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En cualquier rincón de la ciudad unas velas encendidas, unas flores debajo de la fotocopia de una cara borrosa, una serie de nombres escritos con tiza sobre el pavimento o sobre un lienzo de papel, erigen un precario memorial, delimitan un santuario en el que muchas veces no hay ningún signo religioso, y que otras veces es como un altar de una devoción improvisada y milagrera, con pequeños crucifijos de plástico, con estampas de la Virgen o del Sagrado Corazón. En cualquier acera hay velas encendidas, fotos de muertos, vasos de plástico con flores de cementerio pobre, y cualquier música tiene una inflexión de réquiem. En la iglesia de Riverside se congregan una tarde de funeral y homenaje a los muertos todas las confesiones religiosas de la ciudad y casi todas las músicas posibles, que resuenan en las concavidades de las naves góticas con un sobrecogimiento de primitivos rituales funerarios, y muestran, escuchadas sucesivamente, como un tronco común de humanidad que vuelve irrelevantes las distancias cronológicas, los idiomas del canto o los sistemas melódicos o armónicos. Un imán entona con los ojos cerrados la llamada a la oración; un rabino hace sonar un sofar, el cuerno retorcido del final del día de la penitencia, como si llamara a la resurrección de los muertos, y luego una cantora de sinagoga enuncia una melodía que estremece el corazón de tristeza y que se va apagando poco a poco como la luz de una vela; un monje budista tibetano mueve ligeramente una diminuta campanilla de bronce que tiene como cobijada entre las manos y emite un largo sonido con la boca cerrada, una honda vocal oscura que resuena en las cavidades interiores de su cuerpo y simultáneamente en las bóvedas de la iglesia; un pastor negro de cuello muy ancho y torso hercúleo canta un espiritual en el que está toda la poesía terrible de los salmos bíblicos y todo el dolor de la esclavitud; una muchacha asiática toca en el violoncello una de las suites de Bach y la música parece que viene del fondo del tiempo y de la majestad del árbol con cuya madera se hizo el instrumento; Thomas Hampson, vestido de negro, canta sin acompañamiento una canción de Stephen Sondheim que da un contrapunto de melancolía civilizada y laica a las otras músicas, pero que no es menos honda, ni siquiera menos sagrada que cualquiera de ellas. Thomas Hampson vuelve al final, alto y solo junto a la escalinata del altar, y ahora canta una canción de Richard Rodgers, You’ll Never Walk Alone, y la música es tan consoladora, tan melancólica, tan inmediata en su verdad como las palabras que la acompañan. Cada canción, estos días, puede ser un réquiem, pero no hay réquiem más sobrecogedor que el que se ve y se escucha un anochecer lluvioso en la explanada del Lincoln Center, en una gran pantalla situada frente al edificio de la Metropolitan Opera, delante de unas hileras de sillas metálicas en las que no hay casi nadie, sólo algunas personas aisladas con chubasqueros y paraguas. En el pabellón derecho del Lincoln Center, el Avery Fisher Hall, la Filarmónica de Nueva York dirigida por Kurt Masur está interpretando el Réquiem alemán de Brahms, en un concierto de homenaje a las víctimas de las Torres Gemelas. La pantalla gigante, las grandes torres negras de sonido, amplifican la majestad terrible de la música, y los altos edificios sombríos en los que empiezan a encenderse las luces actúan como muros de resonancia: las torres modernas de apartamentos del lado norte de Lincoln Square, en el cruce de Broadway y Columbus Avenue, el bloque masivo y escalonado de ladrillo del hotel Empire, con su gran letrero rojo sobre las terrazas más altas, iluminando con su resplandor las nubes densas, moradas y bajas de las que desciende quietamente la lluvia. En los primeros planos de la transmisión los ojos fieros y los rasgos ásperos de la cara de Kurt Masur resaltan poderosamente contra el paisaje de fondo del anochecer, y el granulado electrónico de las imágenes en la pantalla se parece al brillo de las gotas de lluvia iluminadas por los focos. En los pasajes más serenos la música se mezcla con los ruidos próximos de la ciudad, los motores y los cláxones de los coches, las sirenas omnipresentes de la policía y de los bomberos. Pero cuando asciende poco a poco el volumen del réquiem, cuando el coro se dispone a proclamar que toda carne es como hierba y que los días del hombre sobre la tierra no son nada, precedido por el crescendo de los timbales y las cuerdas, acompañado por los vientos que un poco después invocarán las trompetas de la resurrección de los muertos, la música retumba en la explanada y en los soportales del Lincoln Center, en los que muchos espectadores nos hemos refugiado de la lluvia, resuena en los muros escalonados de ladrillo y en las fachadas verticales de cristal, anegando los ruidos del tráfico, arrastrándolos como una inundación que se lleva consigo todo lo que encuentra a su paso y lo convierte en parte de su mismo caudal: los golpes de timbales, las voces del coro de los hombres y las del coro de mujeres estremecen con una fuerza simultánea de ascensión y derrumbe, de fin del mundo y llamamiento a la resurrección, y no importa que uno no crea en otra vida para que esa música lo arrebate con la emoción de lo sagrado, igual que no importa que suenen al mismo tiempo las sirenas, que esté lloviendo, que los coches se arremolinen haciendo sonar los cláxones en un atasco de tráfico. Incluso es preferible no creer que hay una vida después de la muerte, y también no encontrarse entre los privilegiados con esmoquin que están escuchando el réquiem en el auditorio del Avery Fisher Hall, envueltos en el aire cálido y en la perfección acústica, beneficiarios de un confort que sin duda amortiguará la sugestión de apocalipsis de esta música. Aquí, a la intemperie, frente a la enorme pantalla electrónica, recortada contra el fondo oscuro de los edificios y los fulgores morados y rojizos del cielo, el Réquiem alemán de Brahms cobra las dimensiones del espacio abierto en el que se difunde, se revela tan arrebatador y desolado como la ciudad misma, tan lleno de pánico y a la vez de consuelo como el alma de cualquiera que anda solo por estas calles y se encuentra perdido frente al tamaño del mundo, frágil como un insecto, tan vulnerable al desastre como los miles de muertos para los cuales el día del Juicio Final llegó anunciado no por las trompetas de los ángeles, sino por el ruido de los motores de los aviones que chocaron contra las Torres Gemelas. El réquiem asciende hacia una tensión de cataclismo, como una sirena o un motor que se acercan, y de golpe se amansa, sugiere la aceptación de la muerte, la dulzura no de esperar la resurrección sino de disolverse en el olvido. Vibra el pavimento porque un convoy del metro está pasando muy cerca y el temblor y el ruido hondo de las ruedas del tren sobre los raíles se confunde con la pesada palpitación de los timbales, y un alarido de sirenas que bajan hacia el sur raya como un furioso garabato la solemnidad unánime de las voces que cantan versículos del Apocalipsis o salmos de David en los que se invoca con fervor alarmante al Dios de los ejércitos.