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La caminata es una forma de conocimiento y una manera de vivir, un ejercicio permanente de aproximación y lejanía. El cuerpo entero, el alma, la imaginación, la mirada, la atención, el recuerdo, se conjugan en una sola tarea. La caminata es el tiempo presente y todo el pasado de los caminos que uno ha recorrido hasta ahora mismo, se ondula concéntricamente en el tiempo, en todas las veces que he caminado por estas mismas calles. Hay una plenitud de la vida física, de los sentidos en acción, en estado de alerta, los músculos de las piernas moviéndose a un ritmo seguro, los pulmones aspirando y expulsando el aire y el corazón bombeando la sangre, marcando el pulso binario de los pasos y de la oxigenación de las células, como el bajo y la batería que llevan el compás en un grupo de músicos, las terminaciones nerviosas de los ojos recogiendo impresiones visuales, enviándolas desde la retina a la corteza cerebral. Las calles rectas, los horizontes despejados, acentúan la disposición casi fanática del caminante a no detenerse. En una gran parte de Manhattan, las calles transversales terminan, al este y al oeste, en un vacío luminoso, azulado en los días claros, con esa luz fluvial que ya no veía y que añoraba John Cheever en sus últimos años, sin darse cuenta quizás de que lo que echaba de menos no era la luz misma sino los ojos con que él la había mirado en su juventud. Da la impresión de que si uno siguiera caminando en línea recta, en cualquiera de las dos direcciones, llegaría al límite del mundo, al borde de la ciudad o de la Tierra plana, porque a un lado y a otro sólo se ve el vacío azul más allá de las últimas esquinas de los edificios, tamizado por la humedad de los dos ríos, el East River y el Hudson, que circundan Manhattan como la serpiente Océanos abrazaba la extensión de la tierra en la mitología griega. El impulso de la caminata está en el ADN de la especie como un legado de los lejanos primates que se irguieron por primera vez. No fue el tamaño del cerebro lo que distinguía de otros simios a nuestros primeros antepasados: fue el ponerse en pie para caminar, apartando los ojos del suelo y de las cosas más inmediatas, y vislumbrando así la anchura del horizonte, la lejanía que parece inaccesible pero que será posible alcanzar si se continúa caminando hacia ella. Las carreteras de África están siempre pobladas de gente que camina sin que se sepa muy bien hacia dónde. A Bruce Chatwin los aborígenes australianos le contaron que sus dioses crearon el mundo cantando los nombres de los lugares y las cosas mientras caminaban. Con mi mochila al hombro, con mis pasos enérgicos, voy por Manhattan como un heredero de tantos antepasados peregrinos. El olfato husmeando, como el cazador a la presa en el bosque, el oído atento a las voces que pasan y a los sonidos y las músicas de la ciudad, la sirena de una ambulancia y el estruendo de los vagones del metro bajo las pisadas, las ráfagas de una conversación en jugoso español de Cuba o de Santo Domingo, «Mira, chico, dónde tú vas a pasar el Thanksgiving», «A mí me da igual, lo que yo quiero es comel puelco y no pavo», una frase entera y transparente en inglés dicha con acento helado por una mujer rubia en un teléfono móvil, una mujer translúcida, casi albina, con las manos muy largas y las uñas escarlata gesticulando con ruido de pulseras, una de esas mujeres rubias que según García Lorca tenían clorofila en las venas. La embriaguez del olfato es tan excitante como la del oído o la de la mirada, y el olor de pan caliente de una tahona sucede al de una pizzería y al de una lavandería, que es uno de los olores decisivos de Manhattan, olor a tela húmeda y caliente y al vapor de las secadoras, tan omnipresente como el de la pizza, el de los pretzels tostados, los perritos calientes y las fritangas de los puestos callejeros, como el olor cálido y denso que sube de los respiraderos del metro. Los cinco sentidos, como en las alegorías de Brueghel, los siete pecados capitales, las potencias del alma, el ritmo de los pasos y el de la respiración, los latidos del corazón que no se escuchan y sin embargo lo van manteniendo a uno vivo y erguido en medio de la multitud, caminando, escuchando, mirando, oliendo, tocando