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Manhattan está siendo permanentemente construida y destruida. El espacio de la isla es demasiado estrecho y las energías del dinero y del comercio que actúan sobre la ciudad son demasiado poderosas como para permitirle que se quede inmovilizada en un monumentalismo de capital europea. Socavones hondos como cráteres de meteoritos ocupan manzanas enteras, y los andamios de nuevos rascacielos ascienden en el aire con el poderío de las grúas gigantes que elevan vigas de hierro, calderos de hormigón y cargamentos de ladrillos hacia los pisos más altos. Las grúas, las excavadoras, los bulldozers, las taladradoras, los camiones con remolques giratorios que molturan el hormigón, agregan sus rugidos al gran fragor de la ciudad, y el suelo tiembla junto a los solares de las obras con una trepidación de fuerzas geológicas, de placas continentales chocando entre sí. Las rocas negras de Central Park emergen de la tierra como si todavía siguieran actuando las energías volcánicas que las hicieron levantarse. El paisaje de excavaciones, montañas de escombros, grúas, camiones, reflectores, en que se ha convertido el World Trade Center, resulta una versión extrema de ese perpetuo construirse y derribarse de la ciudad, como si en ella se repitieran parcialmente aquellos cataclismos que azotaban el planeta hace miles de millones de años, cuando se abrían fosas de magma entre los continentes y se levantaban los espinazos de las cordilleras. En el último siglo el paisaje de Manhattan se ha modificado radicalmente tantas veces que los monumentos que ahora parecen definitivos son usurpadores recientes, levantados sobre las ruinas y los cráteres donde estuvieron los cimientos de otras edificaciones colosales, ahora olvidadas, preservadas tan sólo en las fotografías: el edificio Singer, que fue el más alto de la ciudad y estaba coronado por una cúpula bulbosa, el primitivo Madison Square Garden, que tenía una torre idéntica a la Giralda de Sevilla, el depósito de agua de la calle 42, justo donde está ahora la biblioteca pública, con columnas de capiteles de hojas de loto y muros de templo egipcio. Grand Central Station parece ahora un monumento tan perenne, tan indiscutible, como el Panteón de Roma, pero no hace mucho estuvo a punto de ser derribada, igual que derribaron con barbarie inaudita las columnas y las escalinatas de mármol y las bóvedas heroicas de la estación de Pennsylvania, levantando en su lugar una torre despreciable de apartamentos y un estadio de exterior gris y forma circular que es como una proclama brutal de especulación urbana y oscurantismo arquitectónico. Lo más firme podrá ser derribado en unas semanas con una saña y una solvencia tecnológica que equivalen a siglos de abandono y de agresiones de tribus invasoras. El Carnegie Hall, que tiene una de las mejores salas de conciertos del mundo, por la elegancia de su diseño y la calidad de su acústica, se salvó de la inminente demolición gracias al empeño valeroso de Isaac Stern y de un grupo de activistas civiles y aficionados a la música. Lo que parece natural es el resultado de un empeño humano muy reciente: las arboledas y los lagos de Central Park, que nos parece que conservan la prodigiosa magnitud y el misterio de los bosques primitivos, no son mucho más antiguos que los primeros rascacielos; los jardines de Battery Park City, a la orilla del Hudson, los bloques de viviendas con grandes ventanales que miran al río, al mar abierto y al horizonte del oeste, se levantaron no sobre un sedimento de depósitos fluviales milenarios, sino sobre las toneladas de tierra y de roca que hubo que remover hace sólo un cuarto de siglo para excavar los cimientos de las Torres Gemelas. Sobre algunos de los muelles donde atracaban los transatlánticos ahora crecen yerbazales y espesuras de juncos, y los troncos gigantes de los amarraderos abandonados cobran ya un aire inmemorial de árboles fósiles. Almacenes portuarios con ventanas rotas donde hasta hace nada sólo habitaban las ratas se van convirtiendo en galerías de arte, y en el mismo barrio de galpones sombríos y calles empedradas donde hasta hace muy poco sólo había almacenes hediondos de despiece de reses y empaquetado y envasado de carnes —el Meat Packing District— ahora se abren tiendas de lujo, clubes de última moda y restaurantes de diseño futurista, y la música electrónica que sacude los muros de los bares recién abiertos se confunde con el estrépito de los camiones que siguen descargando reses descuartizadas. Ningún simulacro de permanencia amortigua por mucho tiempo la sobresaltada percepción del flujo constante de las cosas, como en esas filmaciones aceleradas en las que se ven nubes corriendo sobre los tejados de una ciudad y el sol levantándose y cruzando el cielo igual que una gran bola de fuego. Caminando por Manhattan se asiste no sólo a la sucesión de los barrios y los mundos, sino también a su modificación permanente, al tránsito de la ruina hacia la prosperidad o del lujo al deterioro, y del mismo modo que cruzando de una acera a otra se pasa de un zoco africano de contrabandistas a una calle moderna, agitada y limpia de financieros coreanos, con la misma claridad caótica se asiste a una demolición y al ascenso vertical de las vigas de un nuevo rascacielos. La tensión del proceso, el flujo de la temporalidad, de la obra en marcha, son rasgos del arte moderno; el cine nos ha acostumbrado a que las historias y los lugares