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La lluvia llega y permanece como si no fuera a terminar nunca. Dura horas, días, noches enteras, días con sus noches, pero no es siempre la misma lluvia, sino muchas lluvias sucesivas, tantas que al cabo de dos o tres días parece que uno ha vivido a través de un invierno sin fin. La lluvia es un presente eterno, como el de los mitos primitivos. Cuando llueve durante muchas horas, la imaginación mediterránea, que no está acostumbrada a esa persistencia, acaba suponiendo que la lluvia es un estado natural, permanente, definitivo, y que ya no vendrán días claros, ni se verán cielos azules. Acostumbrado desde niño a su escasez, a la reverencia con que recibían su llegada los mayores después de una sequía, cuando me despierto una mañana oyendo los golpes de la lluvia contra los ventanales del apartamento tengo un acceso de felicidad, y me gusta la luz agrisada que hay en el aire cuando me levanto, y ver las luces eléctricas encendidas en las ventanas del edificio de enfrente, en los cubículos de oficinas o viviendas que son como las viñetas de los tebeos que me entusiasmaban de niño. Este otoño ya no veo desde la ventana las salas de ensayos de la Juilliard School. Veo un despacho lleno de estanterías, archivadores y papeles en el que un hombre de una edad parecida a la mía, con barba, con pelo escaso, se sienta junto a su ventana con las piernas extendidas sobre la mesa y habla por teléfono. Veo un apartamento con las paredes forradas de madera de cerezo y grandes ventiladores en el techo, y cuadros modernos que quizás sean valiosos. Veo una hilera vertical de ventanas que se corresponde con los rellanos de un ascensor, y en cada una de ellas puedo distinguir la viñeta de alguien que espera, y que quizás un minuto más tarde entra en el despacho donde el hombre hablaba por teléfono, o se asoma al ventanal del apartamento lujoso y moderno, y se queda mirando hacia una ventana, al otro lado de la calle, donde alguien que soy yo está mirando la lluvia. Con la luz eléctrica encendida, a las nueve de la mañana, con una confortable sensación de cobijo invernal, enciendo la radio y empiezo a preparar el desayuno, y agradezco la llegada del primer olor del café, del pan recién tostado. Abajo, en la calle sucia y mojada, los coches atascados rugen bajo la lluvia, y hay gente que pasa empuñando paraguas relucientes contra el viento, sorteando charcos y paquetes de cartones y bolsas de basura, pero yo me permito una complacencia de mañana de holganza escolar y desayuno prolongado. En la radio dicen que seguirá lloviendo todo el día, y cuando salgo a la calle la lluvia es aún más fuerte y el viento se ha calmado, como aplacado por el peso inmenso de los hilos de agua que vuelven opaco el aire y disuelven en la distancia los edificios más altos. A pesar del paraguas y de la gabardina la humedad va envolviéndolo a uno, los zapatos empiezan a calarse, los pantalones están mojados hasta la mitad de las perneras, y también por la espalda la humedad va ganando poco a poco terreno. Entras empapado a un café o a una librería y cuando sales llueve todavía más fuerte, te refugias en un cine y al cabo de dos horas vuelves a la calle y lo primero que te recibe es la noche de negrura adelantada y la hostilidad y el ruido de la lluvia. Logras dormirte de noche y cuando te despierta una sirena o un camión de basura la lluvia te envuelve tan poderosamente como el insomnio, la lluvia próxima y la lluvia lejana, la que gotea sobre las planchas metálicas y las escaleras de incendios en el cercano patio interior y la que azota los ventanales con los golpes de viento, la lluvia que cae escandalosamente durante unas horas y la que se vuelve sigilosa y se disuelve como un rocío infinitesimal en el aire, sólo visible en el cerco de las farolas. Sigue lloviendo aunque se ha hecho el silencio, llueve en la oscuridad espesa de los callejones y en la luz gris claro con que se inicia el amanecer. Llueve sobre las carrocerías amarillas y los parabrisas de los taxis en las avenidas, sobre los letreros luminosos y las pantallas electrónicas de Times Square, sobre la anchura amazónica del East River, tan densamente que apenas se distinguen al otro lado las luces y los edificios industriales de Brooklyn. Llueve sobre las arboledas y las hojas caídas y los lagos de Central Park, sobre las calles íntimas y empedradas del Village, sobre los desfiladeros grises de casas quemadas y en ruinas del sur del Bronx, sobre las agujas góticas y los torreones de las cimas de los rascacielos. Llueve sin descanso, sin un minuto de tregua, y en algunos túneles del metro retumban cascadas subterráneas de agua despeñándose por los sumideros. Parece que la ciudad se va desdibujando en la lluvia y en la niebla, y los colores se van apagando en los muros, tan lívidos como la cara de alguien que sufre una hemorragia. Hasta el amarillo calabaza de los taxis se vuelve más apagado, y la ciudad entera se disuelve en manchas rojas, blancas y amarillas detrás de los cristales empañados, en fragmentos de paredes de ladrillo mordidas por la humedad reflejándose en los charcos sucios del pavimento. La gente huye, hosca bajo los paraguas, choca entre sí, agrediéndose involuntariamente con las puntas agudas de las varillas. Los paquetes de cartones amontonados en las aceras se deshacen en una pulpa marrón