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En el café la vida es descansada y lenta, barata, casi gratuita. Sobre un aparador hay una jarra de café flojo, de la que uno puede servirse tanto como quiera, y otra de leche caliente, y junto a ellas hay azucarillos, cucharas de plástico, servilletas de papel, termos de agua caliente y cestos con bolsitas de té. También hay periódicos del día, que uno puede comprar o leer gratis, o leer el periódico que alguien haya dejado en una mesa al marcharse, de modo que hasta esos setenta y cinco centavos del New York Times se los puede uno ahorrar, cosas todas inauditas en una ciudad en la que se paga por todo, que está prodigiosamente organizada para succionar dinero, con esa eficacia instantánea con que succiona automáticamente orines y excrementos el retrete de aluminio de un avión. La simpatía obsequiosa del comerciante se convertirá en menos de un segundo en gélido recelo si surge el más leve contratiempo con la tarjeta de crédito. A mí me dicen la frase ritual, seca, hasta agresiva, que me degrada de cliente a paria, de huésped bienvenido a posible estafador —your card has been declined— y me sube un escalofrío por la espina dorsal, y me siento de antemano arruinado y culpable. El café es uno de los pocos lugares en los que no existe ese peligro. El café es un sitio abrigado en el que se está tranquilo, en el que nadie me va a echar de la mesa que ocupo ni a reprocharme que lleve dos horas sin hacer ningún gasto, pero en el mundo exterior, al otro lado de los ventanales, la ciudad es agresiva y la vida es inmisericorde y áspera para el que tiene que ganársela con el trabajo de sus manos, y apenas se fue el sol ha empezado a soplar el viento helado que corta como una cuchilla en las esquinas, contra el que se defienden encogiéndose los centroamericanos diminutos que salen por las puertas traseras de los restaurantes después de fregar platos durante diez o doce horas, o los que circulan en bicicleta por las aceras y entre los coches, repartiendo bolsas de comida a domicilio. Habrá que salir dentro de un rato a la intemperie, y habrá también que permanecer atento a las noticias alarmantes de la televisión y a la porfía demente de las sirenas, pero por ahora el café es un refugio muy satisfactorio, y uno ni siquiera siente la parte de desconsuelo de estar solo entre tanta gente, y de no tener a nadie que le dé conversación y le ofrezca un vínculo tangible con la vida real de la ciudad, más allá de sus ensoñaciones personales y de esa campana de cristal en la que pasa tanto tiempo encerrado un extranjero. Tampoco hace mucha falta ahora la compañía, teniendo una mesa junto al ventanal, un cappuccino caliente y un New York Times que alguien ha tenido la deferencia de olvidar al marcharse. En el periódico se ve en seguida, nada más hojearlo, que el mundo, en general, es un sitio espantoso, atravesado por desgracias, ulcerado de hecatombes, de las variedades más inauditas de la explotación y la crueldad, anegado de miles de millones de vidas humanas que pululan arrasándolo como una plaga global de termitas, y la mayor parte de las cuales transcurren, del nacimiento a la muerte, de manera espantosa, entre la miseria, el dolor y la oscuridad, en un hacinamiento parecido al de los dibujos de Brueghel. Pero basta apartar los ojos de una foto atroz y pasar la página para que el infierno que viven otros deje de existir. Leer el periódico en el café es otro de los grandes placeres baratos y menores de la vida, y como casi todos ellos implica en el fondo una cierta mezquindad de corazón. Hasta el hecho de leerlo gratis le da a la lectura un aliciente de parasitismo confortable, muy propio de quien se pasa el día yendo de un lado para otro y sin hacer nada de sustancia, nada más que mirar, mirar los edificios, los árboles, las limusinas, las caras de la gente, mirar cualquier clase de escaparates, lo mismo los de las librerías de segunda mano que los de las tiendas de lencería femenina o de embrujos y conjuros caribeños, o los de esos establecimientos con aire de clandestinidad y discretos reclamos de neón en forma de mano o de ojo en los que se anuncia la consulta de una pitonisa. El periódico es de otro, igual que la mesa del café no es de nadie, o que ni la ciudad donde estoy ni el idioma que escucho son los míos, pero yo me quedo embebido leyéndolo y cuando levanto los ojos hacia el ventanal ya es noche cerrada, y siento un mareo como de haberme zampado una novela entera. En el periódico se ve que cualquier faceta de la vida real es de una complejidad inabordable para la literatura. He leído una historia larga y llena de detalles acerca de la relación necesaria que existe en China entre la pena de muerte y el trasplante de órganos. En China, cuenta el New York Times, junto al verdugo que ejecuta a un reo de un tiro en la nuca hay médicos de batas blancas que aguardan con maletines abiertos y bisturíes, ya preparados para extirpar los órganos al cadáver todavía caliente, lo más rápido que se pueda, para arrancarle los ojos y abrirle el tórax y el vientre y dejarlo cuanto antes vacío por dentro, porque la calidad de un corazón, de un hígado, de un par de riñones será mayor cuanto más reciente haya sido su extracción. Trajinando con bisturíes y guantes de goma en el cuerpo abierto, humeante de vapor, los médicos van sacando órganos y los sumergen en seguida en bolsas de plástico llenas de un líquido adecuado para la conservación, y en cuanto han recogido todo su botín se alejan a toda velocidad en una ambulancia. Otras veces, para ganar tiempo, cargan el cadáver todavía intacto en la ambulancia, que está equipada con un quirófano completo, y proceden a la disección y al saqueo de los órganos mientras el vehículo acelera con las luces y las sirenas desplegadas en dirección al hospital. Una ambulancia baja por Broadway justo cuando estoy leyendo esa historia: las luces rojas, azules, amarillas, manchan el asfalto oscuro, y la sirena hiende los oídos, pero casi nadie en el café levanta la cabeza de sus tareas o sus cavilaciones para mirar hacia la calle. Hay un problema añadido, descubro cuando reanudo la lectura, que afecta a todas las donaciones de órganos, pero que se vuelve más grave en el caso de los trasplantes chinos: aun cuando el corazón ha dejado de latir no se sabe en qué momento se produce la muerte cerebral. ¿No decían que los recién guillotinados miraban con expresión de inteligencia y movían los labios como queriendo hablar? Pero el comercio de órganos es un negocio excelente, y nadie quiere malograr el precio de un corazón o de un hígado o de un par de ojos por el escrúpulo de que su dueño ejecutado aún conserve un rastro de consciencia y pueda sentir cómo su cuerpo es abierto y saqueado. Salgo del café a la noche helada, a la calle sombría, con la imaginación tan sobresaltada como cuando había visto de niño una película de miedo y regresaba a mi casa por un callejón empedrado, volviendo la cabeza de vez en cuando para comprobar si alguien me seguía.