apenas, eso sí, porque el tacto no se ejerce mucho en Manhattan, ni siquiera en la prisa y la aglomeración de las horas punta en el metro: uno parece que no mira, pero aprende a trazar la estrategia de sus movimientos para no rozarse con nadie, para detenerse en el límite establecido de toda cercanía, mirando de soslayo, moviéndose de costado, murmurando excuse me. Cada persona está rodeada como por un campo magnético, por un círculo de vacío que no puede ser atravesado, y un grado excesivo e involuntario de proximidad ya despierta una actitud de alarma, un ponerse rígido y en guardia y a la vez disimulando la tensión, un hacer como que no se ve a quien se tiene muy cerca, a quien se sitúa en el espacio sin haberlo mirado, mediante un sistema de alerta que no se relaja nunca, y que puede mantenerlo a uno completamente aislado entre los ocupantes de un ascensor o en el asiento del autobús o del metro, donde no se da la menor muestra de advertir que hay alguien a tu lado, tan cerca que oyes su respiración y chocará contra ti si hay un frenazo brusco. Cada mirada está fija en el periódico, en la ventanilla o en algún punto del aire, y aunque todas se cruzan ninguna se encuentra abiertamente con otra. El nómada en Manhattan es más nómada solitario que casi en ninguna otra parte, porque estará perfectamente solo en lo más espeso de una muchedumbre, y porque nadie reparará en él, igual que si estuviera en un desierto o se hubiera quedado solo en una ciudad abandonada. El nómada, si acaso, se reconoce en quienes circulan tan sin destino como él, en los chalados y los vagabundos, a los que podría identificar tan sólo por el modo en que arrastran los pies rodeados de gente que cabalga elásticamente sobre los talones: traperos de miseria, acaparadores de basura, desertores de los hospitales psiquiátricos y los albergues municipales, gente que dio un traspié en la vida, se quedó tirada y ya no ha sido capaz de levantarse de ese nivel inferior de existencia que es la acera en la que establecen su reino y desde donde miran hacia arriba a quienes pasan atareados y urgentes junto a ellos. En una ciudad donde todo el mundo va velozmente a algún sitio, en línea recta, con una determinación invariable, con la prisa del dinero o la angustia del trabajo ingrato, inseguro, con poca recompensa, con jornadas muy largas y poco descanso, ellos se mueven despacio, sin nada que hacer, ni siquiera pidiendo limosna muchas veces, sólo mirando a su alrededor, con aspecto de alucinación o de burla, dedicándose a leer un periódico viejo que tal vez tiene restos de comida o como máximo a curiosear en los cubos de basura y en las papeleras, entre las montañas de cartones. Desaparecieron, o casi, durante algunos años, a causa de la prosperidad o del celo inmisericorde de la policía, pero ahora han vuelto, se han hecho de nuevo visibles, y ya se atreven de nuevo a dormir la borrachera despatarrados en una esquina o a mendigar inmóviles, mostrando un trozo de cartón con un mensaje de socorro: «Estoy hambriento, no tengo donde dormir, tengo frío, estoy desesperado», «Quisiera seguir viajando hacia el oeste», «Me faltan cinco dólares para pagar una habitación», «Estoy enfermo por culpa de la lluvia». Alguno muy pálido y con la cara ya dominada por la osamenta resume su desgracia con atroz laconismo: homeless with A.I.D.S. Otro ha dibujado sobre el mensaje, en su trozo de cartón, una estrella de David, ofreciendo una inusual precisión religiosa o étnica: Jewish homeless. Durante un tiempo, en una de las aceras más agitadas de Times Square, hubo un indio navajo, digno e inmóvil, con los brazos cruzados, con una cinta ancha en el pelo, que aseguraba en un cartel colgado del cuello que necesitaba dinero para volver a su reserva. Se iba uno de Manhattan, tardaba meses, un año entero en volver, y el indio navajo seguía en la misma acera y en la misma actitud, en la orilla del gran tumulto de turistas, vendedores y mangantes de Times Square, con el mismo gesto de pedernal en la cara ancha y cobriza, en la boca de labios finos y muy apretados. Si se le daba una moneda la agradecía con una leve inclinación de la cabeza, y volvía a erguirse indiferente al ruido y a la agitación de aquella encrucijada populosa, al gentío que avanzaba tan atascado como