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Cada día la frontera de la ciudad inaccesible se va desplazando un poco más al sur: las barreras policiales ya no cortan el paso en la calle Houston, sino en Canal, que fue la línea divisoria entre Chinatown y Little Italy y ahora es sobre todo un gran bazar asiático donde proliferan igual las pescaderías ingentes que los puestos callejeros donde se amontonan falsificaciones de relojes o de zapatos de marca. La mañana del sábado empieza siendo luminosa y fresca, con un cielo que recuerda el de Madrid en las mañanas dominicales y despejadas de otoño. El cielo está muy limpio, pero hacia el sur sigue viéndose la gran nube de humo blanco que señala el lugar del desastre, sobrevolada por helicópteros tan altos que no se oye el tableteo de sus palas. El aire ya casi no huele a humo ni a ceniza, pero sí a basura, un olor dulzón a podrido en el aire caliente, porque nadie ha retirado los montones de bolsas negras de las esquinas ni limpiado las papeleras. El comercio cimarrón y callejero de los fines de semana empieza a ocupar las aceras y los aparcamientos vacíos del Soho, donde también se han abierto ya los grandes almacenes de ropa que ocupan antiguas fábricas y talleres de costura, solemnes espacios interiores con columnas de hierro y suelos de planchas bruñidas de madera. De un día para otro han aparecido los libros con las profecías de Nostradamus en los escaparates de las librerías y han florecido prodigiosamente las banderas, con sus barras y estrellas que ya contienen un principio vigoroso de multiplicación. Hay banderas en todos los escaparates. Hay banderas de papel pegadas al cristal y banderas colgadas entre las columnas y sobre los mostradores. Hay banderas de todos los tamaños, en todas partes, en los soportes más inesperados, como una invasora proliferación vegetal. Hay pequeñas banderas electrónicas ondeando en los ángulos de las pantallas de la televisión, junto a los logotipos de las cadenas, banderas detrás de los políticos que hacen declaraciones y en las solapas de sus trajes y en las de los reporteros que los entrevistan. Un patinador que me adelanta deslizándose por la acera lleva una pequeña bandera americana clavada en cada uno de los patines. Una mujer empuja un cochecito de niño sobre el que se agita una bandera de papel sobre un mástil de alambre, y el niño también lleva una bandera en la mano, como si fuera un sonajero. Hay banderas en los escaparates de las tiendas de última moda y en los pobres tinglados donde se venden bolsos de plástico en imitación de cuero y gafas de cristales de espejo y marcas fantasiosas: seis Ray-Ban, diez dólares. Junto a las banderas, en los escaparates, también hay carteles con consignas patrióticas. United We Stand. Por lo demás, es una mañana de sábado tranquila, sobre todo en las calles menos transitadas, y hay gente solitaria que pasea al perro o lleva el periódico bajo el brazo o vuelve de hacer deporte con la camiseta empapada de sudor y la cara todavía roja por el esfuerzo. Ir hacia el sur es como dejarse llevar por un imán, por la corriente del gran río de humanidad ambulante y comercio que es la parte baja de Broadway. Pero es temprano todavía y la verdadera agitación sólo empieza de golpe al llegar a Canal Street: las aceras ya están llenas de gente, y en la del lado sur las barreras policiales cortan el paso hacia las bocacalles. A los uniformes azul oscuro de los policías de la ciudad se unen los uniformes grises de los policías del Estado, que llevan sombreros de ala ancha en vez de gorras de plato y tienen un cierto aire rural. Los comerciantes chinos que habitualmente muestran puñados de relojes Gucci o Rolex o U-blot como si fueran racimos enredados de percebes ahora han ampliado el negocio al ramo de la quincallería patriótica: mujeres diminutas ofrecen banderitas a uno o dos dólares, según los tamaños, chapas con la inscripción God Bless America, pañuelos de cabeza en los que sobre las barras y las estrellas puede leerse en letras doradas: Yo sobreviví al ataque, lazos amarillos y blancos, camisetas con una foto sobreimpresa de las Torres Gemelas envueltas en humo o con una bandera americana ondeante, gorras, viseras, monederos. Hay quien lleva su bandera en la mano y quien la clava bien enhiesta en la mochila, y hay obreros que las llevan sobre el casco y mujeres hispánicas que se las atraviesan como alfileres del pelo en las melenas cardadas. Las banderas ondean en las antenas de los coches o se despliegan como sábanas sobre las carrocerías. En un semáforo cuento las banderas que cuelgan, sobresalen, se agitan, se cruzan, en la furgoneta colosal de un taller de fontanería, que parece contener ella sola todo un desfile patriótico: exactamente veinticinco.
