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Las sirenas me despiertan cuando acababa de entrar en el sueño y ya no me puedo dormir hasta mucho más tarde. Me levanto con sigilo y me asomo a la ventana, sin ver nada más que la acera de siempre y las pequeñas acacias pobremente alumbradas por una farola amarillenta, que también revela en parte el interior vacío de un aula de ensayos de la Juilliard School. Las sirenas silban en largos alaridos de catástrofe que se enredan y se responden entre sí como en el ascenso de una fuga. Suenan más cerca y más urgentes cuando parecía que empezaban a apagarse, o que se alejaban a toda velocidad y en línea recta por las avenidas vacías, por las calles laterales tan oscuras y deshabitadas como las de una ciudad bajo el toque de queda. Si no hay tráfico, ¿por qué las hacen sonar al máximo volumen? Las sirenas alcanzaron las profundidades más densas del sueño, y ahora me quedo desvelado en la penumbra imperfecta del dormitorio, notando de pronto todo el miedo que yo ignoraba que tenía guardado dentro de mí. Una lección que he aprendido en las últimas semanas es que uno tiende a acostumbrarse al miedo, quizás por falta de imaginación, o por incapacidad de mantenerse en guardia demasiado tiempo: quizás también porque uno necesita una apariencia mínima de normalidad y si es preciso se engaña a sí mismo para creer que no sucede nada, que en realidad no hay tanto peligro, porque si reconociéramos de verdad que puede sucedemos cualquier día algo tan increíble como lo que sobrevino el 11 de septiembre no podríamos acomodarnos en lo que más nos gusta, la rutina diaria, el orden habitual de las cosas, y tendríamos que aceptar la evidencia pavorosa de que esa normalidad de la que dependemos es tan frágil que cualquier atentado puede desbaratarla. Uno puede salir una mañana del metro, a la hora de siempre, subir en ascensor a su oficina, regular el aire acondicionado, conectar el ordenador, y cada acto le parece de una firmeza indestructible, una secuencia de gestos menores que no se interrumpen, de causas que provocan con toda previsibilidad efectos indudables: introducida en su ranura precisa, en el vestíbulo de la estación del metro, la tarjeta magnética del abono de transporte hará que el torniquete ceda ante el empuje del cuerpo; el tren llegará al cabo de no más de uno o dos minutos de espera, de la misma forma en que la luz del sol aparece a una cierta hora sobre los edificios del este; bastará con pulsar un botón para que se encienda la flecha intermitente que anuncia la llegada de un ascensor; la corriente eléctrica que lo mueve todo y los flujos magnéticos que regulan el funcionamiento de los climatizadores o las imágenes, las palabras, las columnas de cifras que se deslizan por la pantalla del ordenador, son tan dóciles, tan infalibles, que uno no piensa en ellos, los da tan por supuestos como los latidos del corazón o el ritmo respiratorio que hincha regularmente sus pulmones. Por eso irritan tanto los contratiempos menores, la tarjeta rayada que no franquea el paso, el tren que se retrasa unos minutos, y por eso nadie o casi nadie sabe imaginar de verdad lo que debería ser una lección común de la experiencia, que la enfermedad, el desastre, el simple error, la avería de una máquina, pueden trastocarlo todo de golpe y para siempre. El grado de tolerancia hacia la incertidumbre, la conciencia de la fragilidad de la propia vida y de la provisionalidad de todas las cosas son más bajos en Norteamérica que en ninguna otra parte: los europeos de una cierta edad recuerdan que la civilización fue destrozada en poco tiempo por el totalitarismo y la guerra y que las ciudades más hermosas pueden convertirse de la noche a la mañana en paisajes de ruinas; los españoles tenemos todavía muy cerca la memoria de la guerra civil y de la tiranía, y sabemos muy bien que una bomba terrorista puede sembrar la destrucción y el infierno en la calle más tranquila de una ciudad turística, en un centro comercial donde la gente