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En casa de Alfonso y Corina se escucha un disco de Joan Manuel Serrat que me gustaba mucho cuando tenía dieciséis años, y se cena a hora más bien tardía, casi española, a las nueve de la noche. Hay una mesa baja con cervezas frías, copas de rioja y platillos de aceitunas y de almendras fritas, y la conversación alcanza en seguida una temperatura española, amortiguada por la melancolía y la distancia, por la desgana de volver. Dos de los invitados, Alberto, que es pintor, y Adela, su mujer, editora de fotografía, vinieron a Nueva York desde el País Vasco hace ya veinte años. Ahora no entienden nada de lo que ocurre en su tierra de origen, no ya el crimen y la barbarie impune, sino la resignación de los que no matan ni aprueban la muerte, la conformidad de los que ni siquiera comparten los fines de los criminales o de sus valedores. El apartamento está en un piso vigésimo, en una esquina de la parte baja de Park Avenue, hacia la calle veintitantos, y por el ventanal de la terraza se ven los pináculos de los rascacielos de Madison Square, una torre que termina en una especie de pebetero dorado, unos arcos que no podrían verse desde la calle y que se parecen a los de algunos ábsides de iglesias venecianas o túmulos persas. Desde la terraza del piso vigésimo uno mira como acodándose en el filo del vértigo, y Manhattan ya no es la ciudad de quien camina por las aceras, sino un diorama fantástico de torreones, cornisas, jardines colgantes, abadías románicas, depósitos de agua alzados sobre armazones metálicos, anchos, circulares, con remates cónicos, con el aire de esas tumbas de los tiranos nómadas del Asia Central. El cielo nocturno con estrellas muy brillantes, detrás de las siluetas orientales que coronan los edificios, es un cielo falso y plano de decorado de película, de una de esas ciudades orientales de las películas en technicolor sobre Las mil y una noches. En la terraza está el espejismo nocturno y vertical de Manhattan, en el que la extensión inmensa de las ventanas iluminadas contra la negrura parece una prolongación o un reflejo en el agua del polvo luminoso de la Vía Láctea: rectángulos de luz recortados contra un fondo como de cartulina negra, de negrura azulada o verdosa, teñida de claridad lunar, como en alguno de los últimos dibujos de Alex Katz. Pero en el interior del apartamento la voz de Serrat ya enuncia una intimidad acogedora y española, con un punto de melancolía de diáspora y también de alivio por la lejanía. Antes de venir a Nueva York, Alfonso fue corresponsal en África: entre los muchos libros, en español y en inglés, acumulados por las estanterías, hay bastantes de historia de África, y también se ven esculturas de madera africanas, un par de figuras altas, muy gráciles y rectas, figuras humanas que se apoyan en bastones y tienen una delgadez de lanzas. Desde las ventanas y la terraza del apartamento, Corina hace fotos en color de las ventanas de los edificios próximos, y guarda las copias en un álbum, mientras va pensando en una exposición. Hay fotos tomadas de noche, con las ventanas brillando contra el fondo oscuro de las fachadas, al otro lado de Park Avenue, y otras tomadas a la caída de la tarde, o con la primera luz del día, plateada y grisácea, con luces en unas pocas ventanas que sugieren madrugones laborales, y en ellas se ve confusamente a alguien que se asoma o que se inclina sobre algo, quizás la taza de café y el periódico del desayuno. Corina se gana la vida haciendo fotos de actualidad para el periódico, yendo agitadamente de un sitio a otro con el bolso de la cámara al hombro, pero en el tiempo que le queda libre, casi siempre a deshora, en los días de fiesta, se instala con la cámara en la terraza, o en la ventana de alguna de las habitaciones, y observa la luz sobre las terrazas y los pináculos de la ciudad esperando algo, como un cazador, manejando a veces unos gemelos, ayudándose con un teleobjetivo. Cada momento de la luz del día o de la noche, de la atmósfera diversa de las estaciones, tiene una foto en su álbum, casi cada instante posible: la niebla que borra los rascacielos en los días de lluvia, la hora dramática del anochecer en la que destellan los letreros rojos y en que la gente que pasa por las aceras en penumbra es alumbrada pálidamente por la claridad de los escaparates, el esplendor veneciano de la puesta de sol en las ventanas que dan al oeste, con su relumbre cegador de oro y de cobre en los pisos más altos, cuando muy abajo, a la altura de la