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El gusto de estar en Nueva York es inseparable del alivio de no estar en España, de no vivir agobiado por las noticias y las obsesiones de cada día. Un extranjero tiende a situarse por instinto a una distancia confortable de las cosas: las que suceden en su propio país le quedan lejos, o no se entera bien de ellas, y las que tiene muy cerca en el otro país donde vive transitoriamente le pueden interesar mucho, incluso apasionarle a veces, pero no le duelen en el estómago con el desconsuelo de una úlcera, no hieren sus terminaciones nerviosas. Busco en Internet los periódicos españoles, pero no suelo detenerme mucho rato en ninguna información, en parte porque no es agradable leer en la pantalla de un ordenador portátil, pero sobre todo porque no siento demasiada curiosidad. Compramos de vez en cuando el periódico de papel, oloroso y tangible, con un día o dos de retraso, si pasamos junto a una de esas tiendas en las que se venden millares de revistas de todos los asuntos y de cualquier parte del mundo, pero no nos esforzamos en ir a buscarlo, y cuando lo hojeamos, haciendo tiempo en un restaurante o en el curso de un paseo, la lectura se nos acaba en seguida, y las cosas que allí nos parecen cruciales aquí se nos vuelven fácilmente aburridas o irrisorias, muy lejanas. Una parte de mí mismo también se queda en esa lejanía: la presencia pública, el peso de una identidad añadida que es consecuencia de mi trabajo, pero que con mucha frecuencia se me vuelve opresiva, y seguramente también esterilizadora. Dice Joseph Brodsky que los espejos de los hoteles no nos revelan nuestra identidad, sino nuestro anonimato. El mismo efecto produce una inmersión de extranjero en Manhattan: si uno tenía la tentación, siquiera inconsciente, de creerse alguien, aquí comprueba, literalmente, sin rastro de literatura, que no es nadie, que es un Don Nadie, para ser exactos, con la exactitud de la lengua popular. Alguien te mira en Madrid con una punzada de reconocimiento en las pupilas y te otorga una identidad sobreañadida, mejorada o caricaturesca, que puede provocar lo mismo una aprensión paranoica que una descarga de vanidad. En Nueva York desaparece ese peligro: nadie te mira. Nadie te mira porque nadie va a reconocerte y también porque nadie mira abiertamente a nadie. Las personas se cruzan en el pasillo estrecho del supermercado y murmuran excuse me con la mirada baja, como si un sensor táctil y no el sentido de la vista avisara de la cercanía incómoda del otro. Cada cual va como envuelto en una película transparente e impenetrable de celofán, como los alimentos que brillan excesivamente bajo las luces árticas de los supermercados. Dice Don DeLillo que la vida en Manhattan se rige por un pacto de intocabilidad. En España, en Italia, uno vive casi a flor de piel, está entero en la mirada, como si se asomara a una ventana abierta. Aquí nadie se roza, y si tiene que encontrarse demasiado cerca de otro en la aglomeración de los vagones del metro, se aparta con una especie de pulsación retráctil. El alma no se ve en la cara ni en los ojos, porque cada cual está recluido muy en el fondo de sí mismo cuando se encuentra frente a desconocidos. Una ficción exagerada y profesional de cordialidad se corresponde con un absoluto hermetismo íntimo. La cajera de la tienda de postales te puede conmover deseándote con su mejor sonrisa que tengas a nice day, pero si buscas mirarla a los ojos para corresponder con una sonrisa equivalente, por culpa de la vulnerabilidad sentimental del extranjero, la mirada y la sonrisa habrán desaparecido sin rastro, y la cajera ha dejado de verte, agotada la fracción de segundo que en calidad de cliente te correspondía, y ya está preguntando imperiosamente who’s next, y dedicándole al que te seguía en la cola una sonrisa idéntica y deseándole con la misma distraída dulzura que pase un bello día. Es así y no de otra manera, y la vida es muy dura para quien tiene que ganarse un salario en Manhattan, las jornadas laborales larguísimas, las distancias enormes desde los barrios extremos donde están las viviendas de la gente trabajadora. A veces, cuando se abre el ascensor, me quedo atrás para dejar pasar a alguien, o le sostengo la puerta a quien sale detrás de mí del supermercado, con las manos llenas de bolsas: siempre hay un gesto de sorpresa, una tentación instantánea de percibir mi existencia, el impulso contenido de dar las gracias. En el autobús y en el metro las líneas de las miradas se cruzan complicadamente en el vacío sin encontrarse nunca.