35
Después de cada ausencia voy en busca de alguna querida librería en la que pasé horas de recogimiento y felicidad, de mareo y codicia por la abundancia de los libros, y no es infrecuente que la encuentre clausurada. Pasé varios años sin volver, y cuando busqué en la Quinta Avenida la librería Brentano’s pensé que me había perdido, o que la memoria infiel me confundía, porque daba vueltas y no lograba encontrarla. Era una librería enorme, acogedora, con columnas de hierro de capiteles dorados, barandillas y escaleras de hierro, fuertes suelos de madera, una librería que tenía algo de espacio industrial, de sólido comercio ilustrado, y también una calma de biblioteca pública. Después de mucho buscar reconocí el edificio, las volutas de sus ventanales art nouveau: pero ahora no había libros en ellos, sino carteles publicitarios de Benetton. De un viaje a otro desapareció la librería Rizzoli de West Broadway, en la que había colecciones exquisitas de literatura y de libros de arte, y donde se conocen Robert de Niro y Meryl Streep en una película sentimental que a mí me gusta mucho, Falling in Love: volví y sólo quedaba el letrero medio descolgado sobre un local vacío, lleno de polvo, de cristales rotos y botes de pintura. Así encontré al cabo de menos de un año la librería Colisseum, que estaba en la esquina de Broadway y la 57, y unos días más tarde aquella de University Place, a unos pasos de Washington Square, donde siempre había en el escaparate, adormilado y solemne entre los libros, un gran gatazo rubio. El gato tenía algo de guardián severo y de símbolo de algo, de la lentitud necesaria para el disfrute de la literatura y de la vigilancia alerta de la inteligencia. El gato lo miraba a uno con sus ojos verdes y guiñados y sus pupilas tenían la cualidad adivinadora de las miradas de los grandes maestros de la literatura en las fotografías en blanco y negro del escaparate. Era un gato sedentario y letrado, hecho a la compañía de Walt Whitman, de Faulkner, de Saul Bellow, de Virginia Woolf, de Scott Fitzgerald, de John Cheever, encerrado con ellos en aquella cabina de cristal que era en el fondo una reliquia de otros tiempos, igual que la librería de cuyo nombre me he olvidado y que no pudo sobrevivir al progreso de la ignorancia, a la decadencia de la palabra escrita, al triunfo monstruoso de la cadena Barnes & Noble. No recuerdo el nombre de la librería, pero sí los dos últimos libros que compré en ella: una nueva edición de los cuentos completos de John Cheever y un volumen delgado y breve de E. B. White, Here is New York, que es el relato de un paseo por la ciudad tan intenso, tan comprimido, tan hecho de presente y traspasado de nostalgia futura como esas canciones de Nueva York que cantan Tony Bennett o Mel Tormé, y que a uno, cuando está lejos y hace mucho que no vuelve, le despiertan la añoranza y el instinto físico de salir a caminar por las calles. Paseando Broadway arriba una tarde de octubre he descubierto la librería Murder Ink, a la altura de la calle 90, en una zona donde ya se oye hablar mucho español y el color de las caras se vuelve más oscuro, y la pobreza más evidente: las aceras están más sucias, y los McDonald’s y Burger King y las innominadas pizzerías sustituyen a los restaurantes modernos y a las cafeterías sustanciosas de unas calles más abajo, llenando el aire de olores de comida barata, el hedor casi táctil de la grasa frita. La librería Murder Ink, que tiene un escaparate y un ala entera dedicados exclusivamente a la literatura policial, se parece algo a una tienda antigua de ultramarinos, con el suelo de madera sin pulir y las estanterías iguales a las que había en las tiendas adonde mi madre me mandaba de niño, las tiendas donde el azúcar, las lentejas y los garbanzos, que se vendían a granel, estaban guardados en grandes cajones pintados de estos mismos grises y azules. Empujo la puerta y se escucha una campanilla, y en el interior hay un silencio enguatado, un poco polvoriento, ligeramente rancio. La librería es más bien anacrónica, artesanal, comparada con los establecimientos colosales que dominan aquí el comercio del libro, pero es que la literatura, el oficio, el gusto de leerla, también es, en el fondo, una cosa algo rancia y bastante artesanal, un trabajo lento y solitario que no interesa a demasiadas personas y en el que siempre tiene que haber un punto de entrega gratuita y azarosa, de devoción íntima. En Murder Ink se encuentran, desde luego, las mismas obesas novedades que en cualquier Barnes & Noble y que en la