilustraciones de los libros, en la magnética vibración de una obra a la que uno se acerca con reverencia excitada en las ondulaciones virtuales que propagan las fotografías y las copias; pero la otra parte, tan decisiva como la primera, es el gozo no del arte, de sus objetos y de las destrezas necesarias para producirlos, sino el de la misma materia, el de la tierra y el tejido basto y la madera y el metal y los desechos, la epifanía de las cosas comunes y de los deslumbrantes regalos del azar. Si el artista primitivo trabajaba con los materiales que tenía más a mano, el ocre de la tierra y el negro de un tizón, el trozo de un hueso y las rugosidades de la pared de una cueva, Manolo Valdés, que es un hombre cultivado y sabio, se vuelve un buhonero y un primitivo urbano cuando encuentra el punto de partida de su inspiración justo en aquello en lo que nadie repararía, a lo que nadie concedería ningún valor: las cajas de cartón prensadas y empaquetadas en las aceras sucias de Manhattan, los tubos de plomo de una cañería que perteneció a un edificio recién derribado, los jirones de sacos que trajeron quién sabe qué mercancías de los extremos del mundo y que ahora se amontonan en el suelo de su estudio como los harapos en jirones de las traperías de mi infancia. A Manolo Valdés le seduce obsesivamente la línea entre japonesa y art déco de un retrato de Matisse, pero no encuentra menos belleza en un viejo alero de latón maltratado tal vez durante un siglo por la cruda intemperie de Nueva York, retorcido como en un garabato de expresionismo abstracto. Igual que cuentan que Picasso andaba por ahí recogiendo tornillos o marañas de alambre, Manolo Valdés ronda las calles próximas a su estudio, en esa parte de Manhattan que aún conserva rastros de un áspero y trepidante pasado industrial, y encuentra tesoros casi a cada paso, o más bien descubre la secreta cualidad de tesoro que puede haber casi en cualquier objeto o material que atestigüe la perduración y la ruina, el paso del tiempo, las calidades de la materia cruda y las del trabajo humano. Por las grandes ventanas del estudio, que parecen esas ventanas agigantadas de Hopper, se ve lo que no puede verse desde la calle, el reverso tecnológico y austero de la ciudad, la escala ciclópea de sus estructuras: los muros de ladrillo ennegrecido por humos e intemperies muestran una textura que casi puede sentirse en las palmas de las manos, y los depósitos de agua, que desde lejos, desde la altura de la calle, son siluetas impalpables recortadas contra el cielo, ahora se ve que tienen una fortaleza como de barriles enormes, de cuadernas curvadas y calafateadas de barcos, y que también se parecen a esos túmulos erigidos en las estepas de Asia a los tiranos de los imperios nómadas. Se apoyan sobre altas estructuras de hierro, hechas para resistir el peso tremendo del agua y la violencia de los temporales, y las formas y los ángulos de las vigas y el punteado de los clavos asombran por su fortaleza y sugieren toda la energía inmensa que ha sido precisa para construir la ciudad, todo el trabajo tenaz y la solvencia técnica que tienen que ser empleados de manera continua para mantenerla en funcionamiento, en su violenta ascensión vertical. Se abre la puerta trasera del estudio y uno se encuentra con un golpe de sorpresa y de vértigo en el rellano de la escalera de incendios, que baja en un zigzag metálico desde el piso doce hasta el aparcamiento que hay en un solar vacío. Hace unos meses, Manolo Valdés vio que estaban desmontando la escalera de incendios de un edificio próximo. Entonces se dio cuenta de su belleza de ruina arqueológica, y aunque es posible que aún no supiera para qué iba a servirle bajó a hablar con los encargados de la demolición y se quedó con un tramo de escalera que de otro modo habría acabado en un vertedero o en un almacén de chatarra. Ahora, la escalera de incendios, doblada, retorcida, sometida en el taller por un esfuerzo tan material y tan violento como el que le dio su primera forma, es el tocado que corona una gran cabeza de bronce, la más grande de las esculturas que expone Valdés en Nueva York y en Madrid. La cabeza no tiene rasgos, como un ídolo inmemorial de las Cicladas o de la Isla de Pascua, y su altura y su forma maciza le dan una presencia abrumadora, de vestigio de una divinidad indescifrable, un Ozymandias de los derribos