llena los carritos de comida para el fin de semana. Los norteamericanos han visto el horror en las películas y en los noticiarios, y quienes lo han vivido lo vinculan a territorios lejanos, Vietnam o los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial. También están mucho más acostumbrados que nosotros a las seguridades de la legalidad, a los privilegios cotidianos de la tecnología, a la solvencia del comercio. Cualquier azar los desconcierta, y difícilmente conciben que un error sea irreparable, o que no haya compensación para un abuso, o explicación para una irregularidad. Por eso hay tantos abogados y son tan gigantescas las sedes de las compañías de seguros, y es tan prolijo y tortuoso cualquier trámite administrativo. Por eso les cuesta más todavía aceptar el hecho monstruoso, la quiebra inaudita de la normalidad que fue el apocalipsis de las Torres Gemelas, el descubrimiento de la sustancia frágil y precaria de lo que parece más firme, de que todo lo sólido se desvanece en el aire, como escriben con extraña poesía Marx y Engels en el Manifiesto Comunista. Ahora mismo, de golpe, en el dormitorio en penumbra, por culpa de las sirenas que me han despertado, yo me sorprendo al encontrar dentro de mí más miedo del que imaginaba que sentía, y también puedo entender algo que me ha extrañado siempre cuando leía los libros de historia, o las memorias de supervivientes del Holocausto o del Gulag: por qué no escapaban, se pregunta uno siempre, cuando todavía estaban a tiempo, cuando no habían empezado a perseguirlos, cómo es posible que siguieran viviendo en una ignorancia ciega de lo que se avecinaba, que no prestaran demasiada atención a las amenazas explícitas, al enrarecimiento gradual de sus vidas. La respuesta la encuentro ahora, dentro de mí mismo, en mi incapacidad de aceptar plenamente, racionalmente, no ya el horror que he visto con mis propios ojos, sino la probabilidad de que algo semejante vuelva a ocurrir, más todavía ahora, cuando el gobierno norteamericano se dispone a bombardear Afganistán. Uno quiere, ante todo, creer que la normalidad no va a romperse, y se aferra a sus hábitos con más fuerza que nunca en medio de una crisis que en cualquier momento podría destruirlos, como si al repetir lo que ha estado haciendo cada día asegurara su propia perduración, segregara una sustancia que lo irá protegiendo, como el calcio de su concha al molusco o el hilo de saliva convertido en seda al gusano que teje su capullo al mismo tiempo que se cobija en él. Y uno, insensatamente, para sentirse más seguro, prefiere no escuchar demasiadas noticias, y se irrita contra quien le confía vaticinios o contra quien le anima a darse cuenta de su vulnerabilidad y a tomar medidas para ponerse a salvo. A Casandra, empeñada en anunciar los desastres inminentes que nadie deseaba oír, se le tendría más rencor en Troya que a los mismos enemigos que sitiaban la ciudad y se preparaban para destruirla. Acomodarse casi de cualquier manera a un principio mínimo de normalidad es seguramente un método instintivo de supervivencia: pero también puede ser una forma pasiva de autodestrucción, un resignarse anticipadamente a la inevitabilidad del fin, dejándose hechizar como un animal por los faros del coche que va a atropellarlo. Así me hechizan ahora las sirenas que me han despertado, y al principio me digo que no pasa nada, que se trata sólo de una de tantas alarmas, de la afición truculenta de los policías y los bomberos por cruzar las calles a toda velocidad y desplegando el poderío de las sirenas, los cláxones y las luces giratorias, sobre todo ahora, cuando la ciudad entera los aclama como héroes, cuando el público de las terrazas se pone en pie y aplaude y lanza gritos de entusiasmo si pasa un camión de bomberos. No sucede nada, seguro, pero entonces por qué dura y dura tanto el sonido de las sirenas, por qué parece que hay tantas esta noche, sonando al mismo tiempo, multiplicándose como si se congregaran viniendo desde muchos lugares lejanos, mezcladas