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A mí es fácil que se me contagie ese ensimismamiento. Una parte muy solitaria y retraída de mí mismo se reconoce en esas actitudes de los desconocidos, sobre todo cuando me encuentro en una ciudad que no es la mía y en la que mi atención está siendo solicitada continuamente por tantas cosas que me gustan mucho, en la que la mirada y la inteligencia han de permanecer tan activas como las piernas de nómada que me llevan sin descanso de un sitio a otro. Pero también soy muy sensible a la mordedura de esa forma norteamericana de soledad que no se parece a ninguna otra, y cuya infección lenta me empuja fácilmente a una desdicha amedrentada en la que no falta un complejo de inferioridad español, el miedo pueblerino a la exhibición de la propia torpeza. Sentía ese desamparo en los primeros tiempos que pasé en Madrid, recién llegado de mi ciudad de provincias, exaltado por la amplitud de la capital con la que había soñado tanto y por la riqueza de sus incitaciones plurales, y también derribado por ella, desalentado por su hostilidad, por aquel fragor de tráfico y de gente irritada que en cualquier momento podría borrar sin rastro mi existencia ínfima. Lo sentí de nuevo, intacto, en Nueva York, muchos años más tarde, en mi primer viaje, alguna noche en la que de pronto me encontré sin fuerzas para salir de la habitación del hotel, abatido no sólo por el cansancio físico, por la resaca de una permanente sobreestimulación, sino también por la conciencia abrumadora del tamaño de la ciudad y de las fuerzas violentas que trepidan en ella, por el mareo de sus innumerables multitudes, de la multiplicación infinita de todo, las caras, las luces, las ventanas, los volúmenes de los edificios, el Himalaya iluminado y nocturno de los rascacielos. En la pequeña ciudad universitaria de Charlottesville, en el estado de Virginia, viví durante varios meses una soledad casi igual de profunda, con su parte de sereno retiro del mundo y también de melancolía pegajosa, de irrealidad y extrañeza al cabo de muchas horas de no escuchar más voces que las de la televisión o de leer en silencio junto a una ventana por la que se veía un bosque punteado de luces de casas. Pero en Virginia la soledad era más visible, porque era una soledad física, de casas aisladas, de carreteras y de bosques, sin lugares donde los desconocidos pudieran rozarse entre sí, salvo las burbujas relucientes y asépticas de los shopping malls. En Virginia, cuando me encerraba en casa el jueves por la tarde, después de mi última clase, era consciente de que podría no hablar con nadie hasta la mañana del lunes, pero esa soledad ya estaba anticipada por los paisajes en los que me movía, por el aislamiento de la hilera de edificios bajos y neutros, situada entre una autopista y un bosque, donde estaba mi casa alquilada. Para un europeo todo se aleja hacia distancias remotas en esos espacios demasiado abiertos de América, topografías fantasmales de soledad y ausencia. En Nueva York, en cambio, la soledad más extrema puede encontrarse en medio de una multitud, y hay lunáticos que viven como náufragos o como ermitaños abrasados por las alucinaciones del desierto en las aceras más transitadas, que yacen en el suelo igual que mendigos de Bombay y miran despavoridos a su alrededor o gritan como si acabaran de recibir una revelación en los riscos pelados del Sinaí. Se mueven con un desasosiego de animales misántropos que llevaran muchos años encerrados en jaulas y privados de la cercanía de sus semejantes, y a veces desarrollan hábitos de excentricidad o de guarrería propios de quienes se han desprendido de todas las limitaciones que impone el trato humano. Una mañana veo venir hacia mí, por una acera muy transitada de Broadway, a una mujer vieja y despeinada pero no del todo mal vestida, con un chándal gastado, aunque digno, con sandalias de tacón y calcetines sucios, con una mancha aproximada de carmín rojo en los labios agrietados, que mueve hablando sola, despegándolos apenas. Pero son sus manos lo que llama de pronto mi atención y despierta una inmediata repugnancia: la mujer camina con las dos manos ligeramente levantadas, y al principio parece que llevara algo enredado en ellas, entre los dedos muy separados, pero lo que lleva son unas uñas larguísimas, córneas y oscuras como garras, pero más largas que las garras de ningún animal, tan retorcidas que se enroscan como trozos de alambre, y a la vez curvadas y fuertes como conchas de navajas, agudas y afiladas como las pinzas de un gran crustáceo. Qué podrá hacer, con esas uñas en las manos, cómo será verla comer sentada cerca de uno en la mesa de una cafetería, cómo se le enredará el pelo sucio entre las uñas cuando intente peinárselo. Pero nadie mira, nadie más que yo parece reparar en la existencia de esa mujer, en el enjambre pinchudo y córneo que tiembla mientras camina en los extremos de sus dedos. Circundado por la indiferencia de los otros, invisible para ellos, el lunático se acostumbra a actuar en público con la misma ausencia de escrúpulo que si estuviera solo en una habitación cerrada, tan a salvo de la inquisición de los demás como tras las paredes de un retrete. En un vagón del metro, un hombre enorme que ocupa dos asientos y se tapa del todo la cabeza con el capuchón de su anorak arranca el plástico de una bandeja de comida preparada y se la va comiendo con los dedos: trozos de pollo, puñados de arroz, grumos de salsa que le chorrean de los gruesos dedos y que el hombre chupa con la misma ruidosa complacencia que si estuviera solo, con gorgoteos y gruñidos de cerdo hozando en un pesebre. Está sentado frente a mí, y advierto que la gente escucha igual que yo el ruido como de chapoteo que hace al masticar, pero nadie accede abiertamente a mirarlo, a mostrar su asco o su incomodidad. No veo sus ojos, tapados por la capucha, sólo la boca abierta que mastica y que tiene un cerco de grasa brillante y de salsas rojas y amarillas que poco a poco le va chorreando por el mentón carnoso.