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Manhattan es el gran bazar del mundo entero, como lo serían Samarcanda o Bagdad en las rutas de las caravanas que discurrían entre Oriente y Occidente, o Venecia en los tiempos en que sus naves dominaban el comercio del mar y en sus almacenes se atesoraban las riquezas venidas de Bizancio, de la India y de China. Hay algo oriental y persa en Venecia, y hay fulguraciones de Oriente y de Venecia en Manhattan, en las ojivas góticas de ladrillo, en las chimeneas barrocas sobre las terrazas, en los pilones colosales que sobresalen del agua en los muelles abandonados del Hudson, verdes de algas e incrustados de conchas, como las estacas gigantes en los embarcaderos de Venecia. Las pinturas de Sert en el vestíbulo del Rockefeller Center tienen una desmesura barroca y ascensional de frescos venecianos, aunque en la cima de sus puntos de fuga verticales no haya ángeles o alegorías de la Santísima Trinidad sino escuadrillas de aviones y nubes de humo de fábricas y locomotoras. Como en Venecia en sus tiempos de prosperidad, cuando aún no era un parque temático para el turismo ni un refugio exquisito para enfermos de estética, sino una potencia económica mundial, en Manhattan la alianza entre el exhibicionismo del dinero y el lujo maniático de la acumulación ha producido obras maestras de la arquitectura y alentado en grado máximo el esplendor de las artes y la proliferación de tesoros del coleccionismo, traídos desde cualquier parte gracias a la rapiña, al expolio y a la fuerza abrumadora del dólar. Igual que en Venecia, en Bagdad o en Samarcanda, es el comercio y no el amor por la belleza lo que vivifica los vastos mecanismos y el hormigueo de las multitudes de Manhattan. Se vende y se compra lo más pesado y lo más impalpable, la información instantánea en las pantallas de los ordenadores de Wall Street y el futuro adivinado en la palma de la mano o en una baraja de tarot, los diamantes de la calle 47 y las gárgolas de piedra de edificios derribados en las chamarilerías enormes de la Sexta Avenida, las cosechas de los cafetales africanos y las revistas viejas que algunos borrachos rescatan de las papeleras y exhiben ordenadas sobre un lienzo de plástico. En la calle 57, cerca de la esquina de la Novena Avenida, en una de esas tiendas caribeñas de brujerías y hechizos que se llaman botánicas, se vende la miel del amor, que revive el deseo apagado de los hombres, la sagrada piedra de Zamudio, capaz de curar la tristeza del alma y las enfermedades del hígado, la tierra mágica que restregada contra el cuerpo devuelve el vigor a los músculos y las ganas de vivir al espíritu. En el escaparate abigarrado de la botánica, donde todos los letreros están en español, hay santos y vírgenes de plástico que tienen caras oscuras y rizos africanos, y una santa cena en la que Jesucristo y los doce apóstoles son negros. La miel del amor hace que la mujer que se unte la vagina con ella recupere el amor de su hombre, pero también que éste se vuelva impotente si quiere acostarse con otra mujer que no sea la suya. Se cura el mal de ojo y espanto, dice un cartel, se limpian de maleficio casas y negocios, se curan niños, dislocaduras de huesos, alcoholismo, amarre, se evitan separaciones. De pronto un tramo de varias calles entre la Sexta y la Séptima avenidas cobra un aire de selva y de jardín botánico, porque allí se concentran las tiendas de jardinería, los almacenes de árboles, de tierra fértil, de enredaderas y espesuras de bambú. En las aceras reina una penumbra húmeda y el olor poderoso a tierra y a estiércol, y junto a un roble joven con las hojas de cobre hay una palmera tropical de copa fantástica, y un granado y una higuera de verde tan brillante como si acabaran de llegar de los huertos de Damasco. En un primer piso de la calle 28, sobre un taller polvoriento de máquinas de coser y de escribir, se anuncia la compraventa al por mayor de pelo humano. En la acera, según el sol de la mañana