26

Solos de nuevo, como tantas veces en esta ciudad, más solos todavía porque no nos habituamos al silencio de intimidad adulta y al espacio agrandado del apartamento en el que ya no hay más pasos ni voces ni platos en la mesa que los nuestros. En suspenso el pasado y el porvenir, los vínculos de familia, las obligaciones sociales, la identidad añadida y fatigosa de la existencia pública, la ronda confusa de los conocidos, todo lo que está fuera y más allá de nosotros mismos, incluso el lastre de las cosas, las habitaciones densas de libros, referencias y recuerdos. Igual de solos que la primera vez, regresados a la misma elementalidad vigorizadora de entonces, confrontados con la duración del tiempo en el que los únicos puntos de referencia somos nosotros mismos, la historia de lo que nos ha venido sucediendo a lo largo de tantos años que podríamos subdividir según las fechas de nuestros viajes a la ciudad, las habitaciones de hoteles y los apartamentos en los que hemos vivido, los barrios que hemos frecuentado, las ventanas desde las que hemos mirado la calle. Quizás si volvemos tantas veces, si echamos tanto de menos la ciudad cuando la ausencia se hace demasiado larga, es porque aquí recobramos con más intensidad la parte de nosotros que es exclusivamente nuestra, el espacio en el que no hay nadie más, la zona inviolable de secreto que es la médula y la materia misma de la que está hecho el vínculo entre dos amantes, el Jordán en el que se sumergen para quedarse limpios de todo lo que la vida en común, las rutinas y las obligaciones les han ido agregando. Un hombre y una mujer, un hombre y otro hombre, una mujer y otra mujer, necesitan replegarse de vez en cuando al paraíso que está siempre en los orígenes, al despojamiento de los primeros encuentros, cuando no eran nada más que ellos mismos, el uno frente al otro, cuando el mundo exterior quedaba rigurosamente cancelado más allá de la habitación en la que se encerraban para amarse y cuando sólo tenían en común el deseo y el asombro del reconocimiento: ni hijos, ni padres, ni ninguna clase de parientes, ni propiedades, ni costumbres, ni sobreentendidos, ni recuerdos compartidos que fueran más allá del día cercano en el que se conocieron, ni propósitos que se alejaran demasiado hacia el porvenir. We’ll Turn Manhattan into an Isle of Joy, dice una canción de Rodgers y Hart que le hemos escuchado a Tony Bennett en la apoteosis art déco del Radio City Music Hall: en Manhattan parece que nos está esperando siempre una isla de alegría, no la nostalgia revivida de nuestro primer viaje sino la conciencia soberana de esa parte de Edén que dos amantes habitan juntos y no comparten con nadie más, ni sustentan sobre otra cosa que no sea la atracción mutua, lo que son debajo de la ropa y cuando no los mira nadie, cuando no los distraen compromisos ni dilaciones y ni siquiera otras formas de amor ni otras lealtades. En esta ciudad que ya es un hábito de nuestra vida y en la que seguimos siendo extranjeros es donde más cuenta nos damos de que el tiempo ha sido clemente con nosotros, nos ha regalado un porvenir sobre el que no teníamos ninguna seguridad en nuestro primer viaje, sino más bien lo contrario, el miedo a que aquellos días se acabaran, y que al acabarse nos viéramos arrojados cada uno en una dirección distinta, tan ajenas entre sí como los lugares desde los que habíamos volado hacia el encuentro en el hotel.