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Mañana soleada en Central Park, casi cálida, sin viento: parece que el tiempo ha retrocedido a septiembre. La llanura verde, anchurosa, ligeramente ondulada, del Sheep Meadow tiene una placidez espléndida de gran cuadro postimpresionista, como ese paisaje de las afueras de París pintado por Seurat en el que la gente pasea, se baña, mira a lo lejos sentada en la orilla y con los pies en el agua, descansa al sol junto a la corriente tranquila del Sena. En el césped muy verde, con ese verde fecundo de la tierra muy llovida, hay hombres y mujeres de piel muy blanca que toman el sol en bañador, como si estuvieran en una playa, o en la orilla de un río. Hay madres que juegan con sus hijos pequeños o que les dan de comer con demoradas y pacientes cucharadas, sentadas en la hierba, junto a los cochecitos. Manhattan está llena de cochecitos de bebés y en los toboganes y en los columpios de los parques siempre hay una agitación alocada de niños, como un revuelo permanente de pájaros. Sobre la hierba del Sheep Meadow cada persona, grupo, pareja, se ensimisma en una posición, en una actividad particular, que sin embargo se ajusta a la coreografía general de la indolencia del sábado, variaciones sobre uno o dos temas, sobre unos pocos modelos de actitud o de comportamiento: grupo de jóvenes, pareja, madre con niño, bañista solitario y pálido con gorro de playa, con gafas de sol. La mujer tendida boca abajo que apoya los codos en la hierba y lee un libro, las zapatillas caídas junto a los pies descalzos; la pareja de amantes, echados en paralelo, apoyándose en un codo, vueltos el uno hacia el otro, conversando como si estuvieran en la cama y acabaran de hacer gustosamente el amor; el grupo de adolescentes que se pasan una pelota gritándose los unos a los otros, con un principio de brutalidad masculina en los gestos, en la manera en que juegan a revolcarse peleando sobre la tierra porosa y el tapiz reluciente de la hierba, que es el fondo común, el hilo o la melodía visual que unifica todas las posturas. Más allá un fondo de árboles todavía verdes, y sobre ellos, resplandecientes en la luz cenital, los rascacielos del lado sur del parque, algunos con agujas y tejados puntiagudos como de catedrales góticas. Me acuerdo de la perfección estática del cuadro de Seurat, y del musical que le dedicó Stephen Sondheim, Sunday in the Park with George: la maravilla de un instante supremo que parece detenido en un éxtasis de culminación y de azar y el deseo imposible de atraparlo, de que no se pierda en el flujo del tiempo, la necesidad de fijarlo en un lienzo o en una fotografía precisamente porque se sabe que el tiempo se lo llevará, que va a empezar a volverse borroso en la memoria en cuanto apartemos de él los ojos. Junto al estanque donde navegan las maquetas teledirigidas de veleros un chico gordo, de cara seria y afable, de rasgos asiáticos, practica juegos malabares en un claro entre los arces y los robles, sacando pelotas, cubos, muñecos, de una gran maleta negra, más bien un baúl, uno de aquellos baúles que uno imagina que llevaban los viajeros en los transatlánticos. Mueve en el aire seis pelotas al mismo tiempo, lanzándolas muy alto, las recoge, se inclina para agradecer el aplauso, abre la maleta y le añade al juego una pelota más, y luego otra, y ya tiene ocho pelotas subiendo y bajando entre sus manos. Cada vez que concluye uno de sus malabarismos se inclina gravemente, guarda sus artefactos en la maleta, vuelve a buscar en ella alguna cosa más, cosas comunes y a la vez improbables que él hace volar y volver dócilmente a sus manos como pájaros amaestrados, que suben muy alto y se cruzan en el aire o se quedan en equilibrio sobre su cabeza, mientras en un radiocasete que tiene junto a la maleta suena una música de Django Reinhardt, que dibuja con la guitarra filigranas rítmicas tan improbables, tan vertiginosas, tan fluidas en su apariencia de facilidad, como las que hacen en el aire las bolas, las pelotas de colores, los bastones del prestidigitador. La maleta es un baúl de mago y un maletón de viajante de cosas vulgares y baratas que de pronto cobraran vida con el fulgor de un prodigio. Cada vez que el prestidigitador levanta la tapa y se asoma a su hondo interior con un gesto reflexivo hay un momento de intriga, de expectación en los niños agrupados en torno suyo, niños con patines de última generación, chichoneras, rodilleras, protectores en los codos, niños ortopédicos que van a jugar al parque protegidos contra cualquier peligro, y que en su casa tendrán los videojuegos más sofisticados: ahora, sentados en el suelo, con sus cascos, sus chichoneras, sus rodilleras, que les hacen las piernas flacas y pálidas como de niños paralíticos, miran embobados los actos prodigiosos que el joven asiático hace con sus manos, con sus hombros, hasta con su barriga, manejando pelotas, bolas, cuerdas y bastones que no cuestan nada, que puede haber ido recogiendo por la basura. A veces se mueve siguiendo el ritmo de la música, ajusta la rotación de las pelotas voladoras a los rasgueos tan veloces de la mano amputada de Django, de un After you’ve Gone que sonó hace más de setenta años, una noche precisa, en el Hot Club de París. Le brilla el sudor en la cara redonda, se le cae una pelota al suelo y exagera una mímica de contrariedad, pide disculpas juntando las palmas de las manos sobre la barriga con un gesto de Buda, de chino falso de circo, se rasca cómicamente la cabeza, levanta la tapa del baúl, del que saca ahora un yoyó muy grande de goma roja, y también una cuerda con la que un instante después lo está haciendo subir más alto que las copas de los árboles, dando un salto pesado de gordo para recogerlo en el lugar y el instante preciso, volviendo a lanzarlo más alto todavía. El yoyó de goma roja gira en el aire quieto y dorado de la tarde, rápido y seguro como la guitarra de Django que parece alentarlo en su ascenso, y los niños de los patines y las chichoneras miran hacia arriba con las bocas y los ojos muy abiertos, en un gesto cándido de asombro que pertenece a un tiempo más antiguo que éste, a una época en que los prodigios y los juegos eran más simples, y más fácil el asombro extasiado ante un juego de magia o ante las destrezas de un prestidigitador callejero. Central Park es también un bosque de aventuras, una feria de buhoneros, de magos y músicos ambulantes, de maquetas de veleros que navegan con liviana solemnidad sobre las aguas de un estanque en el que se reflejan las terrazas de los grandes edificios de apartamentos. Hay un busto tremendo de Beethoven, que tiene el volumen y el ceño de un ídolo olmeca, y estatuas de Shakespeare y de poetas y héroes románticos, pero también las hay de Hans Christian Andersen, del Patito Feo y de Alicia y su cohorte del País de las Maravillas. Un poco más allá de donde actúa el prestidigitador, bajo un puente, en la sombra, un hombre toca un saxo tenor, y el espacio cóncavo da al sonido una amplitud majestuosa, una densa resonancia, como si procediera de la respiración húmeda de la sombra y de la bóveda de piedra. Una violenta polifonía rítmica se superpone a los fraseos demorados del saxo: media docena de africanos tocan al unísono tambores, bongos, bombos, cubos de plástico, troncos huecos y tubos de metal, y el efecto es una convulsa concordancia como de pasos contra el suelo, latidos y palmadas, un trance colectivo que convierte las arboledas civilizadas y otoñales del parque en un bosque del corazón de África.