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El viento loco llega un día y se apodera de todo. El viento viene del Hudson con su trayectoria quebrada por las esquinas y los murallones de los rascacielos y arranca las hojas amarillas, las alza en torbellinos de confeti sobre la calle y las hace chocar contra las ventanas y colarse por las puertas giratorias en los vestíbulos de los edificios, que tienen así, sobre las alfombras o los suelos muy pulidos de mármol, un muestrario de las hojas del otoño, sobre todo las de las acacias, que son las más pequeñas y las más numerosas y ya estaban plenamente amarillas y sin embargo permanecían en las ramas, detenidas en un punto de equilibrio frágil, casi imposible, desbaratado en unas horas por la irrupción del viento, que levanta también las faldas de las mujeres y les echa el pelo sobre la cara y se lleva consigo, en una espiral vertiginosa de ascenso, una doble hoja del New York Times, que asciende como un ala delta por encima del tráfico, de las farolas, a la altura de las ventanas más altas, y se ve por último diminuta y casi perdida chocando contra un templo de Vesta que hay sobre un edificio de terrazas escalonadas, y que oculta tras el círculo de sus columnas un depósito de agua. Es el viento que les arrebata los globos a los niños, el que lo asalta a uno como un lunático invisible a la vuelta de todas las esquinas, el que exaspera la prisa y el aturdimiento de las confusas muchedumbres bajo los carteles luminosos y las pantallas gigantes de televisión de Times Square. Remolinos de hojas de acacias vuelan sobre las aceras entre las piernas de la gente y chocan contra los parabrisas de los taxis, que están pintados de un amarillo idéntico. El viento le arranca a un homeless los harapos en que se envolvía y el trozo de cartón en el que contaba su desgracia y derriba el tenderete con pequeñas cartulinas llenas de dibujos de flores y pájaros que exhibía un calígrafo chino en la esquina de Broadway y la Séptima Avenida. Un vendedor callejero se apresura a recoger los libros de cuarta o quinta mano que el viento ha tirado al filo de la acera, entre hojas de acacias y restos de comida y vasos y recipientes de plástico y servilletas de papel manchadas de mostaza que el mismo remolino había esparcido al volcar un contenedor de basura demasiado lleno. El viento aturde la cabeza, llega de frente y uno se encorva para resistirlo pero de pronto lo ataca por la espalda. Parece que soplaba desde el Hudson y un instante después se ha dado la vuelta y viene desde el East River, retorciendo los arbolillos en las terrazas escalonadas de los edificios, doblándolos como olivos de Van Gogh azotados por la fuerza del mistral, que le arrancaría al pintor el sombrero de paja de la cabeza y volcaría el caballete con un lienzo a medio pintar, los trazos cremosos y vibrantes del óleo todavía fresco, manchado irreparablemente de tierra. Como la figura de un misántropo al fondo de un cuadro de Van Gogh huye uno del viento por las aceras de Manhattan, baja las escaleras del metro y las hojas amarillas se le enredan en los pies, sube en el ascensor hacia el abrigo hermético de su apartamento y en el pasillo también hay hojas que han logrado llegar hasta allí y se han quedado exánimes como por un esfuerzo excesivo, como criaturas invasoras que se adelantaron demasiado a la marea rezagada de sus semejantes. Tras la ventana, sedentario y tranquilo, veo a un cuarteto de cuerda que ensaya con perfecta indiferencia en el aula ya iluminada de la Juilliard School, mientras en la acera el viento retuerce las copas de las acacias jóvenes y les arranca una por una las guirnaldas amarillas de sus hojas.