calle, ya está cayendo la noche. Ana, la niña, es hija de Corina, pero observando la dulzura y la confianza con la que se relaciona con Alfonso nadie pensaría que no es su padre. Ana es una niña seria y guapa, en seguida afectuosa, con la piel muy morena y grandes ojos negros. Su habitación, llena de muñecos y libros, tiene una ventana desde la que se ve muy cerca, sobre los tejados, la parte más alta del Empire State, iluminado esta noche de rojo, de azul y de blanco, los colores patrióticos. La habitación de Ana, vista de noche, con el Empire State enmarcado en la ventana, con algo de maqueta al fondo de un decorado de película, es un espacio confortable y seguro y a la vez suspendido ingrávidamente a una altura muy distante del nivel de la calle, donde se ven los taxis amarillos como modelos a escala de taxis. Después de sólo dos cursos en su escuela de Nueva York Ana habla un inglés fluido y sin acento, como si hubiera nacido aquí. Por la noche, en la cama, lee libros infantiles españoles, o se los lee Alfonso, sentado a su cabecera, con paciencia y deleite de padre lector. Cuando apaga la luz para dormirse mira frente a ella la silueta luminosa y alta del Empire State, que amortigua con su claridad la penumbra de la habitación. Desde la cama, esta noche, Ana escuchará las voces de los adultos, el ruido de los cubiertos y los platos de la cena, de los vasos de vino tinto que se chocan en un brindis a la vez de celebración y de despedida, porque entre los comensales hay quien vuelve mañana mismo a España, quien ya ha dejado hechas las maletas y vacíos los armarios. El encuentro, la cena, la conversación, ya son una forma de regreso. La voz de Serrat cantando Mediterráneo despierta sensaciones indelebles de la adolescencia, los dieciséis o diecisiete años, las ganas de marcharse, las vísperas de una vida quimérica y sin embargo más real que la vida verdadera y forzosa. Corina, la madre de Ana, ha preparado una cena sólidamente española, que nada más entrar en el apartamento ya provocaba, con más precisión que la música, una emoción muy primitiva de reconocimiento. En los sabores y en los olores de la comida hay matices de lealtad que son más poderosos y calan más hondo que los recuerdos. Nada más salir del ascensor al pasillo largo, desierto, fantasmal como tantos pasillos americanos, en el aire había un anuncio de algo muy sutil que alertaba al olfato, un aroma familiar que se hizo más denso al abrirse la puerta, viniendo de la cocina, y también de muy lejos y de mucho tiempo atrás, como los sabores que embriagan el paladar cuando nos sentamos a la mesa y probamos la primera cucharada. En nuestro archivo de los olores y los sabores de Manhattan nos faltaban estos que ahora compartimos en una eucaristía laica, una rememoración de sensaciones de comidas infantiles: el guiso de garbanzos tiernos, que se deshacen en la boca con la textura justa, el calor sabroso, con los sabores del sofrito y de las almejas, un puro estremecimiento de memorias gustativas, de pucheros hirviendo al fuego y manteles de hule en los días invernales de la infancia, hace mucho tiempo, mucho antes incluso de que llegaran el televisor y el frigorífico al comedor familiar y de que albergáramos por primera vez el deseo de asomarnos al mundo. El potaje de garbanzos con almejas, el vino de Rioja y de la Ribera del Duero son una celebración sentimental del origen que compartimos, de la suma de azares y decisiones que nos han hecho encontrarnos aquí, viniendo todos de tan lejos, como casi todo el mundo en esta ciudad de refugiados e inmigrantes. Los sabores, los olores, la música, el color del vino, su efecto sobre los estados de ánimo, alumbran vínculos entre nosotros y nos llevan de regreso al pasado, descargas químicas de memoria provocadas por las terminaciones nerviosas de las papilas gustativas. Y del pasado lejano emerge en la conversación alguien a quien yo conocí en la escuela primaria, y de quien no me había acordado en muchos años, menos una cara que un nombre, Diego Medina, que era el que mejor dibujaba en mi clase, el que copiaba en la pizarra con tizas de colores los dibujos más difíciles y llamativos de la enciclopedia, Adán y Eva expulsados del Paraíso, el Cid sobre su caballo blanco, las montañas nevadas y los lagos de un paisaje alpino, una ballena resoplando en el mar. Uno puede ser varias personas distintas, según quien lo recuerde: igual que la vida del funcionario egipcio del Metropolitan se cuenta en varias estatuas de madera, todas simultáneas entre los objetos de la