va entibiando el aire, se van instalando puestos de bolsos, de gafas, de discos piratas, de zapatos, de zapatos masculinos con hebilla dorada y mucha plataforma y de zapatos viejos ensanchados y cuarteados por el uso. Junto a un cubo rebosante de desperdicios un hombre cubierto con una capucha despliega una mercadería tan pobre que no hay manera segura de distinguirla de la basura que un golpe de viento lleva hacia él: vende libros descabalados, viejos semanarios con la programación televisiva de hace treinta años, botines de niño paralítico, zapatos de mujer con los tacones torcidos y las punteras gastadas, discos de vinilo sin funda a los que les falta algún pedazo, grandes despertadores sin agujas, un pato de goma con la cola arrancada por lo que podría ser un mordisco humano o los incisivos de una rata. El grado más ínfimo de comercio lo vi en una acera del East Village, bajo un mural extraordinario con la cara de Billie Holiday: un borracho había extendido un pañuelo sucio entre sus piernas, y en él había dispuesto, no sin cierta voluntad organizativa, una cuchilla de afeitar desechable, un mechero de plástico al que le faltaba la rueda, el envase de plástico y cartón amarillo de un lote de cuatro pilas alcalinas: con un raro escrúpulo comercial, el borracho había procurado disimular la desgarradura entre el plástico y el cartón por la que se habían extraído las pilas. En un tramo céntrico y degradado de Broadway, entre Madison Square y las proximidades del Empire State, se agranda y se hace más denso y más poblado cada día un mercado callejero que parece un campamento de contrabandistas en una ciudad fronteriza de África o del Asia Central. En el interior de los almacenes se vislumbran montañas de ropas y calzado, de cajas de cartón, de figuras doradas de Buda o elefantes, jirafas e hipopótamos de madera o de plástico. Las caras muy oscuras, las túnicas, las chilabas, los tocados barrocos de las mujeres, que se parecen a los de las pinturas del Quattrocento pero pueden estar hechos con una simple toalla enrollada, no son de Harlem, sino de África, de un zoco de Mali o de Zanzíbar. Los tenderetes de comida no despiden el olor a grasa frita y a levadura quemada de la comida barata americana: difunden entre la gente y los puestos del mercado un humo cálido con olores de especias picantes, de carne de cordero y de plátanos fritos, que se mezclan con los sonidos de tambores y de salmodias musulmanas que brotan de los altavoces. Los billetes muy usados cambian de manos a toda velocidad, pero las lenguas que se hablan no son el inglés ni el español, ni el chino, sino el árabe, o las vocales rotundas de los idiomas de África. Se venden falsificaciones, copias piratas y chapuceras de marcas, abrigos de cuero sintético y zapatos brillantes de plástico, gafas de cristales reflectantes, relojes que brillan en racimos entre las manos oscuras con un fulgor excesivo de oro falso, mecheros, bolsos, alfombras de ciervos o de tigres, aparatos gigantes de música, teléfonos móviles, anillos con piedras talladas, racimos de collares, calculadoras, alfombrillas de oración con pequeñas brújulas incrustadas entre los bordados para encontrar la orientación de la Meca. Junto a las pilas de bolsas de basura que en esa parte de Broadway no parece que se recojan nunca, hay una hojarasca de cajas aplastadas de cartón y de envoltorios de plástico, y la grasa de las comidas picantes se adhiere al sudor de las caras y a la mugre del pavimento, volviéndolo brilloso y resbaladizo. Por las trampillas abiertas de las aceras y en el interior de los portales se ven bolsas, paquetes, cajas de cartón con letreros en chino, montañas de cazadoras, de pantalones, de zapatos, de gorras, de pelucas sintéticas, y todo el mundo habla al mismo tiempo y gesticula rápidamente mirando de soslayo con ojos vigilantes, los ojos grandes y alarmados de la gente que ha venido de los horrores de África, de la miseria y de las guerras en que muchachos de diez años armados