con el bajo profundo de los cláxones y el chirrido de los neumáticos en las curvas. Así duran las sacudidas que nos han despertado en un avión donde volábamos de noche, y aunque al principio uno se dice, con desgana de experto, que se trata sólo de turbulencias pasajeras, poco a poco empieza a perder la sangre fría, porque las sacudidas son cada vez más pronunciadas y el suelo tiembla, igual que los brazos del asiento que uno ha empezado a apretar muy fuerte, y de golpe se oye que una bandeja se ha volcado o se abre uno de los compartimentos superiores. Entonces viene el miedo, el vacío en el estómago cuando el avión parece desplomarse durante unos segundos, el vértigo y la conciencia física de estar suspendido a diez mil metros de altura, en la negrura helada de la estratosfera, sobre la oscuridad de un océano que debe de estar rugiendo azotado por los vientos, con hondos abismos entre las olas y crines blancas de espuma. Pero la tensión se apacigua, y hay un momento en el que bajan los agudos de las sirenas y ya no vuelven a subir hasta el límite, y se va haciendo más ancho el espacio de la ciudad que las separa de este edificio y de la habitación en la que yo no duermo. El oído percibe el espacio con la misma agudeza que la mirada: ahora las sirenas que se alejan trazan en la noche las líneas rectas de las avenidas, modelan con su resonancia gradualmente apagada la verticalidad y la anchura de los edificios, y cuando por fin se extinguen del todo me doy cuenta de que no voy a dormirme y de que tampoco ahora se ha hecho el silencio. Entra luz desde la calle, la luz amarillenta y rojiza de las noches de Nueva York, y también van entrando los sonidos que no tenía conciencia de estar escuchando, el rumor de máquinas que nunca cesa en la ciudad, los acelerones y frenazos de los camiones de basura y el estrépito de los émbolos y los compresores hidráulicos, las chimeneas de ventilación en el tejado, la trepidación de un convoy nocturno del metro, los mecanismos escondidos e ingentes que mantienen perpetuamente en marcha la gran maquinaria de Manhattan, y que no me dejaban dormir en la habitación de mi primer viaje: como los motores del avión cuando se han apagado las luces en un vuelo transatlántico o el fragor del tráfico en una autopista cercana, como el ritmo de las ruedas y el entrechocar de los topes de los vagones en un expreso nocturno en el que uno no llega del todo a dormirse. Yo oigo las sirenas y murmullos de Nueva York, escribe Lorca en una carta a su familia. De nuevo se oyen sirenas, pero ahora mucho más lejos, traídas desde otro extremo de la ciudad por un cambio del viento. Con los ojos abiertos, con la clarividencia neurótica del insomnio, veo como en un sueño los morros anchos y las hileras de luces rojas y azules de las ambulancias, la pintura roja y los cromados relucientes de los camiones de bomberos y sus luces destellando en los escaparates de las tiendas cerradas y en el asfalto con brillos de grasa de las oscuras calles laterales, en el negro charolado de las bolsas de basura. La ventana de otro apartamento igual que éste se ilumina sobre el patio, sobre las máquinas y las tuberías del aire acondicionado, y un poco después se escuchan pasos y el ruido del ascensor. Quizás es más tarde de lo que yo imaginaba y la gente madrugadora ya empieza a levantarse para ir al trabajo. La ciudad entera parece que duerme un sueño agitado de alarmas, que permanece inmóvil en un duermevela de pesadillas posibles, ahora que se ha descubierto vulnerable. Puede que en alguna parte haya escondidas sucias bombas químicas, incluso se especula con la posibilidad de armas nucleares, no de tecnología puntera ni de gran capacidad destructiva, pero sí suficientes para sembrar de verdad el caos en esta isla superpoblada. Y bastaría la explosión en el metro de una bomba con carga biológica, con esas esporas de ántrax de las que ahora hablan cautelosamente los periódicos, para propagar en los vagones y en los túneles una hecatombe de peste medieval.