como la de la nieve muy pisada. Hay días en los que resulta grato ser un forastero en estas calles, tan liviano de identidad como de equipaje, y otros días de lluvia contumaz y vengativa en los que uno siente sobre sí, igual que la humedad que le sube por la espalda, todo el peso de la extrañeza, el tamaño de esta ciudad ahora en blanco y negro en la que no es nadie y el del país ajeno al que no pertenecerá nunca. Con mi paraguas zarandeado por la lluvia y el viento subo por Park Avenue aturdido por el tráfico del mediodía y cruzándome con desconocidos de expresiones agrias y hostiles, que se apresuran hacia domicilios o tareas reales, no como los míos, como mi apartamento alquilado con la ropa, los muebles y hasta las fotografías de otra persona y mis ocupaciones en gran medida ilusorias, incluso algo fraudulentas, como parece pensar el vigilante de la biblioteca universitaria cada vez que voy a mostrarle mi identificación y tardo un poco en encontrarla. Hoy me disuelvo en la lluvia y entre la gente como un azucarillo en un vaso de agua, y sólo advierto a mi alrededor síntomas de la misma desolación que me gana por dentro y ejemplos de la aspereza sin romanticismo ni alivio con la que transcurren en la ciudad tantas vidas reales. Una mendiga vieja pide limosna extendiendo en la acera mojada una pierna mal vendada y con llagas purulentas. Un indio diminuto y sin duda centroamericano pasa cargando un cubo enorme de goma con la basura de un restaurante. Una mujer gorda, sucia, despeinada, lunática, con greñas grasientas bajo una gorra de béisbol, pasa arrastrando los pies y murmurando algo con los ojos entornados y sin quitarse de la boca una colilla apagada por la lluvia. Un viejo de bigote blanco y piel cobriza, afgano o pakistaní, que ya debería estar jubilado, ofrece en la esquina hojas de propaganda de un club de striptease, y nadie recoge ninguna ni da señal de advertir su presencia humillada. Éste es el día en que uno se verá confrontado sin defensa posible por la grosería de un vecino, por los malos modos de una funcionaria en una oficina pública o de una cajera en el supermercado; el día en que al salir de un restaurante nos seguirá hasta la calle el camarero que nos estuvo sirviendo con gentileza excesiva, que ahora se habrá convertido en una mueca impúdica de grosería cuando esgrima bajo la lluvia, delante de nosotros, el plato donde le hemos dejado una propina insuficiente, preguntándonos con aire acusador si no nos ha gustado la comida, si tenemos alguna queja del servicio. Hoy retumbarán en el suelo los martillos neumáticos, y en cuanto anochezca y siga lloviendo se verán grandes ratas mojadas moviéndose entre los charcos, los desperdicios de comida tirados en la acera, las bolsas de basura que no se recogen todos los días. Cuando uno entre hoy en el cuarto de baño a secarse la cabeza y dejar el paraguas habrá en el piso de la ducha, junto al sumidero, una cucaracha grande, con antenas muy largas y caparazón reluciente, de un color entre rubio y tostado, que no se parece al negro de las cucarachas europeas. Hoy andaré bajo la lluvia sin descanso como un alma en pena por la ciudad ruidosa e inhóspita en la que sigo siendo tan extranjero y tan asustadizo como la primera vez que vine, y serán más fuertes y más desagradables los olores de las fritangas tóxicas en los puestos callejeros y ese olor simple, poderoso, inconfundible, hedor a mierda humana, que a veces llega de no se sabe dónde. En la grisura del cielo bajo, en el ladrillo gangrenoso de las medianerías, en los ángulos cortantes de las esquinas, en la velocidad con que camina la gente bajo los paraguas, en la obscena glotonería con que alguien se come un perrito chorreante de mostaza o se mete de un golpe un trozo de pizza en la boca muy abierta, en todos esos pormenores en los que habitualmente no reparo, hoy descubre uno, hostigado por la lluvia, que ésta es una ciudad en la que no hay tregua ni misericordia en el trabajo y en la búsqueda del dinero y del éxito, o de la más cruda supervivencia, y que fue la codicia, el empuje de la industria, la riqueza del comercio, y no el romanticismo, lo que levantó esas torres cuyos pisos más altos quedan hoy borrados por las nubes, la fuerza propulsora que mantiene en movimiento una vasta maquinaria que tantas veces parece a punto de colapsar en el desastre, en la duración del diluvio terrenal. Llueve en grandes oleadas tropicales, en ráfagas furiosas quebradas por las esquinas, en silenciosas lloviznas que siguen empapándolo todo aunque su rumor no se escuche. La lluvia borra los matices de la luz del día, establece túneles que acaban después de una desolada caminata en pozos húmedos de sombra nocturna. Llueve tanto, tan sin descanso, que uno no sabe recordar cuántos días hace que comenzó la lluvia, no sabe imaginar una hora o un día futuro en los que ya no llueva, en los que sea posible ver de nuevo el azul claro de un cielo de otoño. Cruzamos la ciudad en un taxi y la lluvia golpea con furia los cristales de la ventanilla y las chapas del techo, y después de una travesía casi submarina saltamos entre los charcos hasta el vestíbulo de la New York City Opera. Pero en el último cuadro de La Traviata parece que la moribunda Violeta no sólo estará escuchando bajo su balcón las canciones de borrachos del carnaval de París, sino también la lluvia acuciante de Manhattan.