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Regreso al Museo Whitney para buscar algunos cuadros, para encontrarme de nuevo con ellos, como me encontraría con una cara familiar y querida, con una habitación que ha permanecido idéntica a pesar de mi ausencia. En la pintura, como en la amistad, uno tiene sus prioridades. Yo busco siempre a Mark Rothko, a Edward Hopper, el autorretrato infinitamente triste de Arshile Gorky con su madre, una escena de boxeo de George Bellows, una mujer de rojo en gran formato pintada por Alex Katz. Decía ayer en el New York Times Philip de Montebello, el director del Metropolitan, que la tarea de los museos, en una época de reproducciones omnipresentes y baratas, de fantasmagorías virtuales, era la de seguir siendo custodios de las presencias reales, de las obras de arte que están en un solo lugar y no en ninguna otra parte del mundo, dotadas de una individualidad tan poderosa como la de un ser humano: la textura, el peso, el tamaño, la materialidad que la obra irradia, la sustancia física del lienzo, el gesto de una pincelada, las palabras escritas con tinta real sobre una hoja de papel, no deslizándose intangibles en la pantalla de un ordenador. Presencias reales: en una sala pequeña, en la quinta planta del Whitney, hay tres cuadros de Hopper que retratan la luz limpia y la serenidad de la primera hora de la mañana. El primero se llama, simplemente, Siete de la mañana. No se ve a nadie, no hay casi nada en él, pero a mí siempre me hipnotiza. La mitad derecha del cuadro es el escaparate de una tienda rural, en un edificio de madera, una tienda en la que se ve un reloj de pared que marca las siete, mientras una claridad azulada tiñe las paredes de madera pintada de blanco y los escalones, pero no permite distinguir mucho de lo que hay en el escaparate. La otra mitad es un fragmento de un bosque en el que todavía dura la noche: uno de esos bosques norteamericanos que se vuelven impenetrables a la distancia de unos pasos. Lo que sucede en el cuadro es una frontera, un doble límite, insinuado y a la vez tajante, el que separa la noche y el día, la negrura y la luz, la naturaleza de las obras humanas, la última casa de una ciudad, acogedora y doméstica, y el espacio sombrío que hay un poco más allá, que la rodea como los grandes bosques a las aldeas medievales de Europa. Quién vive en ésa, quién estará todavía dormido en una habitación interior: quién o qué habitará entre los árboles, en el bosque que empieza justo después de la esquina, al final de la calle. En los cuadros de Hopper siempre hay una frontera: entre lo que se ve y lo que queda oculto, entre el interior y el exterior, entre el gesto aislado y la secuencia a la que pertenece, entre el personaje al que nosotros miramos y lo que el personaje mira, que con mucha frecuencia está fuera del cuadro, al otro lado de una ventana que da al campo o a los tejados de una ciudad. Presencias reales, no las inexactitudes perezosas del recuerdo, ni el fraude de las reproducciones: en un lugar preciso, en ninguna otra parte, en una sala pequeña de la quinta planta del museo Whitney, en la esquina de Madison y la calle 75, está el cuadro de la mañana desierta en una avenida de Nueva York, quizás de la parte baja de la Séptima o la Octava: casas de dos plantas, fachadas de ladrillo rojo, el rojo maduro de una hoja de arce al final del otoño, tiendas con las persianas echadas, el poste listado de rojo, blanco y azul de una barbería. El cielo es azul, sin nubes, limpio y frío, y la luz del sol, oblicua sobre la acera, no es interrumpida por ninguna sombra, por ninguna presencia. Es la quietud y el silencio de la mañana recién comenzada del domingo, el paraíso laboral y litúrgico del último día de la semana: y parece que la estoy viendo no a través de la mirada de nadie, y ni siquiera del oficio y la técnica del pintor, sino por un privilegio de omnisciencia, como nos gustaría ver nuestra habitación sin regresar a ella, sorprendiéndola en el misterio inviolado