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Don Giovanni y La Traviata en la City Opera, Idomeneo en el Met, Blossom Dearie en el Café Carlyle, Tony Bennett con k. d. lang en el Radio City Music Hall, la big band de Dave Holland en el club Birdland, Sabine Meyer en el Carnegie Hall, tocando el Quinteto con clarinete de Brahms, Lorin Maazel dirigiendo a la Filarmónica de Nueva York en la tercera sinfonía de Mahler: también la música es aquí una forma de lujo y de posible ansiedad, una sobreabundancia tan inabarcable como la de los alimentos que resplandecen bajo las luces de los supermercados o la de los libros en las sucursales repetidas e inmensas de Barnes & Noble, o en el laberinto desordenado y polvoriento de la librería Strand, en Broadway y la calle 12, que según su reclamo acumula ocho millas de libros de segunda mano. La música, en los anuncios de las páginas de espectáculos del New York Times, es cada día una tentación, una promesa, un tesoro variado y simultáneo de amplitud imposible. Pero quizás la más excitante de todas las músicas de la ciudad sea la que llega de pronto, en medio de la calle o en un sendero del parque, sin que al principio se la distinga del todo ni se sepa de dónde viene, como surgida del aire, como un olor o un golpe de brisa. Desprevenido, uno se deja guiar hacia la música, como si escuchara la flauta de Pan en un bosque, o como escuchaban hipnotizados los niños de Hamelín al flautista que los iba a llevar al interior de la tierra. En Central Park la música se anuncia entre el rumor de las hojas de los árboles y de las hojas secas ya caídas, amarillas, rojas, de color de cuero gastado, de vino viejo y de madera oscura. La música viene cuando uno se interna en el bosque y deja de escuchar poco a poco el ruido del tráfico, en el momento en que escucho mis propios pasos sobre la grava negra y hasta el ruido repentino de una ardilla que cruza sobre el lecho de hojas con una castaña recién cosechada entre las uñas de las patas delanteras. En Central Park hay quien toca música para ganarse un poco de dinero y también quien va a ensayar con su instrumento y busca un lugar retirado entre los árboles, muchas veces en lo alto de una roca, como un fauno en un bosque, y otras en alguno de los túneles o bajo los puentes del parque, porque los muros bajos y curvados de piedra poseen una acústica prodigiosa, una resonancia a la vez nítida y densa, como si ese espacio se convirtiera en un tubo de órgano, o en la prolongación del tubo mismo del saxo que está soplando el músico solitario. Colecciono sonidos en mis paseos musicales por el parque: una trompeta, un clarinete, una trompa, un saxo alto, un saxo tenor. Al acercarme, por un sendero abierto en la espesura, al arco de un puente o a la sombra de un túnel, la música agrandada por la resonancia viene de lejos, con una sugestión de oficio solitario, de recóndita disciplina de un saber que ha de adquirirse al margen de la sociedad humana. Se ve la boca del túnel y se escucha la música, pero aún no se distingue la figura de quien está tocándola, y entonces da la sensación de que el músico es una de esas presencias invisibles de los bosques antiguos, que hechizaban con su canto o con el sonido de sus flautas a los viajeros y les inducían a extraviarse. La música parece que vuelve a sus orígenes más primitivos: la que el viento hacía sonar entre los juncos, como un anticipo de la flauta de Pan. El fauno Marsias toca su instrumento en Central Park: ahora es un hombre que ensaya una melodía en un saxo tenor, quizás porque vive en un apartamento demasiado pequeño, con las paredes muy delgadas, donde no le es posible estudiar. Es temprano y todavía no hay mucha gente en el parque, así que cualquier sonido me llega muy claro, hasta el roce de unas hojas secas contra otras cuando las agita el viento. Recostado contra un olmo enorme otro músico toca Mañana de carnaval en un saxo alto, pero no está ensayando: no hay la menor incertidumbre en su línea melódica ni en los quiebros de sus improvisaciones, y delante de él, en el suelo, está abierta la funda. Lleva una gorra de cuero negro, como la de Phil Woods, que es sin duda el maestro al que imita. Calza grandes zapatillas de deporte, y se acompaña a sí mismo marcando el ritmo con el pie izquierdo. Está tocando para nadie, para la mañana fría de octubre y el parque desierto, pero lo hace con la misma concentración y delicadeza que si estuviera en un club, o ni siquiera eso, recreándose en la música sin necesidad de que nadie lo escuche, y la mañana de carnaval a la que alude la canción es la misma mañana con olor a otoño que él y yo estamos respirando. La música llega con la brisa entre los árboles y también puede subir como desde las honduras de la tierra. El vagón del metro se para en los andenes sórdidos de la calle 42 y aun antes de