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En el aula sin ventanas, alrededor de una larga mesa, los estudiantes escuchan a uno de sus compañeros, al que le he pedido que lea el pasaje de la segunda parte del Quijote en el que Sancho Panza encuentra a su antiguo vecino, el morisco Ricote, que ha vuelto clandestinamente a España después de la expulsión. Traigo cada día a cada clase, en mi cartera de falso profesor, un poema o un fragmento de prosa que tenga que ver con los exilios españoles, y que he buscado en la biblioteca del Instituto Cervantes, donde hay tantos libros valiosos que ya son en sí mismos reliquias de una España perdida y de destierros tan largos o tan irreparables como los que vivieron sus autores, fragmentos de bibliotecas particulares que el tiempo dispersó. En el Cervantes procuro sentarme siempre junto a la misma ventana, frente al cruce de Lexington y la 42 y el prisma blanco y negro y lacado como una torre de fichas de dominó del edificio Chrysler. En ese lugar las páginas que leo y escojo para mostrar en la clase acentúan su cualidad de desarraigo y distancia, de patria nómada que uno lleva consigo. Leo la última carta de Manuel Azaña a Ossorio y Gallardo, en la que le cuenta, ya exiliado en Francia, enfermo y cerca de la muerte, despojado de todo, cómo fue su viaje nocturno a través de las veredas de los Pirineos, cuando el ejército de la República ya se había derrumbado. Leo ese poema amargo de Cernuda, Un español habla de su tierra, en el que anticipa que cuando su nombre empiece a ser reconocido en España él ya estará muerto.
Leo las cartas que Federico García Lorca escribía a su familia desde Nueva York, desde su cuarto de estudiante en la Universidad de Columbia: qué raro bucle del destino que no muchos años después su familia fuera a vivir a unas pocas manzanas de ese mismo lugar, y que a él lo hubieran asesinado. Pero poco a poco, cada día que salgo del metro en la calle 34 y la Sexta Avenida y cruzo aprisa hasta la Quinta para llegar puntualmente a clase, en el seminario al que llevo mis fotocopias con pasajes de literatura o de cartas españolas, me doy cuenta de que cada alumno trae consigo también su propio exilio personal, su historia de huida y viaje a Nueva York, capital de tantos destierros, de tantos sueños cumplidos o fracasados de mundos nuevos y de vidas mejores. Estas aulas pertenecen a la universidad pública a la que fueron desde finales del siglo XIX los hijos de los emigrantes, los que estudiaban encarnizadamente para salir del gueto y escapar de la pobreza y de los trabajos brutales a los que vivieron uncidos sus padres. En otros tiempos los estudiantes eran sobre todo judíos e italianos: ahora hay muchos asiáticos, muchos hispanos. Miro las caras que escuchan la lectura alrededor de la mesa, y ya me he familiarizado con los orígenes y con los acentos, con la historia del destierro de cada uno, que a veces hacen que me olvide de las historias que yo traigo en mi cartera, de los poemas o fragmentos fotocopiados que les reparto. Luis, alto y muy flaco, cortés a la manera colombiana, vino huyendo de la crueldad de los guerrilleros y de la de los paramilitares, del viento de muerte del narcotráfico. Un día, Luis, que ha sido padre hace poco, me pidió permiso por teléfono para traerse a clase a su hija de nueve o diez meses, porque su mujer estaba trabajando y no tenían con quien dejarla. La niña dormía en su cochecito mientras nosotros leíamos poemas en voz alta y conversábamos sobre literatura, y cuando se despertó Luis la tomó en brazos y le dio el biberón que había traído preparado. Daniel vino de niño de Puerto Rico y ha vivido siempre en El Barrio, lo que antes era el Spanish Harlem, pero la vida en Nueva York le resulta muy áspera y muy cara. Está deseando encontrar trabajo en alguna universidad tranquila del interior del país, y siempre que puede viaja a España con su mujer sevillana. Lina vino de Venezuela huyendo de un letargo como de provincia española y porque estaba harta de vivir escondiendo su amor por las mujeres. Ramón nació en Cuba, pero ha vivido en varios países, así que tiene nostalgia de cada uno de ellos, y reparte entre su isla y Canadá y España el sentimiento del destierro. En Canadá añoraba Cuba, en España se acordaba de Cuba y de Canadá, en Nueva York echa de menos Canadá y España, y el recuerdo de Cuba, de donde salió de niño, ya se le va esfumando. Halal habla un español magnífico, sabroso, entre colombiano y de Madrid, pero nació en Cachemira, y se marchó de su tierra para que no la casaran con un desconocido. Aprendió español en Madrid, en sólo dos años, y ahora quiere doctorarse en literatura y vivir y enseñar en Nueva York. Los domingos, dice, cuando se siente sola, hace lo que nunca habría imaginado, se viste con el sari tradicional que llevan las mujeres los días de fiesta en Cachemira, sin que la vea nadie. Ángela es española, tiene el pelo rubio y rizado y los ojos muy claros, y ya habla con los dejes y las incertidumbres del inglés, porque lleva mucho tiempo sin volver a España. Se casó con un norteamericano, tuvo un hijo con él, se separaron, y ahora los abogados del ex marido están usando una artimaña legal para impedirle que saque al niño del país. Se la ve siempre entre angustiada y perdida, insegura del lugar donde está; aparece en un corredor o en la biblioteca y da la impresión de que quería ir a otra parte y se ha extraviado; entra en la clase y mira a su alrededor con los ojos claros y asustados, como temiendo que ésta no sea el aula donde tenía que venir, que las caras que ve no sean las de sus compañeros. Johnny Cuevas, que vive en Washington Heights, en una zona de Harlem donde sólo se oye hablar español y a la que llaman Platanolandia, lee la prosa de Cervantes con acento de Santo Domingo, y así el habla popular de Sancho Panza y del morisco Ricote cobra un tirón caribeño. Johnny Cuevas trabaja de maestro y quiere ser novelista; pero dónde será posible publicar lo que uno escribe, dice, si en Nueva York no hay editores de libros en español, y aunque los hubiera, quién iba a leerlos; y lo que se publica en Santo Domingo no sale de allí, de modo que parece que lo que uno escribe no puede llegar a sus lectores. Son los autores mismos los que se pagan sus libros de cuentos o de versos, como literatos primerizos en una provincia española. Johnny Cuevas termina de leer el largo monólogo del morisco Ricote, se queda callado, traga saliva, cierra el libro, sonríe con un punto de humedad en los ojos. Nadie dice nada, cada uno abstraído y serio delante de su cuaderno. «Yo entiendo lo que le pasa a este hombre», dice por fin Johnny Cuevas. «Le pasa como a nosotros, que hemos dejado de ser de allá pero no somos de acá todavía, y a lo mejor no vamos a serlo nunca. Unas veces queremos ser de Santo Domingo, y otras creemos que somos de acá, y no sabemos de dónde».