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En el Lower East Side las vidas de personas que nunca conocí y que no tienen nada que ver conmigo se me vuelven tan próximas como si yo pudiera recordarlas, como si fueran las de los parientes gradualmente borrosos en el tiempo que forman mi genealogía. Al otro lado de la ciudad, más arriba del Upper East Side, en la frontera del Harlem hispano, hay un museo anticuado y bastante solitario en el que se pueden ver el dormitorio, el vestidor y el cuarto de baño que había hacia 1900 en la mansión de la familia Rockefeller en la Quinta Avenida. En Manhattan caben todos los mundos posibles, y todos los pasados y todos los presentes, igual que dice Don DeLillo que en sus calles se escuchan simultáneamente todos los ruidos que han trastornado la ciudad desde que fue fundada en el siglo XVII. En el Lower East Side, en la calle Orchard, hay un edificio que es el museo de las vidas de los emigrantes más pobres, y en él se conserva un retrete estrictamente contemporáneo del baño principesco de los Rockefeller, una tabla con un agujero en un cuartucho sin luz, y se puede ver una cocina estrecha y con un ventanuco que da a un pozo ciego más que a un patio interior, y que servía cada noche de dormitorio a cuatro personas, y cada mañana de cuarto de aseo, aunque, todavía en los años treinta, sólo contaba con un grifo de agua fría. Los otros museos de la ciudad están hechos con las reliquias de los triunfos, con los frutos del saqueo y de la opulencia de los ricos. La mirada estética favorece el engaño al detenerse sólo en la belleza de las cosas, al aislarlas en un reino autónomo por encima del espacio y del tiempo, de las circunstancias materiales que envolvieron en su origen a la obra de arte y de las peripecias de su transmisión. Los Velázquez, los Rembrandt, los Vermeer, los Tizianos de la colección Frick, atestiguan crudamente la riqueza de aquel magnate del acero y de los ferrocarriles, son los testimonios arrogantes de su poderío, como su palacio de la Quinta Avenida, y también de las tremendas fuerzas industriales que horadaron minas y túneles y arrasaron bosques y envenenaron los ríos y el aire, y de la dominación despótica de los empresarios sobre los trabajadores, sobre los mineros llegados de los lugares más pobres de Europa que trabajaron por salarios miserables, durante jornadas inhumanas, para que el señor Frick y el señor Carnegie amontonaran sus fortunas. Los tesoros que me conmueven tanto en la Biblioteca Morgan, una partitura autógrafa de Mozart o de Gustav Mahler, una carta de Oscar Wilde, un dibujo sobre papel rayado de Van Gogh, proceden igualmente de la especulación financiera, de la prodigiosa cualidad multiplicadora del dinero, que llueve en ríos de oro en las manos del que lo tiene todo y elude tortuosamente a quien no posee nada, a quien debe trabajar horas y días sin descanso y vidas enteras para ganar una parte infinitesimal de lo que él mismo ha producido para beneficio del poderoso. Para comprender la realidad abismal de la injusticia y de las desigualdades sociales no hay que leer El Capital, ni siquiera las páginas breves y vehementes del Manifiesto Comunista: basta comparar el agujero negro en el retrete de la calle Orchard con el cuarto de baño de los Rockefeller, o visitar primero la Biblioteca Morgan o la Frick Collection y tomar un taxi hasta el Lower East Side, y pagar nueve dólares por una visita guiada de menos de una hora al museo de los tenements, las casas de vecindad donde a principios del siglo XX había una densidad de población superior a la de Calcuta, y un índice de mortalidad infantil parecido al de las ciudades medievales. Aquí se indaga, se restaura, se cataloga, se conserva, con un máximo de solvencia técnica, con la curiosidad exigente de la arqueología, lo que desaparece más fácilmente y no deja ninguna huella, ninguna reliquia perdurable, las vidas cotidianas de los pobres, de los emigrantes judíos o italianos llegados a Nueva York en las grandes oleadas del cambio de siglo. En la biblioteca del señor Frick hay sillerías italianas del siglo XVI y cuadros de Gainsborough, entre ellos el retrato vaporoso y sensual de lady Hamilton, que tiene en las mejillas un color sonrosado de juventud o de fiebre: en el comedor diminuto de la familia italiana que vivió en el tercer piso de ese tenement de la calle Orchard hay un almanaque en colores desleídos de una Madonna, y junto a él un retrato del presidente Roosevelt, que parece más bien una estampa de santo, de patrón bondadoso de los pobres, como el San Antonio de Padua que está en la pared de la habitación contigua, la cocina lóbrega donde la mujer de la casa no paraba de atarearse todo el día, de fregar y limpiar, de cocinar platos de pasta, de llenar y vaciar la pequeña bañera que apenas cabía entre el