con fusiles automáticos y machetes primitivos amputan las manos y las lenguas de sus enemigos. Un poco más arriba, unas calles al norte, termina África y se llega a Corea, pero no la Corea proletaria de las fruterías que no cierran en toda la noche sino la de los bancos, los grandes negocios, los restaurantes prósperos con letreros y menús en alfabeto coreano. Pero si en vez de hacia el norte se deriva hacia el este, hacia la Quinta Avenida, se llega al territorio de los almacenes de alfombras orientales regentados por comerciantes armenios, y a las tiendas enormes de electrónica, postales, camisetas y recuerdos baratos para los turistas, atendidas por dependientes que hablan entre sí en árabe o en ruso o en cualquiera sabe qué lenguas de mercaderes del Asia Central. Más arriba, según se sube hacia el norte, empieza el gran comercio de lujo, el de las tiendas solemnes como templos, custodiadas por guardianes sacerdotales de trajes de Armani y cabezas afeitadas, despejadas como interiores japoneses, con vitrinas blindadas en escaparates del tamaño de una caja fuerte en los que se exhibe un pañuelo de seda, una pulsera de brillantes, más como objetos de culto que como mercancías a la venta. Aquí fluye el dinero expoliado a los países más pobres y corruptos del mundo por latifundistas arrogantes, por señores de la guerra y tiranos parásitos, cuyas mujeres salen de Tiffany, de Takasimaya, de Bergdorf Goodman, cargadas de bolsas con logotipos, seguidas por guardaespaldas, atendidas por chóferes que les abren las puertas de los grandes coches negros. El comercio de las cosas es la savia, la energía incesante de la ciudad, el niágara de tesoros y desperdicios que la alimenta y que circula por ella, que mantiene abiertas veinticuatro horas al día las tiendas de las esquinas, las droguerías, los supermercados ingentes como catedrales donde bajo una luz muy fuerte para resaltar texturas y colores y a una temperatura polar se ofrecen en despliegues de bodegones flamencos toneladas de frutas de cualquier parte del mundo, atunes, peces espada, salmones enteros, acuarios hirvientes de langostas y cangrejos, panoplias de rajas de pescado y de cortes muy rojos de carne, cataratas de solomillos y chuletones enormes: uno se pregunta cómo es posible tanto despilfarro, qué necesidad hay de que un supermercado de ese tamaño esté abierto a las cuatro o a las cinco de la mañana, qué harán con toda esa carne que a las diez de la noche no ha comprado nadie; y también cuánto ganarán esas cajeras pálidas que pasan en vela la noche, esperando a que llegue un solitario a comprarse una chuleta o un bote de mermelada antes del amanecer, cuál será el salario de esos centroamericanos que permanecen la noche entera a la puerta de las fruterías, sentados sobre una caja de cartón, tan sólo para vigilar el género o para vender algo, muy abrigados, con una cara de fatiga y de falta de sueño que vuelven más demacrada las luces de neón. Cada día millones de personas pasan noches sin dormir o se levantan mucho antes del amanecer empujadas por la urgencia de vender algo, viajan durante horas en el metro desde los barrios más lejanos, adormiladas, abriendo los ojos en los frenazos, cruzan los puentes sobre los dos ríos o los túneles excavados bajo sus lechos tramando alguna venta, calculando comisiones o propinas posibles. Con la primera luz del día despliegan pendientes de oro en los escaparates más lujosos, bandejas de pequeños diamantes en las joyerías de la calle 47, montones de relojes apócrifos en cajas de cartón, vacas o cerdos de plástico dotados de alas vibrátiles que dan vueltas en el aire como diminutas figuras de tiovivo sobre los mostradores de baratijas de Chinatown. Sobre las terrazas y las fachadas de Times Square las mercancías se anuncian en paneles electrónicos de alta definición, y veinte metros más abajo, al nivel de la calle, la propaganda se reduce a sus recursos más primitivos, las cantilenas que pregonan los vendedores reclamando