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El arte enseña a mirar: a mirar el arte y a mirar con ojos más atentos el mundo. En los cuadros, en las esculturas, igual que en los libros, uno busca lo que está en ellos y también lo que está más allá, una iluminación acerca de sí mismo, una forma verdadera y pura de conocimiento. A la gente que pasa por la calle la imaginación le superpone esta tarde el recuerdo de los caminantes de Alberto Giacometti, las figuras delgadas y altas, inclinadas en una austera sugestión de movimiento, exacto y sin énfasis, real y sin la menor sombra de ilusionismo. Lo que le pide uno al arte es la revelación de una máxima intensidad de la experiencia, reducida a sus elementos más puros, condensada en el espacio y en el tiempo, material y simbólica, tangible como una moneda, ilimitada como ella en sus posibilidades. Un hombre alto y flaco pasa por la calle, perfilado contra el cristal del café y el fondo de los taxis amarillos y la gente atareada, y esa figura no me sería tan poderosamente perceptible en su singularidad si no hubiera visto hace unos días en el Museo de Arte Moderno la gran exposición de Alberto Giacometti. Los brazos ligeramente balanceados, el eje vertical del cuerpo gravitando un poco hacia delante, mientras una pierna se flexiona para dar un paso y la otra, retrasada, impulsa el movimiento apoyando el talón, ejerciendo la fuerza muscular sobre el plano del pavimento, que puede ser una peana de bronce y también la acera sucia de la avenida o el asfalto desigual de la calzada. La figura de Giacometti parece haber reaccionado instintivamente a la señal de WALK que se ve en el semáforo al otro lado de la calle, y que actúa sobre el cuerpo como una descarga eléctrica, como la orden que el cerebro transmite a los músculos para que pongan en marcha el mecanismo de un paso: un solo paso, aislado de todos los demás, único e idéntico, el paso que se vuelve mineral y eterno en la escultura, cifrado como en un jeroglífico egipcio, como en el garabato de un ideograma chino. Los pies de los caminantes de Giacometti se apoyan en la base de bronce como anchos tocones de olivos, como si se prolongaran en raíces de consistencia mineral. Las figuras, tan ligeras, gravitan sobre el plano horizontal del suelo con sus pies enormes, y eso les da una firmeza paradójica, una majestad definitiva de estatuas egipcias, de troncos de árboles fosilizados, con algo de estalagmitas y de esos montículos de barro de las termiteras. La superficie abrupta de las esculturas parece lava o escoria cuando se acerca uno mucho a ellas, y también contiene las huellas literales de los dedos del escultor moldeando el modelo en arcilla. En el arte moderno la obra terminada muestra el proceso que ha llevado a ella, revela en su misma forma las vicisitudes y los episodios materiales de su ejecución. Como en las metamorfosis mitológicas, en las que una mujer que huye se convierte en laurel para escapar a la lujuria de un dios, o en un bloque de piedra, como Eurídice cuando Orfeo se vuelve para mirarla, cada escultura de Giacometti contiene metamorfosis sucesivas, estados graduales de la materia, que ha sido barro o cera y se convierte en bronce y cobra vida y se mueve pesadamente como un Golem y parece que se ve desde muy lejos, diminuta en la distancia, apenas más alta que una cerilla, y sin embargo también está inmóvil, fijada para siempre en una ficción de movimiento, o en un éxtasis de quietud absoluta, de esa forma de quietud que sólo tiene la escultura más antigua: un caminante o un escriba o un faraón egipcio, un Apolo griego arcaico, un auriga etrusco, una diosa mesopotámica o cretense, con pechos fértiles y caderas ensanchadas para la maternidad, con las rodillas juntas y el regazo dispuesto para sostener una criatura o recibir una ofrenda. Para alcanzar su maestría el arte de Giacometti atraviesa las edades, y él mismo se convierte en alfarero, en fundidor, en herrero neolítico, y su cabeza tiene el aire absorto y misántropo que corresponde a la posición entre de proscrito y de brujo que tenían los herreros en las culturas primitivas, pues profanaban la tierra y manipulaban el fuego y forjaban herramientas dotadas de poderes terribles. Y esas figuras parece que vienen desde lo más hondo del tiempo y de la experiencia humana, sus severas mujeres estáticas y sus hombres errantes, los más antiguos de todos, los australopitecus que empezaron a caminar erguidos hace tres millones de años, los nómadas que dejaron sus huellas fósiles en las cenizas de un volcán de África, los dignatarios egipcios tallados en madera que caminan apoyándose en un bastón, y luego el viajero que se perdió en los hielos de los Alpes y fue exhumado intacto en un glaciar al cabo de cinco mil años: alto, flaco, membrudo, como los caminantes egipcios y los de Giacometti, con un carcaj de flechas y unas sandalias de piel rellenas de paja para mantener los pies calientes sobre la nieve, viajando quién sabe desde dónde y camino de dónde, dicen que tal vez en busca de los yacimientos de pedernal del otro lado de los Alpes, la piedra negra y sagrada de la que brotaban las chispas del fuego. Pero los años en que Giacometti empezó a modelar esas figuras son también los de las grandes deportaciones y peregrinaciones de Europa, las migraciones de los desplazados por las guerras y por el fanatismo de las fronteras, de los fugitivos de Hitler, de Stalin, de Franco, de los que eran forzados a marchar por los caminos de Polonia o de Rusia, flacos y exhaustos como espectros, abatidos por los golpes y los disparos de sus guardianes o por la pura extenuación. Una escultura de Giacometti es un brazo que termina en una mano abierta, crispada como en una petición de auxilio, o en un gesto de adiós para siempre, una mano y un brazo amputados de un cuerpo que no está. En ese antebrazo de bronce no nos sorprendería descubrir la inscripción de un número. Otra figura es la de un hombre que cae, que se está empezando a desplomar, aunque todavía permanece de pie, pero ya se le dobla la espina dorsal, y la cabeza está empezando a hundirse entre el arco de los brazos que se levantan como buscando un asidero en el aire. Se está desmayando, o caminaba tan agotado, tan ido, que acaba de tropezar con esa lentitud que tiene el tiempo cuando pierde el equilibrio y ve con estupor que está cayéndose. O tal vez ha recibido un disparo, por azar, o delante de un pelotón de fusilamiento, y el último segundo de su vida —las rodillas flojas, la cabeza abatida, los brazos sacudidos por el impacto— tiene ya una duración de eternidad.