fregadero y la pared y que servía únicamente para el aseo semanal de los niños, porque un adulto no cabía en ella. En la alacena de la cocina, que es de madera y tiene una rejilla de alambre como las alacenas en la casa todavía campesina donde tuvimos nuestro primer televisor, se conservan, alineados como los jarros de bronce o las estatuillas egipcias del Metropolitan, las cajas de lata o de cartón que contenían los alimentos de una familia italiana emigrada, latas de aceite de oliva con ilustraciones alegóricas en colores vivos y cajas de azúcar, de cacao, botes de conservas en los que se guardaban las monedas sueltas, los centavos ínfimos del ahorro y la estrechez diaria. En el suelo está la caja de herramientas del hombre de la casa, el joven siciliano que emigró clandestinamente hacia 1919 y se buscó la vida como carpintero ambulante por las calles superpobladas y ruidosas del barrio, sin conseguir nunca, en más de veinte años, un trabajo regular y un sueldo fijo, apenas logrando eludir el hambre en los peores tiempos de la Depresión. Pero el hombre no se desanimaba nunca, recordaba su hija, una señora que murió octogenaria el año pasado, en Brooklyn, y cuya voz se escucha, la voz cercana y abstracta, la voz de una mujer real y de un fantasma, en una grabación que forma parte del repertorio de la visita. Con trozos de madera y alambres recogidos por la calle el padre les hacía juguetes a ella y a sus hermanos. Les animaba a no estar ociosos nunca, dice la voz, la presencia invisible de la mujer en las habitaciones de su infancia, a aplicarse en la escuela y hacer cada noche los deberes en la mesa de la cocina, sobre el hule que yo toco con mis manos. Jugaba con sus hijos a las cartas y al dominó las tardes de domingo, en los inviernos tan duros en que toda la familia se congregaba en torno a la estufa de la cocina, el único lugar caldeado del apartamento. En la ventana de la habitación que da a la calle, a los edificios de ladrillo rojo con escaleras de incendios, el padre instaló unas cajas alargadas de madera, estrechas como cajas de dominó, en las que la madre sembraba geranios y plantas trepadoras, flores de colores limpios y fuertes que le recordaban el huerto familiar de Sicilia, de donde salió cuando era una niña para venir a Norteamérica, y adonde no volvió nunca. Añoraba siempre su vida y a su familia de Italia y en la radio que compraron con muchos apuros cuando el padre tuvo por fin un trabajo seguro —en un astillero militar, durante la guerra— escuchaba siempre música italiana que le hacía llorar sin consuelo mientras se atareaba en la cocina, fregando, sacando brillo a los pobres metales de su ajuar, no en vano los vecinos la llamaban, dice su hija con orgullo, «Shining Rosaria», Rosaria la resplandeciente, o la relimpia, que tenía su casa como los chorros del oro, según dirían las mujeres de mi familia, que también batallaban desde antes del amanecer hasta la noche limpiando, cocinando, deleitándose en una forma franca y popular de belleza doméstica a pesar de la penuria. La voz de la mujer que ahora también ha muerto, la hija de Rosaria, va nombrando cosas que yo descubro ante mis ojos, en el cuarto estrecho donde nos agrupamos en silencio los quince visitantes que se admiten como máximo en cada recorrido del Tenement Museum: algunos de ellos hijos o nietos, descendientes de mujeres como Rosaria, de carpinteros sicilianos que irían por estas calles con su caja de herramientas al hombro, pregonando su oficio con cantilenas en dialecto. Hay una foto de los abuelos que se quedaron en Italia, con una torva melancolía en sus caras de muertos antiguos, en sus facciones de pobreza e intemperie rural; hay una mecedora pequeña que el padre hizo para ella, su hija pequeña, torneando la madera con pericia exquisita, con un gusto austero y práctico, con volutas que sugieren la curvatura de un capitel clásico. Sobre la mecedora hay una toquilla de lana rosa, que perteneció a la madre, a Rosaria la Limpia, y que su hija legó al museo antes de morir, cuando los historiadores que trabajan en él consiguieron localizarla en un hogar de ancianos de Brooklyn. Todo tiene un aire de haber sido amado y vivido hasta ayer mismo, y también de pertenecer a una época remota, cuando este edificio hormigueaba de vecinos, de niños gritando por las escaleras, de peleas en dialecto siciliano, en yiddish, en ruso, en polaco, cuando la calle estaba llena de vendedores ambulantes, de carros tirados por caballos, de toda la espesura humana de gueto y de zoco que se ve en las fotos de principios de siglo y se encuentra en tantos libros que recuerdan esos tiempos, en una novela terrible, sobre todo, tan agria que yo nunca he logrado concluir su lectura, y que ahora cobra delante de mí una realidad material que la vuelve más opresiva, Llámalo sueño, de Henry Roth.