la atención del público igual que en un mercado de Babilonia o de Islamabad. Todo está en venta, todo puede comprarse, en cualquier lugar y a cualquier hora, lo mismo la basura que los diamantes, los harapos y los puñados de pelo humano que las pieles de pantera o de oso, una cabeza de terracota etrusca con los ojos pintados en una tienda de antigüedades en penumbra de Madison Avenue que una Barbie coja de una pierna y con la mitad del pelo arrancado que ofrece un borracho en un portal de la Bowery. En Sotheby’s se subastan con discretos murmullos transidos de dinero paisajes de Van Gogh y bronces de Rodin y Picasso y en la calle 14 se pregonan a gritos desde la acera —check it out, check it out!— maletas de treinta dólares y tapices tejidos con fibras sintéticas representando imágenes de cacerías, de playas tropicales con palmeras y de ídolos de la canción melódica dominicana. En Madison y la 36, en la esquina imponente de la Morgan Library (donde se custodian, entre tantos tesoros, un ejemplar de la primera Biblia de Gutenberg y la última factura que Oscar Wilde dejó sin pagar en el hotel de París donde murió), hacia las tres de la tarde, un negro joven y bien vestido saca de la parte trasera de una furgoneta una caja de cartón y la planta en la acera, y sobre ella va poniendo helicópteros de juguete de diversos modelos y tamaños. Hay mucha gente a esa hora en la calle, coches atascados, sirenas de policía y ambulancias que tratan en vano de abrirse paso, pero este hombre no se inmuta, no se desanima, aunque nadie se ha parado todavía a mirar lo que vende. Toma uno de los helicópteros, de color rojo vivo, le da cuerda y lo alza entre las dos manos como si fuera una paloma, y el helicóptero zumba y empieza a subir, cada vez más alto, sobre las cabezas de la gente que no mira y sobre las luces convulsas del camión de bomberos. Asciende como una libélula y el hombre que le ha dado cuerda lo mira subir con una cara muy seria, examinando su comportamiento en vuelo como si fuera un ingeniero aeronáutico que estudia un prototipo, gira la cabeza para seguir su trayectoria, que lo ha llevado hasta la otra acera de Madison. Poco a poco el helicóptero da la vuelta, regresa, el vendedor lo atrapa al vuelo, lo acoge entre las manos como un pájaro al que temiera hacer daño y lo pone sobre la caja de cartón, satisfecho de su funcionamiento, resignado a que nadie mire, nadie más que yo se detenga a examinar siquiera un instante los bellos helicópteros en colores tan vivos que están alineados ante él como en un helipuerto. Si un comerciante sale a la calle a vender helicópteros de juguete que vuelan sobre el tráfico y luego vuelven dócilmente a sus manos será porque habrá alguien que quiera comprarlos, porque está visto que siempre hay compradores para cualquier cosa, pobres y ricos, fracasados de la Bowery o plutócratas sudamericanos, jeques del petróleo y genocidas impunes con cuentas numeradas y cajas de seguridad en los sótanos de los bancos más poderosos de Manhattan. En una galería del Soho se venden dibujos y grabados exquisitos de Alex Katz —mujeres de ojos oscuros y labios rojos, ventanas iluminadas en la noche, estanques en los que se reflejan tallos de bambú— y en Times Square un pintor chino de paisajes de colores eléctricos se sienta apaciblemente en un taburete plegable junto al panel de aglomerado en el que ofrece sus obras a la consideración de la gente que pasa camino de los teatros. En las cinco o seis plantas de la tienda ABC, en Broadway, cerca de Union Square, se vende una variedad inabarcable de objetos bellos y raros, lámparas de cuentas de cristal, esculturas de madera de monjes tibetanos, bancos de jardín que son grandes troncos nudosos sin desbastar, telas de ricos pliegues como cortinajes o vestidos venecianos, antiguas camas chinas que tienen celosías como de palanquines, panes inmensos recién hechos que huelen a horno y a trigo, grandes caballos de madera al galope que pertenecieron a tiovivos de otro