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A la distancia de unas pocas calles, en los mismos días, en dos clubes de Manhattan, dos mujeres cantan casi la misma música, acompañadas de instrumentos semejantes, y sin embargo no puede haber más distancia entre las dos. Paula West canta en el hotel Algonquin, en la Oak Room, forrada de paneles de madera oscura, iluminada por lámparas pequeñas, de pantallas rosadas, que dejan anchas zonas de penumbra entre las mesas, por las que circula un rumor civilizado de cuchillos y tenedores, de hielo en las copas de cócteles perfectos. El Algonquin está en la calle 44, entre la Quinta y la Sexta avenidas, en la misma acera en la que estuvo hasta no hace muchos años la redacción de New Yorker, cuyos escritores frecuentaban célebremente el bar y el comedor del hotel. El Algonquin respira el mismo aire distinguido, ligeramente anticuado, que la prosa de los largos artículos y los relatos de New Yorker, y muchos de los huéspedes tienen un aspecto como de escribir en la revista, o de ser personajes de la literatura que desde hace casi ochenta años se viene publicando en ella, civilizada y precisa, transparente y a la vez muy sólida, digna y con un punto de confortable monotonía cuando no deslumbradora de talento. Camino del hotel Algonquin paso junto a la placa conmemorativa en la fachada de la vieja New Yorker y me produce una punzada de emoción pensar que ese umbral lo han cruzado, trayendo manuscritos, algunos de los escritores que más me gustan; Vladimir Nabokov, Edmund Wilson, Thomas Mitchell, Truman Capote, John Cheever, J. D. Salinger. El Iridium, donde canta Dee Dee Bridgewater, se encuentra a no mucha distancia, y sin embargo en otro mundo, sobre todo de noche, muy cerca de Times Square, en Broadway y la 51, en medio del tumulto plebeyo de los teatros y de los turistas. Dee Dee Bridgewater provoca un tumulto cada noche en el club Iridium: sube al escenario con un vestido negro muy ajustado, se retuerce deslizando las dos manos abiertas a lo largo del cuerpo, las manos con largas uñas pintadas de rojo, se ríe a grandes carcajadas de las bromas sexuales que ella misma hace con los músicos, se pasa una mano por su hermosa cara africana, bruñida de sudor. Dee Dee provoca a los espectadores varones como una cantante de revista del Teatro Chino o del Paralelo de Barcelona, moviendo las caderas y el vientre con una espesa procacidad babilónica, como yo sólo he visto hacerlo, hace muchos años, a algunas bailaoras viejas del Sacromonte de Granada. Se levanta la falda y la piel oscura y mojada de sudor de los muslos brilla bajo los focos rojizos del escenario. Canta como uno imagina que cantarían en los años veinte las estrellas desvergonzadas del music hall negro, con una parte de picardía lúbrica que también estaba en las cantantes de blues, Bessie Smith o Mammie Smith o Ma Rainey, celebradoras de la ginebra, de las expresiones con doble sentido y de la promiscuidad sexual. Dee Dee Bridgewater canta canciones de Kurt Weill, con toda la poesía depravada de los cabarets golfos de Berlín, pero en su voz el sarcasmo frío de las letras de Bertolt Brecht alcanza una ebriedad carnal y desgarrada. El sótano del Iridium está lleno de gente, el escenario es demasiado pequeño para los músicos y sus instrumentos, para la presencia borrascosa de Dee Dee Bridgewater, que agita una gran melena negra con trencillas de rastafari y baila sobre unas sandalias negras de tacón muy alto, riéndose con la misma risa inmensa que tiene Bessie Smith en sus fotos de juventud. Hay un batería argentino con el pelo muy largo y espuelas de gaucho, a las que lleva atados unos cascabeles, hay un contrabajista guapo, ensimismado y muy serio que es hijo de madre sueca y padre afroamericano, hay un pianista que se vuelca sobre el teclado dando la espalda al público, y tres franceses jóvenes y flacos que componen una magnífica sección de viento, una trompeta, un saxo alto que vuela buscando las velocidades y los quiebros vertiginosos del virtuosismo temerario de Charlie Parker, un trombonista que sabe revelar, en medio de toda la espléndida confusión de la música, la dulzura honda de su instrumento; esa palabra, instrumento, añadida al modo en que se desliza la vara del trombón y también a su tamaño, le dan lugar a Dee Dee Bridgewater a aventurarse en algunas comparaciones admirativas que acompaña de gestos procaces y rítmicos y que el público recibe a carcajadas. Pero no sólo está haciendo bromas sexuales a costa del trombón, también canta secundando sus notas entrecortadas o alargadas, ajusta a ellas la letra de una canción, deshace las palabras en sonidos puramente fonéticos para que su voz suene igual que el tan celebrado instrumento, enredándose con él en un desafío de persecuciones, notas agudas seguidas de notas muy graves, gritos, maullidos, chasquidos convulsos de la lengua, jadeos acompañados por la oscilación de las caderas, por los golpes de los tacones sobre la tarima del escenario. Dee Dee Bridgewater encarna toda la liberadora grosería del jazz primitivo, que estaba contenida hasta en el equívoco sexual de la palabra misma, y que escandalizaba tanto a los predicadores puritanos: una invasión de lujuria negra, una música bárbara que iba a despertar los peores instintos, a contagiar el desenfreno animal de la raza negra a los jóvenes blancos que se sentían arrastrados por sus ritmos, a las muchachas rubias y puras, enajenadas como bacantes por aquellas cacofonías de tambores, que las intoxicarían hasta perder el juicio y entregarse a los gañanes negros. La desvergüenza del jazz se alía al erotismo mercenario y algo cadavérico del Berlín de Kurt Weill y Brecht: Dee Dee Bridgewater empieza a cantar Alabama Song, resaltando su ritmo extenuado y violento de peregrinación nocturna por los paraísos artificiales de la ciudad, de búsqueda angustiosa de hombres, de mujeres, de dinero, de alcohol, de otro bar que esté todavía abierto, en una niebla beoda en la que se confunden el deseo y el instinto de la muerte:

Oh show us the way

to the next whisky bar,

for if we don’t find

the next whisky bar

I tell you we must die

I tell you we must die…

Entre las mesas la gente exaltada se levanta y comienza a bailar, en un espectáculo de posesión colectiva al principio gradual, como en las iglesias de Harlem los domingos por la mañana, una sola persona de pie entre las mesas, contorsionándose al ritmo de la música y dando palmas con los ojos cerrados, y luego otra que salta hacia arriba, y otra más, y todo el público ahora tan agitado y tan sudoroso como los músicos que tocan más fuerte, atronando los oídos en el sótano de techo tan bajo, permitiéndose disonancias que acentúan la cualidad áspera y provocadora del jazz. El baterista gaucho salta entre sus tambores, golpeando el suelo con los tacones de las botas, haciendo sonar los cascabeles de las espuelas, y ahora ya ha dejado las escobillas y toca con las dos manos abiertas. El pianista al que no vemos la cara se vuelca sobre el teclado como asomándose a un pozo, el contrabajista sueco y africano mueve los dedos poderosos por el mástil encontrando en las cuerdas resonancias profundas que agrandan los latidos en el interior del pecho y en las sienes, y Dee Dee Bridgewater, rodeada en círculo por el trompeta, el trombón y el saxo alto, canta a gritos y se ríe a carcajadas, Oh show us the way to the next little dollar, invocando luego la luna de Alabama, el estribillo machacón de la despedida y de la muerte: Oh moon of Alabama / It’s time to say goodbye