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Mañana de domingo en el Rastro. No el de Madrid, con sus callejones de zoco y sus cuestas de suburbio pobre volcadas hacia el río, sino uno de tantos rastros de los domingos de Manhattan, el de la Sexta Avenida y la calle 26, a la sombra vertical de un muro de ladrillo ennegrecido, tras las vallas de alambre que cierran el solar donde en los días laborales hay un aparcamiento. La luz fresca, un poco húmeda, de la mañana, es idéntica a la de Madrid, y el azul suave y como recién lavado del cielo, y también la mugre y el desorden, la gente perezosa y errante y los merodeadores sinvergüenzas, la proliferación de objetos inverosímiles, en diversos grados de deterioro y proximidad a la basura. Como en las mañanas invernales de Madrid, la frontera entre el sol y la sombra tiene una consistencia de hoja afilada: el sol calienta la piel y apacigua el ánimo, y de pronto se da un paso y se ingresa en la sombra y hay una brisa que corta y una frialdad húmeda de callejón y de sótano. Como la Ribera de Curtidores, el rastro de la Sexta Avenida es un museo desastroso y un vertedero y laberinto de colores chillones, un río, una cloaca máxima a la que han sido arrojadas todas las cosas que alguna vez fueron parte de vidas cotidianas, de hogares, de trabajos, hasta de la pura intimidad sentimental. Todo tirado, zarandeado de tanto ir de un sitio a otro, atestiguando quién sabe qué naufragios o tragedias domésticas, qué decadencias y caídas, qué cataclismos personales o históricos. En un puesto se venden los abrigos raídos de señoras que murieron solas en apartamentos lúgubres o en hospitales de beneficencia y en el puesto contiguo un ruso charlatán vende uniformes y condecoraciones del ejército soviético, estatuillas de latón de obreros musculosos que enarbolan hoces y martillos, y hasta una hilera de bustos de bronce y de plástico con las cabezas de Lenin, de Stalin, de Fidel Castro, de Ho Chi Min, de Breznev. La quiebra de los países comunistas y la de una tienda de lámparas o una familia de clase media pobre dejan en el rastro despojos simultáneos. Un chino con una gorra de orejeras peludas vende relojes de pulsera en los que una efigie del presidente Mao sube y baja la mano derecha saludando a las masas. Nos rebaja cinco dólares después de un regateo, nos explica el modo primitivo en que se da cuerda al reloj, y tan sólo media hora más tarde el reloj se ha parado para siempre, y sin embargo la mano de Mao sigue moviéndose arriba y abajo, y la sonrisa en su cara pepona es la misma que la del chino que nos estafó cuarenta dólares.

Hay una caja de postales enviadas desde transatlánticos en los años treinta, y un ejemplar del New York Post en el que se anuncia el fin de la guerra en Europa y el suicidio de Hitler, y junto a él un folleto a todo color pero ya muy desvaído con fotografías y textos explicativos sobre la participación de los Coros y Danzas de la Sección Femenina en la exposición universal de Nueva York de 1965. Se ve que no tiene límite la capacidad humana de atesorar cosas horrendas, que no hay cuadro de payasos, bota vaquera de cristal de color caramelo, cenicero de porcelana en forma de sombrero mexicano, perchero con patas disecadas de ciervo, santa cena de plástico iluminada por dentro lo bastante atroces como para que alguien no los compre. Y las fotos, en cualquier parte, amontonadas sin respeto, arrancadas de álbumes, las fotos huérfanas de niños pequeños, de recién casados de hace un siglo, las fotos dedicadas y fechadas de soldados que las enviaron a sus familias o a sus novias desde el Pacífico, desde el norte de África en 1942 o desde Francia en el verano de 1944, las fotos de matrimonios con hijos pequeños en brazos y de chicos italianos o puertorriqueños con trajes de comunión, todos con la sonrisa lejana y desfallecida de los muertos, con el desamparo de los que ya no tienen a nadie que los pueda identificar o los recuerde. Y también otras fotografías, más siniestras, con un aire descarnado y forense, sin duda llegadas al rastro desde los archivos de la policía. En un puesto se venden por pocos centavos viejas fotos de detenidos, tal vez de hace sesenta o setenta años, cada una con una impresión de huellas digitales, en series de frente y de perfil: narices rotas, ojos amoratados, caras tumefactas, despeinadas, con ojeras de mala noche o de resaca, con mentones ásperos de barba, con chaquetas viejas, de solapas muy rozadas, con camisas de cuellos arrugados, sucias de mugre en los filos. Cada uno de esos hombres mira hacia la cámara con una expresión de enconado desafío que no es menos fiera por saberse destinada al fracaso. Lo que hiciera cada uno de ellos sucedió hace mucho tiempo y no podemos saberlo. Sus nombres están escritos a mano o mecanografiados en el borde superior de las fotografías. De pronto comprendo por qué esas caras, esas miradas, el fondo blanco contra el que están recortadas, me es tan familiar: esas fotos policiales anónimas de hace tanto tiempo parecen tomadas por la cámara de Richard Avedon. Escarbo entre ellas, hechizado por la individualidad de cada cara, por el aire común de penuria, crueldad y ruina que hay en todas, y debajo de ellas encuentro otras fotos en blanco y negro que no son de personas, sino de lugares, y que tienen un formato más grande. En una se ve una habitación, un dormitorio, detrás de una puerta de cristales entornada. En otra una escalera con peldaños tortuosos, de madera gastada, una pared sucia, bajo un globo de luz. En otra, de nuevo una escalera, pero ésta en el exterior de una casa, una casa blanca, de madera, de suburbio modesto norteamericano, el blanco de la fachada relumbrando contra la negrura de la noche. En lo alto de la escalera se abre una puerta, y tras ella sólo hay oscuridad. Miro con más atención, porque no sé el motivo de que esas fotos de lugares desiertos me sobrecojan más que las de los detenidos: en la primera, detrás de la puerta de cristales, hay un bulto en el suelo, más o menos redondo, como un colchón viejo, que tiene un par de quemaduras como de cigarros. Pero es un hombre muerto, en camiseta y pantalón de pijama, con dos agujeros de bala en el vientre. Fotos policiales, leo en una etiqueta al reverso, donde está el sello de la policía de Nueva York, escenas de asesinato. Quién empujó la puerta de cristal esmerilado con una pistola en la mano, quién subió por esas escaleras en la oscuridad de la noche y entró en esa casa aislada en medio del campo, quién habría al otro lado de la puerta, quién subió los peldaños de madera bajo el globo de luz y avanzó por un pasillo con puertas cerradas hacia un letrero rojo donde dice EXIT.