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De un lado a otro me parece que voy sin más destino que encontrar objetos íntimos de pasados lejanos, reliquias de vidas que se extinguieron hace cincuenta años o un siglo o cinco mil años, salvadas tenazmente del tiempo. Las cosas comunes que nos rodean durarán más que nosotros, dice Borges: No sabrán nunca que nos hemos ido. Manhattan es un itinerario de cosas dejadas atrás por los muertos y salvadas por una posteridad que para ellos sería inconcebible. En los mercadillos del domingo, que surgen en algunas encrucijadas de la ciudad como zocos de nómadas en los cruces de caminos del desierto, están las ropas y los muebles, los cuadros, los espejos, los percheros, las tazas melladas, los álbumes de estampas, las fotografías que atesoraron los muertos y que después han ido a dar a ese gran río o vertedero de las antigüedades de poco valor, las que no merecen el privilegio de un escaparate o de un catálogo y en muchos casos se disciernen con dificultad de la simple basura abandonada. En la New-York Historical Society, que es un museo tranquilo, anticuado, con buenas salas de lectura y público escaso, hay una exposición sobre las flophouses de la calle Bowery, los hoteles para mendigos y borrachos terminales. Junto a las fotos de algunos de los muertos en vida que aún rondan por el vecindario hay objetos reales que pertenecen a ese mundo, y que tienen una presencia hosca en las salas del museo: un letrero escrito a mano que señala el camino de las escaleras, una máquina grande de café cariada de herrumbre, cubierta por una grasa que se ha ido acumulando a lo largo de muchos años, a causa de las muchas manos mugrientas que la han tocado, de las ropas inmundas que se han rozado con ella. Pero lo más sórdido, lo que da más miedo, son unas cuantas maletas apiladas, viejas, con los cantos gastados, abolladas, con los remates metálicos oscurecidos de óxido, que fueron dejadas en las habitaciones de la Bowery por clientes que se marcharon sin pagar o que desaparecieron para siempre sin que se supiera nada más de ellos, muertos de frío en un portal en una noche de borrachera, atropellados por un camión y llevados agonizantes a un hospital donde nadie los identificó y nadie vino a recoger sus cadáveres, acuchillados en algún callejón. Ahí siguen, las maletas viejas, las maletas cerradas al cabo de tantos años, guardando quién sabe qué olores, qué harapos y residuos o indicios de vidas que se hundieron en el alcohol o la locura y se borraron del mundo tan inadvertidamente como una hoja arrastrada por el viento otoñal cae por la reja de una alcantarilla y es engullida por las aguas fecales. Las maletas de los muertos tienen un aspecto de ataúdes, cada una convertida en única tumba y la lápida sin nombre de quien fue su propietario, quien la arrastró de un hotel miserable a otro todavía peor, y la usó como almohada para dormir en alguna estación o en un banco del parque. Ahora, en la New-York Historical Society, en una esquina de la sala que es una larga galería de fotos de fracasados, de hundidos, de locos, de borrachos, de yonquis, miembros del mismo linaje que sigue viviendo y muriéndose en las oquedades más lóbregas de Manhattan, esas maletas se exhiben como cofres, como los sarcófagos del Metropolitan, guardando tras las cerraduras oxidadas el secreto de sus olores a sudor viejo y a mugre rancia, manchas de vómitos y quemaduras de cigarrillos, los mismos olores que dejarían sus dueños al caminar despacio por las aceras de la Bowery, ensombrecidas durante muchos años por los raíles del tren elevado, al entrar en una tienda de licores llevando en la mano sucia el puñado exacto de monedas necesarias para comprar una botella de licor barato.