y las chatarrerías. Es como un puro peso, como una gravitación material sobre la tierra, tan firme que no podría moverla ninguna catástrofe. Y sin embargo la confusión de los hierros trae consigo un vendaval de catástrofe, del mismo modo que la superficie lisa y hermética del bronce se contrapone a los ángulos hirientes, a la descascarillada pintura industrial, a la convulsa sugestión de ascenso fracasado que tiene la escalera. Recuerdo el momento en que vi por primera vez esa obra, hace unos pocos días, en el centro de la gran sala blanca y diáfana de la galería Marlborough: actuaba sobre la mirada como la irrupción del ritmo bárbaro de las cuerdas y los timbales después del sinuoso preludio de La Consagración de la Primavera. Era moderna y era también inmemorialmente primitiva, una cruenta deidad en el Senegal con máquinas de Lorca. Se remontaba a los orígenes sagrados del arte, pero uno se daba cuenta de que tenía mucho que ver con la experiencia de quien vivió en la ciudad el 11 de septiembre, cuando las más sólidas tecnologías de la civilización urbana sucumbieron bajo un fuego súbito de apocalipsis y el corazón financiero y tecnológico de la ciudad se convirtió en una cantera de ruinas. Desde las ventanas orientadas al sur, por las que esta mañana entra una luz limpísima de noviembre, se vería la nube de humo negro que tenía algo de hongo nuclear y que tardó varias semanas en despejarse del todo. En sus tiempos del Equipo Crónica Manolo Valdés supo ejercer con solvencia y descaro la parte de agitación política que ha habido tantas veces en el arte moderno, pero ahora se ha vuelto más sinuoso en sus evocaciones: algunas de sus cabezas de bronce sugieren el retrato de la Amélie de Matisse, estilizado como un figurín de revista de modas de los años veinte, y otras parecen las diosas sin rasgos ni nombre de las Cicladas; hay otras, sin embargo, que tienen una poderosa majestad de cariátides, cariátides que sostienen no la cornisa de un edificio, sino una parte de su ruina, y que aluden a la tradición de las pesadas alegorías escultóricas del siglo XIX, y en particular a la más célebre, la más gigante de todas, la estatua de la Libertad. En estos casos la tensión entre la cabeza y lo que la cubre, entre la armonía y el desorden, el bronce y el material de desecho, se vuelve de una cruda violencia, adquiere una actualidad angustiosa: igual que el artista viaja en su oficio de la materia a la forma, de lo arrojado por el azar a lo establecido por la inteligencia, así quien vivió en Manhattan en aquellos días y en las semanas y meses que siguieron se volvía consciente de la frontera tan estrecha que discurre entre la normalidad y el desastre, entre el último minuto de la vida usual y el primero del horror recién sobrevenido. El crítico, el espectador, se interesan sobre todo por el significado de la obra ya hecha: al artista lo que le importa es el proceso material de su elaboración, la mezcla de juego y capricho y azar, por un lado, y de trabajo entregado y paciente por el otro. En el taller de Manolo Valdés hay un par de cuadros enormes, de unos tres metros de alto, una menina de bronce y otra de madera, varias cabezas de las que viajarán dentro de unos días a Madrid. Pero lo que a él le gusta esta mañana no es mostrar esas obras que ya están terminadas, sino el laberinto de materiales y herramientas que llenan el taller, y que son el magma de lo que todavía no ha hecho, de lo que está surgiendo ahora mismo, en la encrucijada entre las cosas y su manera de mirarlas, de tocarlas, de someterlas a una interrogación precisa. Hay sacos, trapos, bobinas de hilo industriales que han cobrado un bello color amarillo porque pertenecieron a algún telar hacia los años treinta, pedazos de cartón, trozos de tuberías de plomo, planchas de hierro, un árbol entero cortado en láminas verticales y apoyado contra una pared, bloques de madera que huelen a resina. En este taller cada cosa puede convertirse rápidamente en otra, cambiar no sólo su utilidad sino hasta su consistencia física: los trozos plegados de cartón se convertirán en cartones de bronce, los tubos de plomo se retorcerán sobre una cabeza como el amasijo de serpientes en la cabellera de la Medusa, lo que parece un pedestal de madera ennegrecida en realidad es de bronce, como si en este taller se hubieran reproducido a velocidad de vértigo los