lista del New York Times, pero también hay libros de segunda mano muy cuidados, volúmenes en tapa dura que tienen el aspecto de haber sido ya leídos, de haber durado dignamente más allá del tiempo cada vez más fugaz que conceden las normas del mercado y los atolondramientos de la moda. En estantes cerrados con llave hay primeras ediciones austeras y valiosas de los grandes maestros norteamericanos del siglo, y en los anaqueles se ordena por orden alfabético la gran literatura universal, en sólidos volúmenes de bolsillo que a uno le dan ganas de ir leyendo igual de sistemáticamente, en las largas horas y en los días serenos de una vida de verdad sedentaria y provechosa, en una calma como la de este lugar, donde llega amortiguado el ruido del tráfico y se escucha a un volumen discreto un disco de Bill Evans. A mí esta librería que acabo de descubrir me hace instantáneamente feliz, me acoge como una casa conocida y querida, y nada más entrar en ella, vagabundeando entre los anaqueles, que es otra de las formas de nomadismo que suelo ejercer en la ciudad, ya encuentro libros que me gustaría leer, recordados o desconocidos, y que tomo entre las manos y hojeo con la misma respetuosa felicidad que cuando entraba de niño a las papelerías de mi ciudad natal, que olían tan delicadamente a goma, a madera de lápiz, a tinta, a papel impreso. En Broadway, en esta zona ya fronteriza en la que se adivina la proximidad de Harlem, la línea divisoria entre los ricos y los pobres, entre las pieles claras y las pieles oscuras, entre las tiendas exquisitas y opulentas de alimentación y las desoladas hamburgueserías y pizzerías con olor a sebo y lividez de neones sucios, al anochecer, en esta acera casi a oscuras, Murder Ink es como una papelería antigua que conserva tras la puerta de cristal y el sonido de la campanilla aquellos aromas tan sustanciosos como los que brotaban de las panaderías. Qué gusto, qué codicia de libros, rotundos como panes de corteza dorada, y yo paseando entre ellos, tentado por casi todos, feliz de su cercanía, no agobiado por su proliferación. Cada libro es una excitante invitación y también un principio anticipado de remordimiento, una promesa de sensaciones, palabras, saberes y mundos, y una advertencia de que no se pueden leer todos los libros que uno quisiera. Siempre faltará tiempo, y el que se dedique a uno se le estará negando a otro, y uno no podrá dar nunca por satisfecha esta apetencia de lectura, este vicio impune, según Valery Larbaud. Por azar encuentro un libro que venía buscando sin éxito hace tiempo, que me ilusiona como cuando encontraba una novela aún no leída de Julio Verne en la papelería de mi ciudad natal, tan lejos de aquí: Mole People, de Jennifer Toth, una crónica de la gente que vive en las alcantarillas y en los túneles y las estaciones abandonadas del metro de Nueva York. Si hubiera más luz en la calle empezaría a leerlo ahora mismo, sonámbulo por la ciudad con mi libro en las manos. Pero ya es de noche cuando salgo de la librería, dejando atrás el sonido de la campanilla. Es noche cerrada en la calle, pero en el cielo dura un azul limpio y marítimo, por encima de los volúmenes recortados y oscuros de los edificios, donde ya han empezado a encenderse las luces. Dejo Broadway y voy derivando por las calles laterales, calles quietas de casas de cuatro pisos con barandas y escalinatas de piedra a la entrada, con árboles en las aceras y pequeños jardines. En las caminatas del anochecer se me acentúa el sentimiento de la extranjería, y percibo más agudamente la quietud confortable que hay tras las ventanas iluminadas, sin cortinas, tan cerca de la calle que algunas veces puedo distinguir con claridad las caras de quienes viven en los primeros pisos, las líneas de libros en estanterías que se parecen a las de Murder Ink. Voy como un fantasma por estas calles tranquilas y desiertas, tan sosegadas a unos pasos de la agitación de Broadway y de la avenida Amsterdam. En una ventana aparece una silueta de pie, a contraluz, una mujer que mira hacia la calle, quizás para despejarse después de un tiempo largo leyendo o escuchando música en esa habitación tan propicia al recogimiento. Al mirarme pasar, una figura sombría en la acera sin nadie, tendrá la sensación de estar viendo una presencia humana impenetrable y lejanísima que sin embargo está tan sólo a unos metros de ella, tan cerca que puede oír mis pasos con la misma claridad con que yo oigo el pestillo que ha ajustado ella en la ventana, tal vez en un gesto instintivo de recelo, de alarma.