que haya cesado el ruido de los frenos ya viene de alguna parte un invisible ritmo de tambores: un hombre joven toca una batería hecha con cubos de plástico amontonados boca abajo, y obtiene un sonido más o menos grave según la pila de cubos que golpea es más o menos alta. La música no dura ni medio minuto, desaparece en el momento en que el tren se pone en marcha, pero subo las escaleras hacia la calle en la estación de Union Square y antes que la claridad de la tarde ya surge otra música: una voz familiar, que podía estar sonando en un disco muy antiguo. Me parece que escucho a Louis Armstrong, su voz lóbrega, melosa, potente como una corneta, pero según voy bajando por la plaza cambia el viento y la voz ya no se oye, o es que la ha ahogado el bramido de un camión. He perdido la música, justo cuando estaba a punto de identificar la canción que sonaba, pero ahora regresa, distinta aunque igualmente familiar, no una voz sino una trompeta, y ahora sí que reconozco la canción y me acuerdo de su título, y puedo seguir los compases del solo que hacía en ella Louis Armstrong en un disco de hacia 1930, en la época más fértil y más prodigiosa de su talento: es la melodía apesadumbrada de Basin Street Blues, pero no estoy escuchando un disco, sino una trompeta que suena ahora mismo, ya muy cerca de mí, quizás en el centro de ese grupo de gente al que me estoy acercando. El músico es un negro muy joven, pero con un aire muy formal y muy antiguo, tan antiguo al menos como la música que toca, casi como una foto juvenil de Louis Armstrong. Lleva una camisa blanca con pajarita impecable, una chaqueta a rayas blancas y negras, muy entallada, un pantalón negro, unos zapatos negros de charol, con chapas metálicas en las suelas. El músico termina el solo de trompeta, pero sigue sonando un acompañamiento de piano, bajo y batería, en un altavoz que hay en el suelo, detrás de la plancha de aglomerado en la que el joven ha empezado a bailar expertamente, con la trompeta en la mano, con pasos medidos y ágiles. De vez en cuando alguien se acerca a dejar un billete de un dólar en la bolsa de plástico que el artista no deja de mirar de soslayo mientras da sus pasos de tap dance y sus prudentes volatines: entonces él se dobla hasta la cintura, da las gracias con una gran sonrisa al que le ha dejado el dinero y sigue bailando, los ojos entornados y la cara brillante de sudor. A unos pasos, en otro mundo, en otra época, tres colgados bailan también siguiendo la música, pero lo hacen con movimientos de zombies, con una delicadeza sonámbula que contrasta con sus caras embotadas por la mala vida, las drogas duras y el alcohol y sus ropas de desecho: una mujer joven, pero muy estragada, un hombre menudo y flaco, con perilla de bopper, con gafas de mucho aumento, otro hombre más alto con un pañuelo en la cabeza, que lleva en una mano un cigarrillo y en la otra una botella dentro de una bolsa arrugada de papel. Los tres son negros, están borrachos, colgados de algo, sobre todo la mujer, que parece muy joven y sin embargo tiene el cuerpo y la cara devastados, el pelo en una maraña de rizos sucios con calvas de pupas y de trasquilones. Pero baila respondiendo con algún gesto de su cabeza o de sus manos a cada matiz de la música, moviéndose muy poco y sin embargo con una gracia suprema, como si interpretara una estudiada coreografía y estuviera sola en la plaza o sobre un escenario y la música sonara secretamente en su memoria. Baila con los ojos cerrados, con un resto de exquisita belleza africana en los párpados y en los labios, que dibujan una sonrisa de ebria beatitud y cuelgue sin regreso, alza una mano a ciegas siguiendo la melodía en el aire y uno de los dos hombres le desliza entre los dedos un cigarrillo encendido o la botella de licor. Bailan cada uno encerrado en sí mismo, pero a la vez se cruzan, se aproximan, se rozan en una danza común, y cuando el músico da por terminada una canción y la gente aplaude ellos se quedan inmóviles, defraudados, abriendo los ojos, con el estupor de haber despertado de un sueño. El trompetista se inclina, con una excesiva servicialidad de mayordomo, de mayordomo negro de película de los años treinta o cuarenta, cuando su maestro, Louis Armstrong, que era uno de los músicos mayores del siglo, sólo aparecía en el cine haciendo de criado o de cocinero. Dobla el cuerpo por la cintura, agradeciendo los aplausos, la mano derecha abierta sobre el corazón, toma el micrófono y explica que viene de Nueva Orleans, que tiene quince años, que se llama Rufus A. Powell, aunque no tiene relación familiar con el secretario de Estado Colin Powell, y se nota que esta broma la ha hecho muchas veces. Dice que si alguien quiere su tarjeta profesional lamentará mucho no poder dársela, porque en este momento sólo lleva consigo dos o tres, pero que dentro de unos minutos