de su soledad. Cuántas veces, en cuántos viajes me he detenido delante de este cuadro, cómo ha ido cambiando mi vida y la de las personas que quiero mientras él permanecía invariable aquí, como su luz congelada de domingo, en esta pared de la quinta planta, o en esos almacenes del museo donde se guardan, por falta de espacio para exhibirlos, tantos de los cuadros que la viuda de Hopper legó al Whitney. Así ha permanecido, visible o invisible, no desde la última vez que yo estuve en la ciudad sino desde mucho antes, antes de que yo naciera en otro extremo del mundo. Pero el tiempo queda encerrado y a la vez abolido en la obra de arte, como una flor o un insecto de una especie extinguida en el interior de una gota de ámbar. Lo que sucede en la pintura, en la fotografía, es el presente eterno: siempre es la primera hora del domingo en una avenida del sur de Manhattan, siempre son las siete de la mañana y está empezando a amanecer en el cuadro contiguo, y la mujer pelirroja y desnuda, en el cuadro que hay en la pared de enfrente, siempre está mirando hacia el paisaje por la ventana abierta que deja pasar el sol de una mañana igual de limpia. Edward Hopper siempre tenía la misma modelo: esa mujer pelirroja, la suya, con el cuerpo ajado pero todavía sensual, de pie junto a una cama deshecha, en la habitación abstracta de un motel, ofrecida a algo, a la primera luz y a las inminencias del día, expectante, con un cigarrillo quemándose olvidado en su mano derecha. La ceniza del cigarrillo es la arena que no cae por el orificio entre las dos ampollas del reloj de arena. Durante unos minutos yo también habito en esa recobrada inmutabilidad, yo soy parte del juego que el pintor estableció. Pero se acerca la hora del cierre y en las salas del museo ya queda muy poco público. Por las raras ventanas angulosas, como saeteras de película cubista, se ve la noche en el exterior, la noche de tinta oscura de la avenida Madison. Pero aún no quiero abandonarme a la prisa del tiempo. Bajo por las escaleras, que tienen un aire entre geológico y penitenciario, grandes bloques de granito sin desbastar y sin embargo muy bruñido, como barnizado, y escaleras de pozo que no permiten ninguna visión del exterior y en las que ni siquiera hay cuadros. Da la impresión de que el arquitecto, Marcel Breuer, exiliado del nazismo, hubiera retratado en la grisura hosca y masiva de este edificio una parte de la opresión que dejó atrás al huir de Alemania. Pero la pintura alivia la pesadumbre: en la cuarta planta, inesperadamente, hay un cuadro de Rothko que antes no estaba aquí. De nuevo el tiempo queda en suspenso: miro el reloj y compruebo con alivio que todavía falta media hora para el cierre. Un cuadro de Rothko no se mira: se ingresa en el espacio delimitado por su presencia, se acepta un influjo que lo atrae y lo rodea a uno como un campo magnético. En los cuadros de Hopper hay casi siempre ventanas: pero lo que Rothko pinta es la ventana misma, la idea depurada, casi mística, de la ventana de Manhattan dividida horizontalmente en dos paneles, la incertidumbre y la emoción de estar a punto de ver algo, de ingresar en el umbral de otro espacio y de otro tiempo. En Rothko las fronteras de los campos de color son tan graduales, tan entreveradas, como el tránsito del negro nocturno al gris claro y luego al violeta del amanecer, suceden delante de los ojos de quien mira, en la sabiduría de las pinceladas, que se superponen sin mezclarse, con transparencias, con veladuras, del negro al morado, del morado al naranja, al amarillo, al rojo, en un deslizamiento del color que siempre es sereno y siempre está modificándose, como la música del amanecer sobre el mar en el preludio de Tristán e Isolda, o más cercana y quizás más exactamente, la música de György Ligeti en esa obra que se llama Lontano, y que he descubierto con fervor hace unos días, gracias al consejo de un amigo sabio, con el mismo fervor que no me abandona nunca, que parece estar en el aire que respiro en esta ciudad.