65

Mark se levanta cada día muy temprano, todavía de noche, en su pequeño apartamento de la avenida Arthur y la calle 179, en esa zona que llaman la Pequeña Italia del Bronx. Le gusta madrugar mucho para saborear las horas de más silencio y calma del día, para prepararse un complicado desayuno y leer tranquilamente el periódico. Hacia las ocho sale hacia su trabajo, en una high school muy grande, sólida, con columnas en la entrada, construida en los tiempos del New Deal, en los años treinta, cuando se procuraba que los edificios públicos transmitieran una noción de firmeza, de orgullo civil. Entonces una escuela era una cosa muy seria, una declaración de principios de ciudadanía y de afirmación del saber, de la capacidad de la enseñanza para romper barreras sociales. Mark va cada día caminando a su trabajo, por las aceras conocidas del barrio que ya empieza a despertarse, saludando por sus nombres a muchos de los vecinos, los tenderos que abren sus panaderías, sus fruterías, sus tiendas de pasta fresca, sus espléndidas mantequerías italianas, sus barberías con imágenes de la Madonna y de San Gennaro, y también de Frank Sinatra y de Tony Bennett, héroes de barrio italiano, y algunas veces de Robert de Niro, que rodó en estas calles su única película, A Bronx’s Tale, una historia de gente trabajadora que se parece mucho a la que Mark saluda cada día, y con la que entabla breves conversaciones en italiano o en inglés, a veces en una tentativa de dialecto siciliano. A esta zona del Bronx no venían a vivir emigrantes sin cualificar, campesinos del Sur fugitivos del hambre, sino artesanos capaces, carpinteros, canteros expertos en labrar la piedra, en esculpir mascarones mitológicos, cabezas de leones o águilas, plintos y capiteles de columnas. Aquí vinieron muchos artesanos de Italia a trabajar en las obras del Zoo del Bronx, que está unas calles más abajo, y trajeron consigo no sólo los acentos y los aromas culinarios de Italia, sino también la vida callejera, el calor de las diatribas en las esquinas con grandes gesticulaciones de manos, un sentido del orden laborioso y festivo y de la belleza popular que se muestra lo mismo en el aseo de las aceras que en el resplandor de los mercados, en las macetas en las ventanas y en las escaleras de incendios, en las guirnaldas con los colores de la bandera italiana que cuelgan entre las farolas. El apartamento de Mark tiene mucho de casa italiana, de vivienda española: ha preservado algunos de los muebles que compraron sus padres al casarse, y que se parecen mucho a los que compraron los míos, la cama, el armario, el aparador sobre el que hay un juego de café, y también fotos antiguas de familia, la foto de boda de sus padres y algunas de sus abuelos, campesinos de cejas grandes, pómulos poderosos y miradas entre asustadas y desafiantes, amedrentadas por la lente y la cortinilla negra del fotógrafo. Ahora sus padres, retirados, viven en Arizona, en una urbanización con campos de golf y piscinas en la que disfrutan del verano casi todo el año: en una de las fotos en color se ve a una pareja de jubilados saludables y bastante prósperos, ya con sonrisas norteamericanas, con una viveza franca e italiana en los ojos. Frente al balcón del comedor se ve la fachada y la torre de una de las parroquias del barrio. Mark, que fue seminarista y fraile franciscano, reconoce cada uno de los toques de las campanas, que le ayudan a calcular la hora y a medir las tareas del día. Cuando sale por la mañana, las mujeres, algunas todavía con velos, ya van camino de la primera misa. Cerca de la iglesia hay dos tiendas de artículos religiosos, la una enfrente de la otra, compitiendo entre sí en la variedad y el esplendor de sus escaparates: vírgenes, cristos, santos de las innumerables devociones italianas, San Nicolás de Bari, San Gennaro, San Antonio de Padua, San Francisco de Asís, cálices, patenas, sagrarios, cirios. Las tiendas religiosas dan una impresión de abundancia terrenal parecida a la de las queserías o la de las grandes tiendas de vinos, y las caras rosadas de las vírgenes y de los santos tienen una lozanía de frutas relucientes. A las cinco de la mañana Mark ha bajado a la panadería a comprarse los bollos suculentos para el desayuno y a dejarse embriagar por los aromas de los obradores. Ahora, antes de ir a la escuela, quizás toma un expreso breve y negro en un café de una esquina, conversando con el camarero o con algún parroquiano que lo conoce desde siempre y le llama professore con una mezcla italiana de reverencia y de guasa. En la puerta de una mantequería hay sacos grandes y blancos de legumbres y orzas de aceitunas con olor a tomillo y a vinagre. En la escuela, Mark intenta cada día enseñar algo a los alumnos, que no saben prácticamente nada aunque tienen quince o dieciséis años, y que vienen de otros vecindarios más pobres y violentos del Bronx: negros e hispanos sobre todo, con pantalones abolsados y medias negras en las cabezas rapadas, atadas como pañuelos de pirata, con zapatillas de deporte gigantes. Nadie les ha enseñado