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Extraña la agitación sin vocerío, el silencio en que suceden las cosas. Ocurrió lo mismo a mediodía, en el supermercado: volaban sobre la ciudad aviones militares, se cerraban las tiendas, había una urgencia unánime por comprar comida. Se quedaban vacíos a toda velocidad los estantes en el supermercado que seguía abierto, faltaban carritos y cestos de la compra y la gente llevaba las cosas en cajas de cartón, o amontonadas con dificultad entre las manos. Qué hay que comprar cuando no se sabe si habrá una emergencia, si se van a interrumpir las comunicaciones con el exterior de la isla y es posible que no lleguen víveres a las tiendas cerradas y vacías, qué va a pasar dentro de un rato, el próximo minuto. Pero nadie hablaba alto, salvo las cajeras deslenguadas que exigían rapidez en la cola, y casi nadie hablaba, salvo para murmurar un excuse me en un pasillo demasiado estrecho entre las estanterías. Ni un conato de aglomeración, ni de desorden, ni una palabra más alta que otra: en la acera soleada la gente cargada con bolsas de comida se cruzaba con los que continuaban subiendo a pie desde la zona del desastre. Ahora, a las nueve de la noche, en la Quinta Avenida, el silencio parece ya la condición natural de la ciudad. Relumbran como gemas las tiendas cerradas, los escaparates del máximo lujo, Versace y Bulgari y Bergdorf Goodman y Tiffany, los pequeños escaparates de cristal blindado y angostura de caja fuerte en los que se exhibe un solo zapato, una joya, un pañuelo, un objeto que está más allá de cualquier noción de valor y hasta de lujo, la pura forma de una marca, de un nombre, la inmaterialidad de la máxima riqueza, del antojo absoluto. Pasa algún corredor, un ciclista que se recrea en la anchura y la calma de la Quinta Avenida, un mendigo que empuja un carro lleno de bolsas de basura y va examinando los rincones en busca del lugar más adecuado para pasar la noche. La espléndida verticalidad de las torres del Rockefeller Center resalta contra el cielo oscuro bajo las luces de los focos: las ventanas están iluminadas, igual que todas las noches, pero ahora sabemos que en todo el edificio no hay nadie, porque lo evacuaron esta mañana, igual que el Empire State, por miedo a nuevos ataques. Un viento suave hace tintinear las anillas de las banderas alineadas, y el rumor metálico resuena en el ancho espacio vacío, igual que nuestros pasos, y me devuelve el recuerdo fiel de mi primera caminata nocturna por este mismo lugar, hace muchos años, entre la llovizna y la niebla. La noche, a pesar del miedo, se nos puebla de invocaciones, se nos vuelve tan rara, tan íntima, como la de la primera vez que salimos a pasear juntos por la ciudad, después del largo encuentro fervoroso en la habitación del hotel.