se desplieguen en movimiento delante de nosotros; el cine y la música jazz son las artes que retratan más íntimamente la naturaleza de la ciudad porque en ellas la flecha del tiempo tiene la textura de deliberación e incertidumbre del movimiento de la vida en las calles, y porque nos parece que nos lleva siempre a toda velocidad a un inmediato porvenir sobre el que no sabemos casi nada, aunque nos abandonamos a la resuelta dirección de su impulso. Dos de los musicales más vigorosos que conozco, Forty Second Street y The Band Wagon, tratan justamente del proceso entusiasta y neurótico de creación de un musical. En el cruce de la avenida Amsterdam y la calle 116 la catedral gótica de Saint John the Divine está siendo todavía construida, y la fuerza ascensional de los nervios de piedra se corresponde con la de las grúas formidables que rodean la cúpula inacabada. En una sinagoga decrépita del Lower East Side descargadores chinos menudos y veloces van almacenando cajas de productos importados de Shanghai o de Hong Kong. En la calle Bowery, junto a los últimos hoteles para borrachos terminales que aún sobreviven, ya empiezan a abrirse restaurantes de lujo. Hace años los chinos desbordaron la frontera de Canal Street, y ahora se percibe físicamente su avance sobre las que fueron calles italianas y judías, y los letreros chinos y las pescaderías y ferreterías chinas van subiendo hacia el norte, inundando las fachadas sucias de la Bowery. Grandes carteles de liquidación por quiebra cruzan los escaparates de todas las tiendas de una cadena de perfumerías que hasta hace nada eran la última moda en la ciudad. Las estructuras metálicas de los puentes, sus haces y redes de cables de acero, muestran al desnudo los juegos de fuerzas de su construcción, las violentas concentraciones de energías necesarias para que se sostenga su firmeza. Todo está sucediendo simultáneamente y todo es visible, como las corrientes poderosas y los flujos contrarios de las mareas en las aguas oceánicas del Hudson y del East River, que algunas veces arrastran hacia el mar árboles desgajados de las orillas boscosas. En un teatro de Broadway, bajo el suelo inclinado del patio de butacas, se percibe la vibración de un convoy del metro. El asfalto de las calles tiene jorobas, hondonadas, zanjas cubiertas por planchas metálicas, estrías ásperas sobre las que rebotan los neumáticos de los taxis. Por una brecha entre la calzada y la acera se escapa una columna densa de vapor, como en esos parajes volcánicos donde sólo una corteza frágil impide la erupción de los fuegos centrales de la Tierra. En Central Park, hacia la esquina del sudeste, donde hasta hace una semana hubo un lago bucólicamente rodeado de árboles otoñales que se reflejaban en la lisura del agua, ahora hay un socavón de cieno negro en el que se afanan violentas palas de excavadoras y camiones con remolques. El patio de las esculturas del Museo de Arte Moderno es un solar en obras, y dentro de poco el edificio entero va a ser cerrado para una remodelación que durará años. En Times Square los edificios banales de vidrio y metal reluciente se levantan casi a la misma velocidad a la que cambian las imágenes en los monitores gigantes de televisión, y más o menos con la misma consistencia estética. Torres de cristal con ángulos caprichosos, supermercados de bagatelas electrónicas, letreros deslizantes, pantallas con anuncios o imágenes de noticiarios transfiguran Manhattan en un cruce entre Las Vegas y una babilonia asiática, en un laberinto sin sosiego ni centro, sin más huellas del pasado, salvo el edificio del New York Times, que algún recodo de penumbra y ruina sobre el cual aún no se han abatido las excavadoras. El edificio del Times es un gigante magnífico y sombrío, como una divinidad arcaica, aunque pertenezca a una modernidad todavía reciente, con sus terrazas escalonadas y su gran faro en la cima. Entre la gente que llena las aceras y cruza los semáforos con un desorden de manadas reconozco de pronto a un conocido: un individuo vestido de negro que levanta, con el brazo rígido y extendido, una gran Biblia abierta sobre su cabeza, y en la otra mano lleva un trozo de cartón con un letrero escrito a mano, con tinta roja y caligrafía gótica: El viento del fin del mundo ya está soplando. En la isleta donde se cruzan Broadway y la Séptima Avenida han levantado un escenario unos activistas negros que pregonan la maldad de Israel, vestidos a medias de egipcios de Aida o de Los diez mandamientos y de chulos de putas, con muchos oros en los torsos fornidos, gafas reflectantes y tocados faraónicos. Una mujer vieja, diminuta, despeinada, reparte octavillas con oraciones escritas en pareados y citas del Antiguo Testamento. Un calígrafo chino dibuja con pinceles de acuarelas mariposas y pájaros que se convierten en nombres de personas. En un quiosco donde belicosos titulares proclaman la victoria militar en Afganistán se vende el último número de la revista Hola. En medio de un círculo de gente unos chicos muy jóvenes se contorsionan, giran en el aire apoyándose en una sola mano, dan volteretas imposibles siguiendo el ritmo de una cinta de hip hop que retumba en un radiocasete grande y destartalado como una maleta. Un tipo vestido sólo con unos calzoncillos, sombrero tejano y botas repujadas de cowboy canta y toca una guitarra que nadie escucha entre el ruido del tráfico. En la espalda desnuda y musculosa lleva escrito o tatuado un letrero: The naked cowboy.