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Camino casi siempre sin rumbo por la ciudad, con una mochila al hombro y un cuaderno de hojas blancas y tapas azules guardado en ella, y sólo me detengo cuando me obliga el cansancio o cuando lo que me apetece es sentarme a mirar hacia la calle por el ventanal de un café. Voy como un nómada, como un espía extranjero, ansioso por apurar el tiempo, los días de un otoño lento que tarda en derivar hacia el invierno, que parece detenido algunas veces en la perfección de una luz dorada, rica, con tonalidades de miel, con relumbres de amarillos y ocres en las hojas de los árboles y en las calabazas que desde muy pronto surgen en los escaparates, en los mostradores de las tiendas, sobre los manteles blancos de los restaurantes, anunciando la fiesta de Halloween. Hay mañanas en las que la temperatura, la suavidad del aire al salir a la calle, el azul sobre los edificios, parecen calculados para desmentir la zozobra de las noticias de la radio, para amortiguar el recuerdo todavía tan próximo de la caída de las torres. Es tan fácil, en mañanas así, olvidarse del miedo, abandonarse a la dulce rutina de los días, a la vagancia laboriosa de hacer exclusivamente aquello que a uno más le gusta, cumpliendo tan sólo algunas obligaciones veniales, tomar apuntes para una clase en la biblioteca de la universidad, o mejor todavía en la del Instituto Cervantes, que está en la octava planta del edificio Channing, en la esquina de la 42 y Lexington, muy cerca de los lugares por los que solía moverme en mis primeros viajes, del hotel donde pasé noches de insomnio y casi delirio escuchando el fragor de las maquinarias sin descanso y mirando desde mi cama ventanas iluminadas, procurando no ver el parpadeo de aquel alarmante botón rojo en el teléfono. En la biblioteca del Cervantes me gusta sentarme con mi cuaderno y mis libros junto a una ventana, desde la que puedo ver, mirando hacia abajo, el flujo del tráfico punteado de taxis amarillos, y también examinar una por una, planta por planta, las ventanas de los edificios próximos, las oficinas y las siluetas empequeñecidas de la gente, cada uno en su breve cubículo, en su viñeta de tebeo, agitados por la gran zozobra laboral de Manhattan, y también, algunas veces, sedentarios y haraganes como yo, los codos sobre una mesa llena de papeles y la cara entre las manos, la mirada errante por las fachadas y las terrazas de los edificios, detenida con una admiración que no se fatiga nunca en la verticalidad tan esbelta del Chrysler Building, en su aguja de aluminio con arcos como abanicos y ojivas fantásticas que brilla herida por el sol todavía húmedo de la mañana. Hace ya más de un mes que vinimos y todavía tengo el estado de espíritu entre jubiloso y asustado del que acaba de llegar. Vinimos en pleno verano, el primer día de septiembre, cuando los árboles de Central Park tenían aún un verdor de trópico y el aire era pegajoso y caliente, denso de vapores de humedad marítima y gasolina quemada. Ahora ya vamos viendo que hay hojas amarillas en el extremo de algunas ramas, como el primer síntoma de una enfermedad que no ha empezado plenamente a mostrarse. En los primeros días el aire de las calles tenía a veces la misma humedad espesa que el de los túneles del metro, en los que aún no nos daba miedo internarnos, porque no había conciencia de ninguna amenaza y nadie imaginaba que la ciudad y el mundo iban a ser trastornados de golpe tan sólo unos días más tarde. Presenciamos tormentas de rayos que atravesaban horizontalmente el cielo entre los edificios y diluvios que azotaban las calles con una violencia de desastres monzónicos. Pero luego hemos visto días fríos y grises que anticipan el invierno, y la lluvia hosca que envuelve a la ciudad entera en una gasa sucia del color del cemento, manchada por el rojo de los semáforos y de las luces traseras de los coches. Cada mañana, al despertarse, la primera tarea es mirar en la ventana la tonalidad cambiante de los días: cuando uno ya comenzaba a acostumbrarse melancólicamente a la grisura amanece inesperadamente una mañana luminosa, de aire transparente, con un azul limpio en el cielo, que se parece tanto al azul de los días claros en los otoños de Madrid.