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Una mancha de color puro, un azul metálico, un amarillo brillante, un negro de terciopelo echa bruscamente a volar, cruza el aire sosteniéndose en nada, como un garabato móvil de pintura que no necesitara el lienzo para existir plenamente en el espacio: las mariposas aletean en la atmósfera húmeda y caliente del invernadero, en el Museo de Historia Natural. Hay que cruzar una puerta metálica, con un ojo de buey, cerrarla bien y abrir luego una segunda, de modo que las mariposas no puedan escaparse. El invernadero es pequeño, superpoblado de plantas de anchas hojas húmedas, que resplandecen más bajo los grandes focos del techo. Al principio, recién llegado del frío gris de la calle, sólo noto el calor, la humedad abrumadora, y veo alguna forma confusa que aletea delante de mis ojos. Pero poco a poco, según la mirada se acostumbra, voy distinguiendo las mariposas detenidas sobre las hojas, inmóviles cabeza abajo en el techo, confundidas miméticamente con los colores de la vegetación. El Museo de Historia Natural es la gran enciclopedia ilustrada de todas las formas de la vida, pero se trata, paradójicamente, de vidas simuladas y muertas en un paraíso de la taxidermia, en una gran factoría de la momificación. En este invernadero, sin embargo, que se instala todos los otoños, la vida sucede delante de los ojos, la vida tan frágil, tan extraña, tan sofisticada, tan fugaz de esas criaturas casi intangibles, las mariposas, que no pesan más que un suspiro y que no viven más que unos días, unas semanas escasas, salvo las matusalenas entre ellas, las mariposas monarcas que tardan cinco generaciones en completar un gran éxodo entre los bosques de Canadá y los de México. Por el invernadero, como exploradores en la selva amazónica, se mueven guías sabios, locuaces y amables, cuatro o cinco hombres y mujeres, vestidos con camisetas y gorras y armados con una especie de plumeros suavísimos, que contestan a todas las preguntas y explican la biología y las costumbres de las mariposas con un punto excéntrico de coleccionistas entusiastas. Uno de ellos me señala un ejemplar de monarca: tiene las alas de un amarillo fuerte, y cuando el guía le acerca el plumero echa a volar y se le posa en el hombro, como si fuera el loro del pirata John Silver, y en él se queda, perfectamente inmóvil. La mariposa con las alas pardas de una textura como de piel de gato se llama mariposa búho, porque tiene en el centro de cada ala una forma que parece, literal y exactamente, el ojo abierto y fijo de un búho: entre la vegetación, me explica el guía, ese ojo simulado espanta a los posibles depredadores, y salva así la vida de la mariposa. La camiseta del guía está decorada con dibujos de mariposas alineadas y clasificadas como en un expositor. Cuando le pregunto cómo se alimentan, me señala un gajo de naranja que lleva en la mano izquierda, y en el que está posada otra mariposa. Ahora mismo está comiendo, me dice, y me ofrece una gran lupa que ha sacado inopinadamente del bolsillo, indicándome que mire por ella y que me fije en la proboscis del insecto: es una trompa delgadísima, que se confundiría con una de las patas de la mariposa si yo no estuviera ya advertido, y que la mariposa enrosca cuando ha terminado de alimentarse, chupando la glucosa de la fruta. Cerca de mí deambulan por el invernadero dos señoras negras, menudas, con aire de jubiladas, una de las cuales lleva un gorrito de lana con un pequeño adorno de uvas y flores de plástico. Pero ahora, junto a ese adorno, se le ha posado en el sombrero una mariposa, muy grande, con manchas negras y azules en las alas, de un azul y un negro que se funden entre sí como en las armonías de los cuadros de Mark Rothko. Su amiga le avisa, y la señora, al principio, se queda inmóvil, temiendo espantar a la mariposa, pero el guía le indica que no se preocupe, y le ofrece un espejo para que vea el efecto de las dos grandes alas vibrando sobre su gorrito de lana. La mujer se ríe a carcajadas, complacida, con la coquetería de quien se prueba un broche muy caro que no podrá comprar, y le gusta tanto su nuevo aderezo que saca una cámara y me pide que les haga una foto a ella y a su amiga, las dos felices, con las caras juntas, tomadas del brazo, como posando en el bosque de un país tropical al que hubieran ido en vacaciones. Cuando van a marcharse, el guía acerca muy delicadamente a la mariposa su gajo de naranja, con azúcar espolvoreada, la empuja con una suavidad imposible, las yemas de sus dedos tan sutiles como alas, y la señora se quita el gorro de lana y lo examina con cierto desengaño, resignándose de nuevo a su adorno de flores y hojas de plástico.