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En la ventana ha amanecido un lunes luminoso, vítreo, con un viento tan afilado como las esquinas de los edificios, un viento que baja en línea recta por Broadway y Amsterdam y Columbus Avenue. Hay que abrigarse, hay que ponerse jerseys de lana gruesa, chaquetones, bufandas, pantalones recios y bien ceñidos que no dejen subir el aire frío por las piernas, gorros que protejan bien la cabeza y lo libren a uno de la sensación de mareo y pérdida de la realidad que provoca la constancia del viento helado. Sale uno abrigado, como nunca en Madrid, con la cabeza baja, con las manos enguantadas en los bolsillos y la mochila a la espalda, la mochila de excursionista urbano, de explorador matinal de la isla de Manhattan, limpia y fría en la luz exacta de octubre, con el cielo azul claro y sin una sola nube, de ese azul en el que resaltan como puntas de acero y diamante las agujas de los edificios más altos, y en el que se distinguen con una nitidez impropia de su lejanía los depósitos de agua sobre sus armazones de hierro, las culminaciones góticas, griegas o babilónicas de muchos rascacielos, las torres románicas, las terrazas con árboles y los jardines colgantes, los templos circulares, las arquitecturas inexplicables que parecen elucubraciones fantásticas sobre el faro de Alejandría o hangares como los de los cuadros de De Chirico, o miradores con escalinatas quebradas y arcos imposibles como los de los grabados de Escher. Hay que levantarse pronto, para evitar en lo posible el desasosiego de las horas y los días que se van tan velozmente, hay que poner la cafetera y que encender la radio antes que todo, buscando las noticias sobre la guerra intermitente que ya está sucediendo al otro lado del mundo, en un país de roquedales tan ásperos como la otra cara de la Luna, la otra cara dramática y maltratada de la Tierra, donde aviones de formas afiladas y tecnología prodigiosa lanzan al mismo tiempo bombas y paquetes de ayuda humanitaria, donde misiles teledirigidos que cuestan cada uno cientos de millones de dólares fulminan espacios pelados de desierto, paisajes calcinados por guerras anteriores y ruinas de ciudades que ya estaban arrasadas. Pero la guerra está muy lejos, tan lejos como esas catástrofes naturales que salen con frecuencia en los telediarios, permitiéndole a uno ver un país anegado bajo el agua y el barro de las tormentas monzónicas o una ciudad entera destruida por un terremoto mientras se toma un plato de sopa, mientras se prepara el desayuno en su sólida y ancha cocina norteamericana —qué raro que en un país donde se cocina tan poco haya cocinas tan espléndidas, tan hospitalarias—: el café, el zumo de naranja, los muffins ingleses bien tostados, con su masa blanca y mullida, untados de mantequilla y mermelada. Hay aquí un arte del desayuno, como el de tantas otras cosas cotidianas, como el arte de ir el domingo por la mañana a un mercadillo o el de leer con placidez y método los cuadernillos innumerables del periódico, o el de pasear por Central Park disfrutando con inusitada simultaneidad de la naturaleza y del artificio humano, de las formas desaforadas de los árboles y las rocas de pedernal negro y de los edificios que se vislumbran más allá y por encima de las copas, recortados limpiamente contra el cielo, y que al mismo tiempo se reflejan como luminosos espejismos en el agua lisa de los lagos, que a la caída de la tarde se vuelve del mismo rojo que el cielo del oeste, y en la que también empiezan a encenderse las luces de las ventanas, como en una ciudad sumergida e inversa. Anchos, de formas caprichosas, a veces recónditos entre una espesura, los lagos de Central Park parecen creaciones azarosas de la naturaleza, pero son también lagos artificiales, tan diseñados por la inteligencia y el capricho humanos como los pináculos de los rascacielos. Al gusto tranquilo de prepararse el desayuno, calculando el día intacto que aún tiene uno por delante, se une a veces, aunque no siempre, el pensamiento egoísta de que ahora mismo, en España, en Madrid, ya es casi la hora de comer, y la gente de nuestro gremio ya se deja llevar por la agitación de salir a la calle en busca de un taxi, de ir hacia el restaurante donde tienen concertada la comida, que probablemente será una comida literaria, la presentación de un libro, un ejercicio desmayado de chismes y palabras muy usadas e hipócritas, de comentarios despectivos murmurados por lo bajo mientras se aplaude con desganada falsedad y se mira de soslayo y desde muy arriba al pobre iluso o inepto en cuyo honor se está dando de comer y de beber gratis a una serie de personas, vagamente enteradas o expertas, que no van a leer nunca el libro a expensas del cual comen y beben hoy gratis, igual que lo harán mañana en otro restaurante, con el pretexto de otro libro, en el curso de otro simulacro de embustes en voz alta y puñaladas susurradas detrás del cigarrillo o de la servilleta. Qué lejos está uno, en el espacio y en el tiempo, en este apartamento neutral de Nueva York, libre y desprendido de todo, devuelto al amor primitivo por las cosas, al puro asombro de descubrir el mundo y contarlo con palabras, de no ser nadie y caminar por una ciudad con la sensación de tener por delante toda la vida y toda la literatura, la que me entusiasma leer y la que quisiera escribir. Soledad y privacidad son los dones que Nueva York ofrece a quien esté dispuesto a recibirlos, dice E. B. White. Salgo ligero, nómada, bien desayunado, a una hora temprana, con mi chaquetón y mi gorra para protegerme del frío, con mis botas de caminar enérgicamente durante horas enteras, como unas botas de siete leguas para