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Javier no puede pasear tranquilamente por la calle en España, porque ha sido el protagonista de una serie de televisión de mucho éxito y de la última película de Pedro Almodóvar, pero en Manhattan disfruta del placer recobrado y paradójico del anonimato, la ausencia temporal del reconocimiento público que sin duda deseó mucho, y que le sobrevino en una escala inimaginable para él, tan rápidamente que no parece que se haya acostumbrado todavía. «Ahora vuelvo a hacer lo que en España no podía», me dice, «mirar a la gente por la calle», no tener que ir eludiendo siempre miradas que lo reconocen, con una cara afable y a la vez fingiendo que no las advierte, miradas que automáticamente lo identifican con el personaje que interpreta y que no es él. Javier está un poco por azar en Nueva York, porque vino con Almodóvar a presentar su película en el festival de cine, y de pronto le apeteció quedarse, dado que además en España no hay ahora mucho trabajo para los actores, conocidos o no. Está solo en la ciudad, a la que no había venido nunca, descubriéndola, en un estado entre de abrumada maravilla y apocamiento. Bajamos al principio de la noche por la Quinta Avenida, muy cerca de Washington Square, y a Javier le sorprende gustosamente la quietud y el silencio, la cualidad serena y habitable del barrio, la perspectiva de las calles laterales del West Village, arboladas, recónditas, con escalinatas de piedra y pequeños jardines, con anchas ventanas luminosas. Va seis horas al día a una academia de inglés, donde todos sus compañeros son orientales, japoneses y chinos de Taiwan, sobre todo, y el resto del tiempo lo dedica a asistir al teatro, a caminar por las calles, a mirar a la cara a la gente, las personas desconocidas que se cruzan con él y no lo miran ni saben su nombre. Cada mañana, en la academia, sus compañeros japoneses, con los que se entiende más que nada por señas, le sonríen mucho y le tocan por turno, con las dos manos, la barriga, que no es prominente, pero que por algún motivo a ellos les parece un atributo de felicidad y de buena suerte. Luego todos se ríen e intercambian inclinaciones y palabras sueltas en inglés. Javier es calvo, con perilla, con gafas, con un aire entre solitario y jovial. Ahora vive en un apartamento casi vacío, en Tribeca, que le ha prestado alguien, en un edificio al final de la calle Chambers. Desde las ventanas —muy grandes, en las habitaciones casi despojadas de muebles— Javier ve el mar abierto, la bruma más allá de Ellis Island y de la estatua de la Libertad, la costa de New Jersey. Mirando hacia abajo, lo que ve es el socavón ingente donde estuvieron las Torres Gemelas: una hondonada rectangular de cemento, cercada de altas vallas y reflectores que iluminan el vacío, inmenso como el de un estadio abandonado. En el apartamento hay un televisor, pero Javier dice que no ha aprendido a manejarlo, de modo que cuando llega por la noche escucha música, ópera sobre todo, Mozart. Yo me imagino cómo sonará la música en el apartamento casi vacío que pertenece a otra persona, con la resonancia de los lugares deshabitados, cómo influirán la soledad y el espacio en la manera en que Javier escucha, por ejemplo, las arias de la Reina de la Noche, mirando por un ventanal las luces lejanas de la costa, las de los barcos que llegan al puerto o se alejan de él, el gran yacimiento de oscuridad cuadriculada por hileras débiles de luces que se despliega muy abajo, en las calles que él todavía apenas conoce, las que durante mucho tiempo estuvieron clausuradas, después del 11 de septiembre, hace ya más de un año. Al principio, cuando la gente de la película volvió a España y él se quedó solo, Javier pasó varias semanas viviendo en un hotel, uno de esos hoteles de fachada noble y deteriorada e interiores inciertos que hay entre Broadway y la Quinta Avenida, inmediatamente más arriba de Madison Square. Al pasar se ve un letrero vertical con letras rojas que ilumina a medias la fachada con un aviso escueto en el que no suele haber un nombre propio: lo único que pone es HOTEL, como si fuera una categoría definitiva y abstracta que no requiere mayores dilucidaciones, del