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Me acuerdo de Holden Caulfield, que deambula sin sosiego por estas mismas veredas, desdichado, neurótico, fugitivo de todo y sin dirección en su huida, queriendo escapar y rondando sin embargo los lugares de la infancia, el Museo de Historia Natural al otro lado del parque, los lagos helados en los que patinan los niños y de los que misteriosamente han desaparecido los patos en cuanto llega el invierno, el Museo Metropolitano en el lado del éste, su escalinata magnífica, que Holden sube una mañana creyendo que está a punto de vomitar, las banderolas colgando verticalmente sobre las columnas, anunciando la pluralidad de los tesoros que nos están aguardando al otro lado de las puertas, más allá de la penumbra fresca y resonante del vestíbulo, en el que siempre hay ramos enormes de flores, y donde muchas veces se sobrepone un concierto de música de cámara al rumor de pasos y voces tan amortiguado como el de una catedral. Escalinatas, arcos, corredores, me ofrecen siempre una perspectiva de felicidad, un infalible ábrete sésamo hacia casi todas las maravillas posibles que podría apetecer la mirada, hacia instantes iluminadores de la inteligencia y de la imaginación que tienen su parte de hallazgo inesperado y de reconocimiento, de serena plenitud personal, el instante de sensación verdadera que uno está siempre pidiéndole a la vida, a la literatura, a la música. Las tallas egipcias de madera polícroma, las cabezas de basalto de los dioses y los faraones, los gatos momificados, las estelas funerarias griegas, los ídolos abstractos de las islas Cicladas, los bronces romanos de caras atormentadas y ansiosas, los carros etruscos, los cristos medievales, las rejerías góticas, los patios de palacios renacentistas, las armaduras de morriones emplumados y filigranas de acero, los clavicémbalos que pudo tocar Johann Sebastian Bach, los violines de Cremona, los toros alados asirios, las máscaras ceremoniales del centro de África, los trajes de brocados y los antifaces del carnaval de Venecia, las piraguas con calaveras talladas de los antropófagos de Polinesia, los primeros daguerrotipos, los bocetos en cera de las bailarinas de Degas, los mármoles y los bronces de Rodin, las pinturas eróticas de un dormitorio de Pompeya, una columna rota del templo de Diana en Éfeso, tan grande como el tronco de una sequoia, una Mujer de blanco pintada por Picasso en 1923 que es un retrato idealizado y una declaración de amor a su amiga norteamericana Sarah Murphy, un autorretrato de Giorgio de Chirico, una escena de cafetería de Edward Hopper, la luz gris de una habitación de Vermeer, la dignidad sosegada y alerta del Juan de Pareja de Velázquez, los vidrios pintados de una lámpara Tiffany, la historia entera de las artes, de las vidas, de todas las religiones y las herejías, de las técnicas egipcias de momificación, de los imperios y de las ruinas, de los arqueólogos que iluminaban con lámparas de petróleo las cámaras de las tumbas y excavaban la arena de los desiertos, de la soberbia de los plutócratas americanos que a finales del XIX recorrían el mundo comprando tesoros, templos enteros, obeliscos egipcios, pórticos despedazados, amuletos prehistóricos, collares incas de oro macizo, ojos de vidrio de exvotos ofrecidos en santuarios griegos: el Metropolitan es el reverso de esas religiones puritanas que proscriben las imágenes como blasfemias contra Dios; es el archivo del culto primitivo y plural de todas las imágenes, el santuario ingente consagrado a su celebración, a honrar a quienes las tallaron, las esculpieron, las pintaron, atreviéndose a reflejar la riqueza del mundo visible y a competir con ella creando gozosos simulacros que la imitan o imaginando criaturas que no existen en la realidad. Los iconoclastas que destrozaron las estatuas de Bizancio en una intoxicación de oscurantismo religioso y que muchos siglos después han volado los Budas gigantes de Afganistán tendrían en el Metropolitan una tarea de dimensión incalculable. No hay límites en la enumeración: el catálogo del Metropolitan es un resumen comprimido de la historia del mundo, desde los primeros ídolos de barro o de hueso hasta las serigrafías de Andy Warhol y los diseños de telas estampadas y de sillas de plástico de los años setenta; desde las máscaras de brujos de Nueva Guinea hasta la cara dulce y desamparada de Marilyn Monroe en un retrato de Richard Avedon. Ahora, además, agravando el mareo de la multiplicación de las imágenes, hay en el Metropolitan una exposición temporal de grabados y dibujos de Brueghel el Viejo: una gusanera humana y animal de pormenores literales y fantasías alegóricas, un mundo agitado por el hambre, por la peste, por la angustia de la religión, por el terror de las enfermedades y los castigos divinos. Y al mismo tiempo en esos dibujos están los placeres comunes de la vida, las alegrías reposadas o groseras, la música de las gaitas y las danzas campesinas, la borrachera y la lujuria, el deleite de patinar en invierno sobre un río helado. En Brueghel los símbolos y las cosas tangibles tienen la misma realidad, están dibujados con la misma precisión agobiante. Los campesinos que se cubren con botas recias y capuchones de formas extrañas, cerrados con mallas, como si fueran máscaras de esgrima, para recoger la miel de los panales, tienen un aire de astronautas o de figuras extraterrestres, vestidos con ropajes que no parecen de este planeta, caminando con rígido sonambulismo por un paisaje agreste de árboles pelados. Proliferan los animales, los monstruos, las figuras de bestiarios, las cabezas con patas y brazos, las orejas con párpados, los baúles que tienen extremidades de cuadrúpedos, los monos que bailan en un corro, que asaltan a un buhonero dormido, desordenan su mercancía y se ponen sus ropas, saltando sobre él con una alegría ciega y frenética. Un mono se caga en el gorro del buhonero dormido. Otro le huele el culo con curiosidad y desagrado. La humanidad, los animales, las cosas, se agitan en una perpetua molturación, en una violencia de catástrofe, de triunfo de la muerte, de juicio final y enloquecimiento colectivo. Los siete pecados capitales rigen el mundo. Monstruos con panzas de batracio se abren de piernas y muestran vaginas como bocas lujuriosas y burlescas. La codicia, el egoísmo, la crueldad son los únicos impulsos de los actos humanos: viejos barbudos y fanáticos abren sacos y baúles de monedas, registran cajones, buscan el propio beneficio como traperos en medio de un muladar o animales hozando en el barro. El pez grande se come al chico: un pez enorme como un cachalote yace con la gran boca abierta y la barriga reventada y de ellas brotan como en un vómito otros peces que están engullendo a su vez a peces ya diminutos, o a animales o a seres humanos a medio devorar que todavía patalean, también ellos mordiendo, atrapando, destruyendo con sus últimas fuerzas a criaturas más débiles. Un cazador se dispone a tirar con su ballesta a una liebre parada en el monte, pero no se da cuenta de que muy cerca de él, detrás de un árbol, hay una sombra siniestra que le acecha, con una lanza o un hacha en la mano: cualquier cazador es la presa de otro, cualquier verdugo será la víctima de una crueldad idéntica a la suya, todo placer lleva aparejado un castigo terrible, y las líneas nítidas y nerviosas de tinta sobre el papel sólo trazan infatigablemente el espectáculo de la maldad y el desorden. Cofres llenos de monedas y dotados de patas, de extremidades articuladas, se arrastran como cucarachas gigantes sobre la tierra. La torre de un castillo tiene una puerta y dos ventanas que son la boca y los ojos de una cara desfigurada por el horror. En un dibujo los campesinos se doblan pesadamente para segar el trigo, para recoger y cargar los haces, y en el contiguo yacen tirados en el suelo bajo los efectos del agotamiento o de una borrachera tan brutal como el mismo trabajo. Pululan por todas partes los bichos cabezudos, los sapos con embudos como cascos de guerra, las criaturas acuciantes de los bestiarios medievales, de los cuadros del Bosco y del delirium tremens. Y al mismo tiempo hay una vitalidad salvaje, una pugna orgánica por la perduración y la multiplicación de la vida: el dibujo tiene esa misma urgencia, la intacta gestualidad de quien se inclinaba sobre el papel hace cinco siglos como si fuera ahora mismo, trazando líneas, rayas, formas, caricaturas de jovialidad carnavalesca, apoteosis de lo más terrenal y de lo más obsceno, empapado al mismo tiempo de teología y de avisos de condenación eterna. Hay que desprenderse cuanto antes de esta confusión, de esta telaraña de cosas acuciantes que forman los trazos finos del dibujo, amenazando con envolverlo y maniatarlo a uno como las multitudes de Liliput al atontado Gulliver. Salir del museo es un alivio, una escapada de los terrores de una pesadilla. Gusta entonces caminar hacia el sur por la ancha acera de la Quinta Avenida, donde el sol rubio al final de la tarde resplandece en las ventanas más altas de los edificios. Apartarse de Brueghel es como recuperar la claridad de la conciencia y de la luz del día después de una noche entera de fiebre.