atravesar en minutos las distancias de Manhattan, con mi mochila al hombro, en la que llevo las pocas cosas que me hacen falta, sobre todo mi cuaderno y mi rotulador de tinta negra y punta muy fina que escribe tan velozmente sobre el papel en blanco como si avanzara por delante de mí, guiándome, igual que me guía en la mañana de octubre la impaciencia vigorizadora y nunca satisfecha de seguir recorriendo la ciudad, a veces con un destino preciso, otras dejándome llevar, encontrando lugares que no conocía, señales de presencias que son fantasmas de los libros o de vidas reales con las que hubiera podido cruzarme si mis caminatas derivaran hacia las calles casi idénticas pero ya invisibles del pasado. Muy cerca de donde yo vivo ahora, justo a tres calles de distancia, vivió muchos años Thelonious Monk: habría venido caminando muchas veces por esta misma acera, enorme, lento, raro, con ese principio de mareo y de oscilación que había siempre en sus gestos, con la expresión absorta y la mirada perdida, como si persiguiera una música difícil, de notas muy espaciadas, de armonía chocante, de melodía simple, angulosa, íntima, Thelonious Monk parado en la esquina de Broadway y la avenida Amsterdam, arrastrando los pies, retirado como un monje en el silencio hermético de sus últimos años, con un abrigo ancho y enorme, con uno de aquellos gorros estrambóticos que le gustaba ponerse. Del Lincoln Center salió una tarde de junio de 1986 un hombre mayor, menudo, con gafas doradas, con un estuche de clarinete bajo el brazo. Era Benny Goodman, que había pasado varias horas ensayando el concierto para clarinete y orquesta de Mozart, y que ya no volvió a pasear por estas calles, porque esa misma noche murió apaciblemente mientras dormía, con la dulzura de los hombres justos, quizás escuchando en sueños la música tan delicada que había estado tocando. No mucho más abajo, en la calle 57, cerca del Carnegie Hall, hay una placa en la casa donde vivió hasta su muerte Béla Bartók, donde fueron apagándolo poco a poco la pobreza y la enfermedad, un desconocido de pelo blanco y cara triste, con el acento extranjero de tantos exiliados de entonces. En abril de 1940, recién llegado a Nueva York, Bartók tocó con Benny Goodman y con el violinista húngaro, también exiliado, Joseph Szigeti: grabaron juntos los Contrastes que Bartók había compuesto casi dos años antes por encargo de Goodman, todavía en Europa, pero ya con vibración de jazz estremeciendo los dejes de melodías zíngaras y las síncopas cubistas de la partitura, como anticipando los ritmos de la música urbana y de la agitación de Nueva York. En el Carnegie Hall escuché una tarde su Concierto para orquesta, y fue al salir cuando descubrí por casualidad la placa que señalaba la vivienda en la que esa música probablemente se había compuesto, tan lejos de Europa, de la propia vida pública y la celebridad de Bartók, que se habían quedado atrás igual que su país, tragado por un fanatismo del que él quiso huir por asco y por dignidad, no por supervivencia: Dar el salto hacia lo desconocido fuera de lo sobradamente conocido e insoportable, escribió en una carta. Tenía casi sesenta años cuando llegó a Nueva York en 1940, enfermo de leucemia. La noticia de su muerte, en septiembre de 1945, ocupó cuatro líneas en el New York Times. En Lincoln Square hay un busto de Leonard Bernstein, a quien habría podido ver alguna vez por estas calles igual que en ocasiones me cruzo con James Levine, que calza unas zapatillas de deporte casi tan imponentes como su torso hinchado bajo la camisa sin corbata, como su cabeza enorme coronada por una pelambre de rizos tan densos que parecen africanos. En este mismo vecindario, en la calle 77 oeste, tuvo su apartamento Miles Davis, y diez calles más arriba vivió al final de su vida Billie Holiday, enferma, espectral, quizás caminando por estas aceras con aire sonámbulo y con los tacones torcidos, como una de tantas almas perdidas de la ciudad. En un pequeño jardín triangular, entre Broadway y Amsterdam, hay una estatua de Verdi, viejo y gallardo sobre su pedestal como en las alturas de la gloria, y algunos cruces más arriba está el letrero del Isaac Bashevis Singer Boulevard: sus judíos emigrados a Nueva York pululaban por estas calles en las que aún hay muchos carteles en hebreo y estrellas de David, donde los quioscos venden periódicos en hebreo y en yiddish y se ve a hombres barbudos, sentados en las grandes cafeterías kosher, leyendo el Daily Forward, que era el diario en el que Bashevis Singer se ganaba la vida. En un edificio de apartamentos, en Broadway, el Ansonia, colosal como los palacios de los Médicis, vivía el piadoso Boris Makaber, que es el héroe memorable y patético de la última novela de Singer, Sombras sobre el Hudson, tan caudalosa, tan profunda, tan arrebatadora, tan llena de dolor, como las grandes novelas rusas del siglo XIX. Por aquí iban y venían sus personajes caminantes, fugitivos de Europa, supervivientes de los campos de exterminio, angustiados de culpa y trastornados de tentaciones sexuales. Por aquí anduvieron también, caminan fantasmalmente todavía, algunas figuras supremas de las novelas de Saul Bellow: el fracasado Tommy Wilhelm, que vivía en una habitación de hotel justo enfrente del Ansonia; el profesor Artur Sammler, alto, flaco, peliblanco, también superviviente de una fosa común en Polonia, examinando con su único ojo, con furia y pavor, el desorden de una ciudad en la que sigue siendo un refugiado a pesar de los años, la irracionalidad de un mundo que no entiende ni acepta, dislocado para siempre después de que la civilización centroeuropea a la que pertenecía fuera aniquilada por la guerra.