siglo, cuadernos con las tapas flexibles de cuero y hojas de un color y un aroma como de paja muy tostada por el sol, escritorios de oficina y sillas giratorias de los años treinta, todo con un punto de elegancia excéntrica, de belleza austera y sólida, como la de las anchas columnas de hierro que sostienen los techos, las escaleras industriales que llevan de una planta a otra y las planchas de madera sin pulir de los suelos. El comercio es la trepidación y la corriente eléctrica de la ciudad, la fuerza que vibra en los camiones que cruzan los puentes y que anima a tantos hombres y mujeres que suben a la calle por las escaleras sucias y empinadas del metro. Por la Sexta Avenida, hacia la calle veintitantos, se ve una palmera más alta que los semáforos que parece avanzar sola entre la gente, y que está siendo transportada con esfuerzo inhumano por dos indios menudos del Yucatán o de las serranías andinas. En una antigua sinagoga abandonada del Lower East Side hay un raro almacén tibetano de embutidos y de animales disecados o momificados, monos, cabras, yaks. Muy cerca, en la calle Essex, al fondo de la cual se ven las magníficas ojivas de hierro pintado de azul del Manhattan Bridge, hay tiendas abigarradas y polvorientas de objetos litúrgicos judíos, candelabros de siete brazos, cuernos rituales que se tocan para señalar el final del Yom Kippur, la fiesta de la expiación, cofres cilíndricos para guardar pergaminos de oraciones, tarjetas de invitación de bodas con una estrella de David dorada en la cartulina, kipás bordadas, rótulos con letreros en hebreo, y todo parece haber llegado allí hace mucho tiempo y después de una peregrinación accidentada y a tumbos por bodegas de barcos y almacenes portuarios. En el Lower East Side, en la calle Ludlow, quedan tristísimas tiendas de tejidos atendidas por judíos ortodoxos, almacenes tan rancios y umbríos como los de esas ciudades españolas de provincia en las que sobrevive melancólicamente un comercio residual cuya clientela se ha ido muriendo con el tiempo sin que cambien apenas las modas anacrónicas de los escaparates o los mobiliarios de madera oscura detrás de los cuales aguardan en vano dependientes envejecidos y pálidos. En un puesto del Soho un hombre ofrece a gritos criaturas que crecen dentro del agua: en botellas de plástico de tamaños cada vez mayores hay bultos verdosos que se parecen a esas lagartijas o serpientes que se conservan en alcohol. Las criaturas que el hombre vende son pequeñas, viscosas, modeladas con un detallismo más bien repulsivo, y vienen en bolsas con etiquetas llamativas, con instrucciones en chino y en inglés. Uno sumerge en una botella de agua un ratón diminuto, una cucaracha, una lagartija, y al principio no ocurre nada, pero poco a poco la criatura va creciendo, según el agua empapa esa especie de goma porosa de la que está hecha, y poco a poco la criatura se expande, su cabeza asciende como buscando una salida hacia el cuello de la botella, sus ojos se hinchan, sus patas con ventosas se adhieren al interior del plástico transparente, y por fin el bicho llega a ser tan gordo, tan blando, tan rugoso, que ocupa el volumen de la botella entera, adquiriendo monstruosamente su forma. En una calle silenciosa de Chelsea, con glicinias en las fachadas y ginkgos de hojas amarillas en las aceras, hay una tienda tenebrosa de objetos sadomasoquistas que muestra en el escaparate una chaqueta con correas parecida a una camisa de fuerza, un carrito de inválido con correas y hebillas sospechosas en los brazos, una panoplia de látigos, esposas y grilletes, el maniquí de una enfermera con bata de cuero negro y botas negras de puntera metálica y clavos en las suelas. Tras el cristal hay, mirando hacia la calle, un hombre muy gordo con la cabeza afeitada, un chaleco de cuero, el torso hipertrofiado por la gimnasia y los anabolizantes, los brazos musculosos y desnudos llenos de tatuajes. Se me queda mirando, me saca la lengua y la tiene atravesada por un clavo.