49

Arqueología minuciosa de la pobreza: en el corredor oscuro de la casa de vecindad que ahora es el Tenement Museum hay un retrete preservado tal como era hacia 1930, un cubículo con una taza marcada indeleblemente por las heces y los orines de generaciones de pobres que la compartieron, y junto a ella, en la pared, un gancho con hojas de periódico cortadas en rectángulos iguales, hojas amarillas de un diario de hace mucho tiempo, no se sabe si retirado ahora de una hemeroteca para satisfacer un escrúpulo de autenticidad o conservado desde la época en que el retrete dejó de usarse. Da la impresión, viendo la puerta del retrete entornada, en el corredor iluminado por una sola bombilla, de que uno también percibirá el olor que habría aquí hace ochenta o cien años, el hedor que se volvería sofocante en los días de verano. Pero el retrete no huele, incluso hay un cartel que advierte que está fuera de uso, y que los visitantes pueden aliviarse en un baño moderno instalado en la planta baja, disimulado oportunamente para que no rompa el ambiente de época. Hasta qué límite puede llegar la obsesión de reconstruir un mundo perdido, de rescatar todas las cosas que fueron habituales y sin embargo al cabo de un poco tiempo se han vuelto tan raras como monedas valiosas de la antigüedad. Las cosas que usaban los pobres, las cajas de cerillas, las hojas de periódico cortadas y clavadas en un gancho, el mismo gancho herrumbroso que hay en la pared y que no se sabe si es el que hubo aquí siempre, o si se lo ha traído de un derribo en otro lugar, o si es un gancho nuevo que ha sufrido un proceso artificial de oxidación. En uno de los apartamentos los arqueólogos han ido desprendiendo cada una de las capas de papel pintado que cubrieron sucesivamente las paredes, tapando grietas, desgarrones, las manchas de humedad o de humo de velas y luego de mecheros de gas, las huellas de las manos sucias, los monigotes de los niños. Una por una como si fueran delgados estratos geológicos, como los anillos de árbol que cuentan y estudian los expertos en la tabla de una pintura flamenca, los arqueólogos han ido levantando, en un rincón de una pared, exactamente veintisiete capas de papel pintado, y en cada una de ellas han estudiado los dibujos o las baratas filigranas que lo adornaban, y han analizado con procedimientos de extremada agudeza científica los residuos adheridos a la superficie del papel, la negrura del humo del gas y varias capas más hondas la del humo de las velas, y por fin la de los candiles de aceite que alumbraban de noche las vidas de varias generaciones de emigrantes que se hacinaron aquí. Pero muchas de esas sombras también han sido identificadas, y se han podido restablecer sus genealogías: nombres judíos, italianos, alemanes. Fechas de nacimientos y de muertes, de muertes tempranas y usuales de niños, de los cuales tres de cada diez morían en la semana posterior al parto: todo guardado en los archivos insondables de la ciudad, en cámaras de piedra maciza que están ocultas en los pilares del puente de Brooklyn. Esta casa de fachada vulgar de la calle Orchard, igual a tantas en el Lower East Side, se nos vuelve tan densa de presencias como un castillo gótico. En 1874 una mujer alemana cuyo marido desaparece de los registros sin explicación, entre un censo y otro, declara que no sabe nada de él desde hace ocho años y solicita que se le declare oficialmente muerto. La mujer ha mantenido a sus tres hijas y a su hijo trabajando como costurera: en una habitación oscura del apartamento, junto a una llama que parece de gas, movediza y amarilla, hay patrones y vestidos hechos por aquella mujer, y está la máquina Singer en la que probablemente trabajó, sobre una mesa en la que se ven agujas y alfileres clavados en acericos y pequeñas cajas de cartón con botones y broches, como los que había en el costurero de mi abuela cuando yo era pequeño, cuando me quedaba mirando con fascinación y miedo la forma negra y rara de la máquina Singer, parecida a una escultura de animal, negra y dorada, con dibujos de esfinges egipcias, con su cabeza de ciervo o becerro que acababa en una aguja tentadora y amenazante, y con la rueda que hacía subir y bajar la aguja, siempre a punto de clavarse en un dedo. Esta mujer tenía cuarenta y ocho años cuando solicitó su declaración de viudedad: los investigadores han encontrado una foto suya, justo de ese año, y cuando la guía de nuestra visita nos la muestra vemos la cara de una mujer vieja, con el pelo blanco recogido en un moño, la cara seca y la boca sumida, la nariz aguileña, un vestido negro que le llega hasta la barbilla y que tiene algo de mortaja anticipada. Según su certificado de defunción, que también se conserva, la mujer murió diez años después, a los cincuenta y ocho, pero en esa foto es como si tuviera ya ochenta, como si la vejez, la amargura y el trabajo, las horas sin fin en ese cuarto oscuro junto a la llama del gas, la hubieran devastado hasta convertir su cara en una cruda máscara de decrepitud. Siguieron buscando, rastrearon archivos, libros de registro, avanzaron una generación tras otra hasta llegar al presente, y dieron por fin con el biznieto o tataranieto de aquella mujer muerta y olvidada entre la muchedumbre de existencias oscuras, en el hormigueo de vivos y muertos del Lower East Side: el único descendiente seguro de aquella mujer resulta ser, nos cuentan, un agente de bolsa de Wall Street, un hombre próspero, muy activo en los negocios, que tiene una casa en Long Island y nunca había imaginado que su origen estuviera en este apartamento de la calle Orchard. Qué habrá sentido cuando le enseñaran esa foto, en la que tal vez reconoce un rasgo de su cara o de la de alguno de sus hijos, cuando entrara por primera vez en el vestíbulo siniestro de la casa de vecinos y subiera por los peldaños angostos y empinados por los que tantas veces subiría a tientas, y cada vez con más dificultad, su bisabuela o tatarabuela, esa mujer desconocida y remota sin la cual él no estaría ahora en el mundo. Basta retroceder un poco en el tiempo y en las generaciones para encontrarse perdido en la oscuridad absoluta: sólo los genes recuerdan, las proteínas tenaces y exactas del ADN, la espiral doble repetida en cada una de mis células que me vincula con un linaje de campesinos renegridos y tenaces de hace siglos y también con algún hombre o mujer de dentro de cien años que no tendrá noticia de mi existencia y sin embargo mirará o ladeará la cabeza de una forma parecida a la mía, o repetirá en sus manos el dibujo de las mías. Fuera de la casa agobiante de la calle Orchard es un mediodía de sábado, en octubre, con una luz clara de presente, pero la oscuridad del pasado y de las caras de los muertos, la voz de la señora italiana que murió en Brooklyn hace sólo un año, son más reales que las presencias vivas que se cruzan conmigo, y las calles soleadas y desiertas se llenan de los fantasmas de las multitudes que se ven en las fotos de hace cien años. Por el Lower East Side, revividos por el conjuro fatal de los aniversarios, se pasean también este otoño los fantasmas de Julius y Ethel Rosenberg, que tuvieron su apartamento en una casa de vecindad y en una calle que ya no existen, que fueron detenidos y acusados de espionaje hace ahora cincuenta años justos.