los coches bajo el mareo de los carteles de los espectáculos y las marquesinas luminosas, de las pantallas gigantes de televisión. El indio navajo se mantenía tan inmóvil como los jefes engalanados para la guerra en las fotos sepia del siglo XIX y como los indios de madera tallada que había antes en las puertas de las tabaquerías. Luego ya no volví a verlo. Logró reunir el dinero para el billete de vuelta a la reserva o sucumbió un invierno a la intemperie ártica de Manhattan, o se perdió para siempre en ese gran sumidero de desconocidos, desamparados, solitarios y enfermos que es siempre una gran ciudad. Ahora, de noche, en algunas aceras de las calles laterales que se quedan más deshabitadas cuando cierran las tiendas, hay indigentes que se acurrucan al resguardo de cualquier zaguán, que se entierran bajo harapos o periódicos, en chozas de cartones, en el interior de grandes embalajes, y cuando se pasa cerca de ellos desprenden un olor fétido a orines, a excrementos y a vómitos, a regüeldos de alcohol, a alcantarilla. En la Novena Avenida, hacia la calle 54, una mujer gorda y no muy vieja se instala, en el filo de la acera, bajo una especie de tienda de campaña hecha con mantas o lonas, alzada sobre el palo de una escoba, sujeta al suelo con ladrillos, y está tan gorda que ocupa casi entero el interior de su refugio, donde se atarea cosiendo algo, fingiendo que se dedica a alguna especie de confusa artesanía, iluminada por una lámpara de carburo. El chamizo la cubre como un caparazón para su anchura fofa de galápago, y ella se asoma de vez en cuando y mira a los que pasan con ojos muy claros y muy idos, y habla sola, o reza, o canturrea tejiendo o modelando algo, y delante de ella, en una plancha de cartón alzada sobre dos ladrillos, hay un muestrario de desechos que resultan ser los géneros de su comercio, lo que podría ofrecer el más miserable de los desposeídos en un bazar de Haití o de Kabul: un peine roto, sucio, con pelos grises enredados a las púas, un zapato de niño del pie izquierdo, un espejillo, un naipe de póker, una revista de televisión tan vieja que los colores se han vuelto amarillentos. Más arriba, a la salida del metro de Columbus Circle, un mendigo negro mueve los hombros y los pies en algo que no se sabe si es una danza o los temblores de una enfermedad nerviosa y agita rítmicamente su vaso de plástico y las monedas que contiene como si fuera un instrumento de percusión africano o caribeño, una calabaza llena de semillas secas. Mueve con tanta destreza, con tanto ritmo sus monedas de cobre en el cuenco de plástico, que parece que no está pidiendo, o que ofrece su arte a cambio de una propina, como tantos músicos que andan por las calles, o como el dominicano o puertorriqueño que en los andenes del metro de la calle 42 canta boleros acompañándose con la guitarra, y se queda quieto y se calla con cara de pesadumbre cuando el fragor de un tren ocupa la estación. En la esquina de la 57 y la Séptima Avenida ronda un hombre gordo en una silla de ruedas, muy despeinado, muy sucio, con una camisa que fue blanca manchada de lamparones y restos de comida. En su silla de ruedas a motor avanza hacia los transeúntes como si no los viera o como queriendo embestirlos, y a veces salta a la calzada y se mueve furioso entre los coches parados en el semáforo, pidiendo limosna a los conductores, arriesgándose a ser atropellado mientras huye hacia el refugio de la acera en cuanto cambia la señal luminosa. Más arriba, en Broadway, en una esquina tan mal iluminada que se vuelve lóbrega en cuanto anochece, un negro viejo pide sentado en el suelo, tiritando siempre, con convulsiones de epilepsia o de fiebre, y de sus labios anchos y cárdenos se le desliza hacia la barbilla sin afeitar un hilo grueso de baba, y le cuelga un moco de cada uno de los orificios de la nariz. A esa misma hora, cuando ya hace mucho que se han quedado vacías las torres de oficinas de Park Avenue, bajo uno de los pilares de mármol negro del edificio Seagram, la obra maestra helada y hermética de Mies van der Rohe, un mendigo blanco, muy pálido, linfático, de una gordura blanda que se derrama en torno suyo como los harapos que lo cubren, ha escrito en un trozo de cartón, con lucidez seca y admirable: Lo que yo necesito es un milagro.