vendrá un amigo al que le ha encargado que le imprima un lote de tarjetas en una sucursal de la papelería Staples que está al otro lado de la calzada, justo a las espaldas de donde él se encuentra ahora mismo. Ésa es la razón, añade, por la que, como tal vez hayamos advertido, se vuelve con frecuencia hacia la papelería durante su actuación, a ver si por fin sale de ella su amigo. Claro que si su amigo tarda demasiado tendrá él que ir a buscarlo, para lo cual le haría falta que algún voluntario del público tuviera la amabilidad de quedarse vigilando sus cosas: la bolsa donde recoge las propinas, el panel de aglomerado sobre el que baila, el amplificador, el altavoz, el micrófono, el discman en el que pone la música grabada de sus acompañamientos, así como los cedés que él mismo ha grabado con su trompeta y con su voz, y que están a la venta, concluye sonriendo, al precio de doce dólares. Entonces la mujer beoda que bailaba tan cerca de él se apresura a ofrecerse para custodiar las cosas, y a Rufus A. Powell la sonrisa se le queda helada de pánico, y decide de pronto que mejor emprende otro número, y así le da tiempo a su amigo a que vuelva con las tarjetas que seguramente algunas personas del público estarán interesadas en solicitar. Busca en la cartera de cedés, pone uno en el discman, espera en pie sobre la tarima a que empiece a sonar la introducción del piano, y anuncia serio y servicial el título de la próxima canción: «Del gran maestro Duke Ellington», dice, y se inclina un poco al pronunciar el nombre venerado, «su gran éxito Don’t get around much anymore». Hace un largo solo de trompeta con una capacidad pulmonar digna del Louis Armstrong más joven, tan fuerte que las notas atraviesan en línea recta la plaza entera. Termina el solo, agradece el aplauso, no sin volverse al mismo tiempo que se inclina a ver si su amigo llega por fin con las tarjetas, ese amigo alarmante que ya está tardando demasiado, y con la misma mirada de disimulo y vigilancia observa el importe de la moneda o el billete que alguien ha dejado en su bolsa abierta. Baila de nuevo, haciendo retumbar la madera bajo sus zapatones de charol, se detiene y toma aliento y aguarda el compás adecuado para empezar un nuevo solo, con agudos violentos, con graves cavernosos, sensuales, como los del joven Louis Armstrong. Mira de soslayo, con desagrado, con el recelo del buen chico hacia la proximidad de la gente muy golfa, a los tres mendigos que siguen bailando cerca de él, con una mezcla inaudita de acabamiento físico y de sabiduría, la mujer contoneándose sola, las rodillas juntas, moviendo despacio las caderas, o volviéndose hacia los dos hombres, sobre todo hacia el más alto, que es también el más atractivo, y que le pasa el cigarrillo con la misma lentitud aletargada con que le pasaría una pipa de opio. Rufus A. Powell termina la canción de Duke Ellington, agradece los aplausos cada vez más nutridos del corro de gente que sigue espesándose a su alrededor, dice de nuevo su nombre completo, con gran cuidado en la inicial intermedia, Rufus A. Powell, quince años, recién llegado de Nueva Orleans. Alguien le pregunta si mañana estará otra vez aquí, y él contesta, educado, serio, servicial, que mañana sí, pero que pasado mañana, lamentándolo mucho, ya no le será posible, porque ha de continuar viaje hacia Londres, donde espera progresar en sus estudios. La bailarina borracha pone cara de decepción y protesta con un grito agudo, con un aspaviento sarcástico de contrariedad. Pero Rufus A. Powell no le hace caso, la mira pero con disimulo, con alarma, temiendo de ella y de sus amigos lo peor, y a continuación habla algo con un hombre de aspecto mucho menos inquietante, y se ve que le está pidiendo que cuide sus cosas. El otro asiente, se quedará vigilándolas mientras Rufus A. Powell va a buscar a su amigo a la papelería. Pero antes de ausentarse reúne con método y premura sus pertenencias, y del bolso negro saca unos zapatos todavía más espectaculares que los que lleva puestos ahora mismo y se los cambia a toda velocidad. Los nuevos zapatos tienen una ancha visera blanca sobre el empeine y son blancos y grises, con mucha punta, tan grandes que le bailan a Rufus A. Powell en los pies cuando sale corriendo hacia Staples en busca del amigo desaparecido y de las tarjetas profesionales. Vuelvo a pasar por esa esquina de Union Square unas horas más tarde, cuando ya es de noche y hace un viento frío y húmedo, y Rufus A. Powell está sentado en un banco, solo, a un lado el bolso negro y al otro la trompeta, con su pajarita negra y su chaqueta a rayas de mayordomo, con cara de buen chico, de hijo modelo, de estar perdido, receloso, desconcertado, quizás porque el individuo al que cándidamente le dio su dinero para que le hiciera las tarjetas le ha engañado, y ahora no sabe adónde ir, dónde pasar la noche.