tumba, cada una encarnando una edad, un grado en el ascenso de la jerarquía. Para mí, Diego Medina es un niño de ocho o nueve años, con una bata escolar azul, con el pelo peinado hacia delante en un flequillo recto, con una mirada inteligente y despierta en sus ojos claros. Para otro de los comensales, el pintor que vino a Manhattan hace veinte años, Medina es un profesor de Dibujo ya ingresado en la madurez, amigo suyo desde que estudiaron juntos la carrera, acomodado en una vida de sólidas costumbres familiares y profesionales en una ciudad cercana a Madrid. El niño de pueblo con un talento innato para el dibujo se proyecta en nuestra conversación, en las dos memorias confrontadas, junto al profesor que podía haber llegado mucho más lejos si se hubiera atrevido a desearlo, a entregarse del todo a una vocación para la que poseía tantas facultades, si se molestara en mostrar a algún galerista los dibujos que sigue haciendo con la misma facilidad que cuando llenaba la pizarra de nuestra escuela, bajo el crucifijo y los retratos de Franco y José Antonio Primo de Rivera, con sus manchas y líneas de tizas de colores, muy concentrado sobre la tarima polvorienta, de espaldas a nosotros, la mano derecha moviéndose rápida y segura por la superficie negra y la izquierda sosteniendo un borrador. Lo recuerdo a él y me recuerdo a mí, nuestras caras de niños campesinos, las batas azules, el trabajo que nos esperaba en el campo cuando dejáramos la escuela. Lo que otros que eran muy parecidos a nosotros no hicieron nos da la medida de lo que nosotros sí llegamos a hacer, por cabezonería o por buena suerte, aunque en esa distancia tampoco falta nunca una parte de tristeza. El pintor cuenta que él podría haberse quedado en España, disfrutando de una plaza segura de profesor de instituto, como su amigo, mi paisano Diego Medina, mucho más sedentario que él. Pero se vino a Nueva York dejándolo todo, dice, sin saber inglés, preguntándose muchas veces, en horas de capitulación, qué hacía él en una ciudad inmensa donde todo puede ser tan abrumador y tan hostil para el que llega solo y con poco dinero, donde ya hay tantos artistas, de cualquier parte del mundo. Le costó mucho, pero ahora expone en una buena galería: suele obtener buenas críticas y coleccionistas americanos compran regularmente sus cuadros, que también circulan por el país en exposiciones colectivas. Pero tiene el escozor íntimo de no ser más conocido en España, como le sucedía a Juan Muñoz, recuerda, que murió hace unos meses, y que a pesar de que los mejores museos de Europa y América compraban sus obras y le encargaban proyectos espectaculares, alimentaba la antigua queja española, el descontento de no ser reconocido verdaderamente en su propio país. Quizás haya una melancolía propia de esta edad, los cuarenta y tantos años, cuando la vida de cada cual ya está hecha, cuando uno, si ha sido algo afortunado, si ha tenido paciencia y perseverancia, puede sentir que ha logrado algo sólido, estable, porque expone en una buena galería de Manhattan o tiene un puesto de corresponsal en Nueva York o ha logrado establecerse como fotógrafo, o como escritor: y entonces descubre que lo que ha logrado no es gran cosa, si lo mide con las posibilidades que intuía dentro de sí mismo, y que por cada vida posible que se cumple, cada deseo que se satisface, hay otras vidas que no se llegaron a vivir, otros lugares que no se han conocido, y también que el tiempo no es ilimitado, de modo que hacer algo es sobre todo dejar de hacer otra cosa. En el brindis de despedida los que vuelven mañana a España echan de menos anticipadamente Nueva York, y los que se quedan recuerdan despedidas anteriores de otros a los que vieron llegar y marcharse, porque ésta es una ciudad en la que mucha gente está de paso. Quizás se preguntan por el tiempo que les queda a ellos, o por la vida que tendrían si no hubieran venido aquí, si también se marcharan mañana. Quizás en su casa de las afueras de Madrid el profesor Diego Medina se acuerda con añoranza y algo de remordimiento del amigo y compañero de estudios que hace veinte años lo dejó todo para irse a Nueva York. Y mientras tanto Ana María, ya con la luz apagada, escuchando desde su cuarto las voces de los mayores, la música que para ella tiene el sonido raro de un tiempo muy anterior a su nacimiento, mira en la ventana la silueta del Empire State y piensa quizás que le gustaría estar en España, en la escuela de Madrid a la que van los amigos que sólo ve durante las vacaciones tan breves de cada verano.