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En la media mañana del jueves laboral Central Park es una gran isla de calma, de brisa fresca de otoño que mueve tenuemente las hojas y riza el agua quieta de los lagos. No hay corredores enérgicos que suden con caras contraídas y rojas y camisas empapadas en sudor y pegadas a la musculatura, bufando como máquinas. Apenas pasan ciclistas y patinadores, y los pocos que circulan por las avenidas sinuosas del parque no se mueven a la velocidad de competición de las multitudes deportistas en las mañanas de sábado y domingo. Si hay un ciclista, no monta la bicicleta como si fuera una de esas máquinas brutales de los gimnasios, sino que se pasea demoradamente en ella, inclinado sobre el manillar, mirando a su alrededor, acompasando su pedaleo al ritmo apaciguado de las cosas. Una mujer asiática viene patinando, pero sus movimientos tienen algo de pasos de danza, y alza los brazos y los mueve al tiempo que patina. Ningún sonido es más alto que el rumor de la brisa en los árboles, nada más veloz que una hoja amarilla o rojiza que se ha desprendido de la rama de un arce y planea despacio hacia el suelo. Las hojas caídas amortiguan las pisadas y hacen todavía más mullida y honda la tierra esponjosa del otoño. Una mujer joven empuja un cochecito doble en el que duermen acariciados por el aire sedoso dos bebés exactamente iguales. El otoño progresa en la vegetación de una manera desigual, como arbitraria, incendiando de amarillo violento la copa entera de un olmo, manchando de rojo tan sólo una entre las ramas de un roble. Un arce joven, en medio de un prado ancho y liso como un estanque, tiene una mitad de las hojas amarilla y otra mitad verde, y cuando sopla un poco de viento se altera ese equilibrio, prevalece a ratos el verde o el amarillo, y el árbol entero, de nuevo inmóvil, tiene casi una alternancia cromática de tablero de ajedrez, se parece a uno de esos dibujos de Escher en los que se despliegan al vuelo simultáneamente dos bandadas de gansos, una de gansos blancos y otra de gansos negros, y cuando la pupila se detiene en una de ellas la otra desaparece para convertirse en el fondo blanco o negro contra el que vuelan las figuras idénticas. Central Park es un bosque y un jardín botánico, la vegetación desmedida de América y el orden de los jardines ilustrados y románticos de Europa, donde cada árbol tiene una etiqueta con su nombre común y su nombre en latín, y donde hasta los arbustos y los macizos de espinos que parecen más agrestes han sido ordenados de acuerdo con una sutil intención de paisajismo o de pedagogía. Los olmos americanos, con sus hojas más grandes y más ovaladas que las de los europeos; los olmos de Siberia, de troncos más ásperos, de hojas más pequeñas, con los filos más dentados, para defenderse mejor de la crueldad de los inviernos; los ginkgos, de hojas como delicados abanicos japoneses, como sombrillas chinas de seda amarillenta; los robles rojos, catedralicios, criaturas supremas del reino vegetal, de copa cóncava y ramas que se despliegan como las nervaduras de una bóveda gótica. En las terrazas con balaustradas que rodean el lago del que surge, en la fuente de Bethesda, la escultura de bronce del Ángel de las Aguas, las formas talladas en la piedra duplican con exactitud las de la naturaleza orgánica: junto a un palomo que no se espanta cuando uno pasa a su lado hay un altorrelieve con una pareja de palomos, labrados en piedra arenisca; las ardillas de piedra son del mismo tamaño que las ardillas verdaderas, las hojas esculpidas de roble o de olmo tienen el dibujo exacto de las hojas reales recién caídas a su lado. Junto a las estatuas de bronce emergen de la tierra las rocas de pedernal negro que son el cimiento geológico de la isla de Manhattan, el mineral durísimo donde se anclan los rascacielos; una bandada de gansos que emprende letárgicamente el vuelo se refleja en el agua inmóvil y queda detenida como en una instantánea en el interior de un medallón de piedra, que está tallado con la misma claridad que los dibujos en un libro antiguo de ciencias naturales, en las páginas de una enciclopedia. No hay esta mañana en el parque músicos ambulantes, no hay vendedores, ni charlatanes, ni cómicos, ni volatineros: cada cual pasa apaciblemente recluido en sí mismo, atento a las cosas con una aplicación de botánico, tal vez consciente del equilibrio delicado del mundo en esta mañana laboral, de la fugacidad que acecha este instante de quietud. El olmo ya del todo amarillo conserva todas sus hojas, pero en cuanto la brisa se hace un poco más fuerte se desprende un puñado de ellas, y bastará una tarde de viento y de lluvia para que ese esplendor quede convertido en una grisura de ramas desnudas. Uno percibe la fragilidad del tallo que aún sigue uniendo cada hoja a su rama, el hilo de savia que permanecerá latente hasta la primavera próxima, oculto bajo la corteza oscura a lo largo de todo el invierno. Uno sabe que la mañana no va a durar, que el tiempo no es esa agua serena de los estanques en la que se reflejan las ramas góticas de los sauces y las terrazas más altas y los pináculos de los rascacielos de Central Park West. Por encima de la brisa en las hojas, la brisa tenue que sin embargo basta para que se desprendan algunas de ellas, se escucha, prestando atención, el ruido del tráfico, el largo agudo de una sirena. Por un sendero pasa, distraído, pálido, con el pelo muy blanco, alguien que parece un tranquilo jubilado y que es Frank McCourt, con quien conversé largamente hace unos años en Madrid, pero ahora no me atrevo a importunarlo, y cuando se cruza conmigo me mira un instante con sus ojos muy claros y ve a un desconocido. En una glorieta una mujer negra, con uniforme de enfermera, atiende a una anciana que debe de tener más de cien años y que va no en silla de ruedas, sino en una cama portátil de hospital, con botes de suero colgando a un costado y tubos de alimentación intravenosa. La anciana está envuelta en mantas, recostada en almohadones, con el pelo blanco escaso y aplastado y la piel amarilla, con la boca descolgada sobre el embozo y los ojos entornados en un duermevela de agonía o de coma. La enfermera, corpulenta y fornida, sitúa la cama delante de la balaustrada de la fuente del ángel, retrocede, extrae una cámara fotográfica de un bolsillo de su bata blanca, mira por el visor, se acerca a la cama para corregir algún detalle del embozo, retrocede de nuevo y dispara una foto, y luego vuelve a empujar la cama como si fuera una silla de inválido o un cochecito de niño, y habla y gesticula contándole algo a la vieja moribunda que seguramente no puede escucharla.