procesos de fosilización de la materia orgánica o las metamorfosis de la mitología. Ese tocado que cuelga de otra cabeza como los tocados de las mujeres africanas o los de los retratos de Piero della Francesca no es de terciopelo, sino de hierro, y el hierro ni siquiera está fundido para imitar esa forma: el hierro, mirado de cerca, es un trozo de viga o de raíl, y ha sido cortado y doblado en este taller, con ayuda de esas máquinas que Manolo Valdés va señalando para decirme sus utilidades y sus nombres y que parecen máquinas que se quedaron aquí cuando fueron quebrando las fábricas que ocupaban el edificio. Cualquier cosa procede de otra, se convierte en otra gracias al ingenio o a la fuerza: en una ciudad que está cambiando siempre este ejemplo se tiene de manera continua delante de los ojos, porque aquí no hay nada que permanezca, que no sea maltratado y modificado por la fuerza extrema de los elementos y el dinamismo de la actividad económica. Lo que fueron máquinas, escaleras, muros, árboles, vigas, raíles, cables de acero, marañas de alambre, se convierte en desperdicio y chatarra, igual que la materia orgánica muere y se pudre convirtiéndose en humus, pero de ese vertedero permanente van surgiendo otras formas que antes no existían, en una trepidación sin descanso de lo viejo y lo nuevo. Nada parece estar terminado de verdad y para siempre, y lo más bello surge junto a lo pútrido y lo descartado. Un gran bloque de alabastro tiene las formas prismáticas de los cristales que se encuentran a veces en yacimientos subterráneos, pero también es, mirándolo de cerca, una versión tridimensional y cubista del Horta de Ebro que pintó Picasso hace casi un siglo. De unos cartones recogidos en la calle Manolo Valdés ha extraído una forma en bronce que tiene la elegancia angulosa de un tricornio del siglo XVIII. La chapa desconchada de un coche que debió de ser modernísimo hacia los años cincuenta ahora se pliega sobre una cabeza de mármol como esas toallas que se ponen sobre la cabeza algunas mujeres africanas que venden por las calles y que tienen una majestad de reinas etíopes. Aquí no hay lugar para los muros blancos y el silencio, para los pinceles de tacto exquisito y los tubos bien ordenados de colores: Manolo Valdés trabaja, como los pintores primitivos, con pigmentos minerales o vegetales bien molidos que guarda en tarros de cristal, en estanterías que despiertan la alucinación sucesiva de un arco iris. Los ayudantes se atarean sobre una escultura que sufrió un percance mientras la transportaban, sueldan dos fragmentos de hierro con una pistola de soldadura autógena que deja un olor raro en el aire, y se tapan las caras con máscaras metálicas. Quizás esas mismas máscaras, con su aire brutal de caretas africanas y de morriones de guerreros feudales, servirán alguna vez para otra escultura. El tiempo también pinta, decía Goya: Manolo Valdés me muestra con entusiasmo lo que el tiempo ha hecho en una cornisa de bronce, en una tubería de plomo por la que el agua estuvo circulando durante más de un siglo. El artista, con su mono blanco manchado de pintura y de herrumbre, es un forjador que acelera o quiebra la labor del tiempo, que impone a los materiales formas nuevas y los sitúa en una nueva intemperie, en la que a partir de ahora seguirán modificándose. Qué belleza la de la pátina verdosa que adquiere el bronce por culpa de la lluvia, la de la madera de un mueble que se fue ennegreciendo durante doscientos años por culpa del humo del fuego y de las velas, la del ladrillo que se vuelve rojo oscuro, negro de hollín, y sin embargo no pierde su majestad mesopotámica, la del hierro del que se desprende la pintura y al que la oxidación da una calidad dramática, la del filo de chapa cortado irregularmente por una cizalla. Las esculturas, las máquinas, los trozos de chatarra, las herramientas, los tarros de colores, los dibujos, las cajas escolares de ceras, las bobinas de hilo, los objetos innumerables y menudos que hay en todos los cajones, todo forma parte del mismo reino, del mismo laberinto que es el estudio de Manolo Valdés. No me extraña que pase tantas horas encerrado entre esos muros, en el décimo piso con grandes ventanales abiertos al cielo de Manhattan, ni que algunas mañanas tome un taxi para llegar antes, no porque tiene alguna cita, sino porque está impaciente por ponerse a trabajar.