Una chica con el pelo naranja y la nariz y los labios taladrados por diversos tipos de clavos y tachuelas lleva dos banderas en las orejas a modo de pendientes. Hay banderas en los carritos de los bebés y en las sillas de los inválidos, en los collares de los perros, en los bastones de los ciegos, en los sombreros de cowboy y en las viseras de las gorras puestas del revés, sobre las jaulas de las pajarerías, en las bicicletas de los menudos repartidores centroamericanos de comida que sortean el tráfico y la gente de las aceras y en las limusinas funerarias de cristales ahumados. En una esquina hay tanta gente en la acera que es imposible pasar: curiosos, policías, turistas con cámaras de fotos o de vídeo, todos mirando hacia el sur, hacia la embocadura de la calle Church. Al fondo se ve el humo, más oscuro y más denso, detrás de los controles de la policía, y me cuesta acordarme de la perspectiva que hasta hace nada se tenía desde aquí de las dos torres, ya mucho más altas y próximas, con una verticalidad de prismas abstractos sobre los aleros de Tribeca. Un helicóptero da vueltas y se pierde a veces en el humo. Un hombre con pantalón corto y calcetines blancos me pide con acento alemán que si puedo hacerles una foto a él y a su mujer: se abrazan frente a mí, sonriendo, como si posaran delante de una catedral o de un paraje pintoresco, y antes de disparar la cámara me doy cuenta de que lo que veo, al fondo de la calle Church, a no más de mil metros, son las astillas metálicas desbaratadas que he visto tantas veces en la televisión, los restos retorcidos y quemados de una de las torres, que tienen casi una aérea verticalidad de ojivas góticas. Es una mañana clara y poco a poco calurosa de septiembre, pero sobre las ruinas, en el espacio entre los edificios, parece que hay un anochecer perpetuo de ceniza, y contra ese fondo discurre la vida de la gente y los turistas se hacen fotos y los familiares de los desaparecidos dan vueltas con sus fotografías fotocopiadas, pegándolas con celofán a las farolas, interpelando a veces al primero que pasa con un aire fatigado de sonambulismo. Pero no todo Canal Street es una frontera: a la entrada de Mulberry no hay controles policiales, de modo que puedo seguir avanzando hacia el sur, adentrándome en la parte más recóndita de Chinatown, donde todos los letreros están ya sólo en chino y no hay tiendas de relojes falsos ni turistas sino tan sólo supermercados chinos y quioscos que venden periódicos en chino, y carteles de películas chinas y tiendas con carteles de ídolos chinos de la canción, y fruterías donde se venden tubérculos y hortalizas de formas tan raras que uno no sabe imaginar sus nombres y pescaderías donde hay pulpos que se agitan en cubos de plástico y pescados con las bocas abiertas y los ojos desorbitados que parecen barrocas esculturas chinas de marfil. Como si viera al fantasma de un antiguo conocido que con el paso del tiempo se me ha vuelto un completo extraño me parece que me veo a mí mismo en mi primer paseo por estos lugares, hace más de diez años, extraviado, aturdido, atónito, no más perdido en el laberinto de Chinatown de lo que lo estaba en mi vida personal. En esa zona de calles estrechas hay más banderolas con letreros en chino que banderas americanas. En el cruce de Bowery y División, donde hay una gran estatua de Confucio, una multitud de ancianas chinas, pequeñas y encorvadas, rodea a un hombre que grita algo por un altavoz, entre los puestos de un mercadillo, un hombre chino con gafas de mucho aumento que declama y gesticula como un vendedor callejero de corbatas. Una de las mujeres se me acerca ofreciéndome por un dólar una postal de las Torres Gemelas ardiendo. Pero ahora el hombre del megáfono está hablando en inglés, con un acento tan exagerado como su declaración de patriotismo, que le impulsa a llevarse de vez en cuando la mano abierta al lugar del corazón: las postales, asegura enfáticamente, se venden a beneficio de las víctimas del ataque, en un gesto de solidaridad de la comunidad chino-americana. Vuelvo sobre mis pasos, cruzo Canal hacia el norte y en vez de banderolas chinas hay sobre mi cabeza colgaduras con farolillos de papel con los colores de la bandera italiana: mañana, domingo, estaba prevista la procesión de San Gennaro, que ha sido suspendida. En las puertas de algunos restaurantes, los camareros que reclaman a los turistas con desenvoltura italiana sostienen en una mano el menú y en la otra una bandera. No sé cuántas horas llevo caminando, pero en esta ciudad la caminata siempre se apodera de uno con una embriaguez de sensaciones y de imágenes más poderosa que el cansancio. Subo de nuevo, dejando atrás la gran nube de humo, los puestos de baratijas y bolsos de las aceras mestizas de Broadway, con su espesura humana, sus olores de fritangas, sus músicas rotundas de bazar africano. En Union Square una mujer reparte biblias gratis, sacándolas de una gran caja de cartón, voceándolas con clara voz hispánica, biblias para todos, biblias en español y en inglés. Union Square es ya el espacio indudable del luto, la plaza en la que se remansa toda la melancolía y la fatiga del dolor. Me acuerdo de la plaza de Mayo, en Buenos Aires, de las fotos y los nombres repetidos en todos los carteles. Hay velas por todas partes, en torno a las farolas donde están pegadas las fotos de los muertos, en las cornisas, en medio de las aceras, alrededor de los árboles, delante del pedestal de la estatua ecuestre de George Washington. El pavimento está lleno de nombres escritos con tiza, y da pudor pisarlos. De una bandera americana hecha con crisantemos se desprende un denso olor a cementerio. Los carteles de orgullo belicista son menos numerosos aquí que los que incitan a no dejarse arrastrar por la espiral de la muerte. Alguien ha escrito, sobre una hoja de papel pegada al suelo con la cera de las velas: «No matarás». Y alguien ha añadido, con un rotulador rojo: «Salvo a Sadam Hussein y a Osama Bin Laden».