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Las esculturas de Juan Muñoz tienen caras de bronce con facciones como desvaídas por la niebla, y da frío tocarlas en la intemperie de la mañana de noviembre, junto a una esquina a la entrada de Central Park, cerca de la acera donde se alinean los coches de caballos que aguardan a los turistas. Golpes de cascos contra el pavimento y olor fuerte de estiércol y orines, más persistente que el olor de las hojas empapadas y la tierra otoñal. En esa esquina, a un paso del tráfico y el lujo de la Quinta Avenida, frente a la mole opulenta con torreones, mansardas y tejados de pizarra del hotel Plaza, hay una obra de Juan Muñoz que se titula Conversación: cinco figuras, de una escala inferior a la humana, con cabezas muy parecidas, de rasgos vagos, con los cráneos desnudos, con una sugerencia monacal o budista acentuada por la especie de túnicas que visten, que se abren hacia abajo con un vuelo de faldones, y acaban no en piernas o pies, sino en formas esféricas, muy anchas, como las bases pesadas de los tentetiesos. Los matices del bronce en los rasgos de las caras, en las ropas, en las manos, tienen una delicadeza frágil, como de moldeado en cera. Dos figuras se inclinan la una hacia la otra, como si conversaran en voz baja, y una de ellas está sujeta por el cuello con un cable del acero del que otra figura más rezagada parece estar tirando, como si tirara de una rienda. Las manos están suspendidas en el aire con gestos estáticos de asombro, como los que tienen en los cuadros de Zurbarán los monjes cartujos que contemplan un milagro, una aparición divina. Una figura más apartada, casi del todo vertical, parece que observa a las otras desde una cierta distancia, reprobando confianzas en las que no es admitida o tal vez aislada en la dignidad de una posible primacía. El suelo está lleno de hojas amarillas, caídas después de la lluvia de anoche, y la gente pasa cerca de las figuras sin detenerse, sin reparar en ellas, o ejerciendo la facultad de no ver lo que no desean, gente ocupada que va de compras o negocios por la parte más rica de la Quinta Avenida, bien abrigados contra el frío, con gorros de lana o de piel, abrigos recios, orejeras, expresiones de solitaria y dura resistencia contra el invierno. Tan cerca de toda esa agitación, suspendidas en una tierra de nadie entre el tráfico y la quietud del parque, las figuras de Juan Muñoz se entrelazan no sólo según la disposición y los gestos inmóviles que el escultor decidió para ellas: cambian cuando uno se acerca o se aleja, cuando da la vuelta a su alrededor para descubrir nuevas perspectivas, y en ellas hay algo de danza paralizada y conciliábulo de seres de una especie emparentada con la humana pero muy distinta a ella, hechos de otra materia, a una escala que no es lo bastante pequeña para volverlos irreales como muñecos, pero que hace imposible toda identificación o familiaridad. Si fueran sólo un poco más grandes, serían como nosotros: más pequeñas, tendrían la cualidad inocua de las figuras que uno puede ordenar en una vitrina. Pero su condición es tan resbaladiza que por mucho que uno las mire esas presencias confabuladas de bronce se le escapan, huyen hacia sus danzas de tentetiesos o monjes o derviches giróvagos o ánimas del purgatorio en las que cada una de ellas establece un vínculo secreto y cambiante con las otras, con la luz del día, con las hojas que arrastra el viento, con el ruido de la ciudad en torno suyo. En medio de todo, tangibles y sin embargo remotas, heladas al tacto, las figuras de Juan Muñoz permanecen sumergidas en la campana de vidrio invisible de sus conversaciones y gestos misteriosos. Pero lo más raro de todo es pensar que ese hombre que las imaginó y les dio forma se haya muerto, su vida joven tan frágil como los gestos asustados de esos seres a la vez masculinos y femeninos, vivos y muertos, inertes y moviéndose según uno gira a su alrededor como un corro de fantasmas.