mismo modo que al final de los corredores hay otro letrero que dice EXIT. Las letras luminosas, en la calle casi a oscuras, son al mismo tiempo una llamada y una advertencia: las fachadas nobles, con guirnaldas y volutas de piedra, en seguida se ve que están sucias de hollín y de humo, y tras los dorados de las puertas se intuyen interiores lóbregos de moquetas rojas y gastadas, como de teatro en decadencia, esas moquetas bajo las cuales crujen maderas muy antiguas. Junto al letrero vertical del hotel donde Javier se hospedaba estaba el cartel amarillo y la luz de insomnio y de clínica de uno de esos aparcamientos que no cierran en toda la noche, y cuyos aparatos de ventilación tienen la salida en el patio estrecho y negro al que daba la ventana de la habitación de Javier. Cada noche, después de las seis horas en la academia de inglés y de las caminatas solitarias por la ciudad, Javier volvía al hotel con los pies doloridos, y nada más doblar la esquina en Broadway o en la Quinta y ver el letrero luminoso notaba una mezcla de complacencia literaria y cinéfila y de desolación que se le alojaba en el pecho como un principio de catarro. Entraba en ese tramo de la calle 31 como en un túnel, como en un subterráneo del metro, sorteando los montones de bolsas negras de basura, en las que brillaban, alternativamente, el rojo del neón del hotel y el amarillo y el blanco del aparcamiento. Le sorprendía no sólo el tamaño de las bolsas y la acumulación de las basuras, sino también la suciedad que lo cubría todo, como una capa brillosa y resbaladiza de grasa, el cemento de la acera y el asfalto desigual de la calzada, sobre el que rebotaban los grandes taxis amarillos con un ruido de desguace. La luz se adhería también a la grasa del suelo, resbalaba en ella como en el agua de los charcos durante las noches de lluvia, el rojo intermitente del semáforo de la esquina y el de los pilotos traseros de los coches. Le llamaba la atención que hubiera tantos desperdicios en el suelo, vasos de papel, recipientes y restos de comida rápida sobre todo, rebosando las papeleras, despidiendo olores dulzones. Alguna vez, entre las bolsas y los cartones, Javier advertía un movimiento, y temía que fuera una rata, pero solía ser un homeless que se revolvía en el mal sueño de la borrachera o de la enfermedad mental. Cada noche Javier regresaba al hotel como superando una prueba a través de etapas sucesivas, primero el letrero rojo, al fondo de la calle oscura, después las bolsas negras, el brillo insustancial de los dorados y las plantas tropicales de plástico en la recepción del hotel, más tarde el ascensor, con moqueta y sin espejo, el pasillo, las puertas alineadas y tras ellas rumores de voces de televisión, el letrero al final, EXIT, y un poco antes la puerta de su habitación, que parecía inspeccionarlo con el ojo único y fijo de su mirilla, expulsándolo de antemano, recordándole su condición de transeúnte y extranjero. Qué raro todo, de pronto, el silencio de tantas horas sin hablar, encontrarse solo en una habitación de hotel, rodeado de olores entre los que no hay ninguno que sea familiar, de roces que dejan en la piel, en las yemas de los dedos, la extrañeza de tejidos sintéticos lavados muchas veces, siempre con un punto de aspereza, transmitiendo a la piel y al olfato una sensación de polvo muy sedimentado. Le parecía que hacía mucho que se estrenó la película en el Lincoln Center y que sus compañeros se volvieron a España. Nueva York, cada noche, no era la ciudad de las películas, de los libros y de las postales, la resonancia tentadora de su propio nombre, sino estrictamente el espacio cerrado de esa habitación, el fluorescente demasiado intenso del cuarto de baño, el roce pegajoso de la cortina de la ducha contra la piel mojada. Nueva York era el televisor encendido a deshora, frente a la cama, y el fragor de las máquinas en el patio al que daba la ventana, frente a otras ventanas en las que se entreveían figuras cruzando la penumbra, perfiladas por la fosforescencia de los televisores. Sin calcular la hora que sería en España llamaba a los amigos para escuchar una voz y usar la suya propia y se gastaba fortunas hablando por teléfono.