nunca nada, le parece a Mark, ni a comer, ni a cerrar sin portazos, ni a controlar el volumen de sus voces, ni a permanecer sentados, ni a prestar atención. Cómo será posible enseñarles literatura, si apenas saben leer y escribir, si se han pasado la vida casi desde que nacieron delante de televisores encendidos, en viviendas medio en ruinas, sin nadie que les inculque una norma, ya que sus madres se quedaron embarazadas cuando eran casi niñas, y además muchas de ellas eran adictas al crack, y no conocieron a sus padres. Desayunan coca cola, trozos de pizza, chocolatinas, chucherías, dice Mark: los azúcares les provocan una especie de subida, de euforia orgánica que no dura nada, y que da paso a un pesado letargo que agrava la falta de atención. Nacieron hacia la mitad de los ochenta: son la generación de los hijos del crack, de la época más negra de las drogas y la devastación urbana. Al principio se extrañaban, y alguno de ellos montaba peligrosamente en cólera, cuando Mark les imponía algunas normas inauditas: no fumar en clase, no estar echados hacia atrás en el asiento, con las piernas abiertas, no comer o beber. Casi todos son más grandes y más fornidos que él: Mark tiene una estatura y una delgadez de campesino siciliano. Pero poco a poco lo han ido respetando, y prestan atención cuando les lee en voz alta historias que se parecen a las suyas, y que selecciona en libros de memorias escritos por hijos de emigrantes: chicos judíos del Lower East Side, italianos o irlandeses de Hell’s Kitchen, que tuvieron que buscarse la vida en las calles, que se empeñaron en salir del gueto. Alguno de ellos se le acerca un día al final de la clase y le trae en un cuaderno maltratado un relato de su propia vida, escrito con muchas faltas, con una ortografía tortuosa. Mark se lleva los trabajos a casa y los corrige con extremo cuidado, en la mesa camilla cubierta con un hule que seguramente fue la misma en la que comían sus padres cuando eran jóvenes. Le gusta mucho cocinar: nos invita un sábado y ha preparado sopa de calabaza, pasta fresca recién comprada en su tienda del barrio, con salsa de tomate, mozzarella y albahaca, con un aceite de oliva luminoso y dorado en el que es una delicia untar el pan de miga gruesa y de recia corteza, que Mark compró cuando veníamos de la estación. Hemos tomado el tren en Grand Central Station y en menos de media hora hemos llegado a otro mundo, a esta Italia hospitalaria y populosa en el Bronx. El tren cruza por túneles interminables, sale a la luz y asciende por raíles elevados, dejando atrás Harlem, pasando junto a los descampados y a los desfiladeros de edificios en ruinas del South Bronx, murallones de ladrillo quemados, casas de apartamentos con todas las ventanas tachadas con tablones, malezas y vallas de alambre espinoso, torres de alta tensión volcadas sobre muladares, puentes y túneles de hormigón cubiertos de garabatos de graffiti, esquinas en las que se ve una tienda muy pobre y tal vez una madre negra o hispana gorda y muy joven que lleva de la mano a varios niños muy pequeños. Y ahora, después de ese viaje, hemos llegado a otra ciudad, a otro país, al campus extenso y arbolado de la Universidad Fordham, que pertenece a los jesuitas, y donde Mark estudió, y que tiene edificios góticos de piedra, campanarios y claustros como los de una universidad situada muy lejos de la aspereza urbana. Mark estudió, siempre con becas, Teología, Literatura e Historia del Arte, y durante unos años vivió en un convento de franciscanos. Podría tener un trabajo mucho mejor, pero considera, y lo explica con naturalidad, con una convicción entre ilustrada y religiosa, que es justo que pase unos años restituyendo a la comunidad una parte de los beneficios que él recibió, intentando prestar a algunos de sus estudiantes una ayuda parecida a la que le dieron a él sus mejores maestros. Disfruta paseándonos por las calles de su barrio, presentándonos a sus tenderos y a sus conocidos, y cuando llegamos a una esquina de pronto más desolada nos indica que un poco más allá está la frontera invisible, el límite de esta isla italiana y civilizada. Nueva York es una ciudad atravesada de fronteras. Después de la comida, del vino tinto, del café, de una larga sobremesa que dura casi hasta el atardecer, Mark nos acompaña de nuevo a la estación y se despide de nosotros, sin apartarse de la plataforma hasta que el tren se pone en marcha, como si hubiera venido a despedirnos a una estación de pueblo. Vuelve a su casa por las calles usuales y queridas, en las que ya están encendidas las luces de las tiendas, compra una barra de pan recién hecho para cenar, sube los peldaños de madera de su casa sin ascensor y se instala confortablemente en la pequeña sala de estar con los retratos y los muebles de sus padres, dispuesto a apurar la tarde leyendo el periódico o corrigiendo ejercicios de sus estudiantes. Al anochecer suenan las campanas en las iglesias de la Pequeña Italia del Bronx, como en mi barrio de campesinos cuando yo me sentaba en la mesa camilla para hacer los deberes.