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A la caída de la tarde las luces van encendiéndose en las avenidas desiertas, que parecen más anchas, más hondas hacia el sur, donde el cielo tiene todavía una claridad rojiza de crepúsculo o de incendio. Contra lo que pueda pensarse, Nueva York no es una ciudad demasiado iluminada de noche: está la luz de los escaparates y el neón frigorífico de las tiendas de las esquinas que permanecen siempre abiertas, una luz de palidez y de insomnio, y también las luces altas y lejanas de los rascacielos, pero la claridad de las farolas públicas es más bien débil, teñida de amarillo o del rojo de los letreros de las tiendas de licores. Hay ese momento en que la luz de la tarde permanece intacta, aunque se haya ido el sol, y en el que ya se han encendido las luces artificiales, y entonces las caligrafías luminosas de los anuncios flotan en un aire terso y limpio: rojos y azules muy puros, sobre todo, rosas desleídos en el rosa pálido del cielo. Las luces se han ido encendiendo según progresaba el atardecer, pero la diferencia, hoy, es que no hay casi nadie en la calle, y que una parte considerable de las tiendas, los delis y los restaurantes están cerrados, en una ciudad afanosa en la que el comercio no descansa nunca, salvo en la tarde del día de Acción de Gracias. Desde la acera se ven los interiores de los apartamentos, siluetas inmóviles y como hechizadas por la fosforescencia de los televisores que no se han apagado en todo el día. El DON’T WALK siempre terminante del semáforo es ahora una orden sin efecto, porque no viene ningún coche, y es muy raro cruzar la Séptima y luego la Sexta Avenida sin tener que detenerse, incluso con lentitud, con ese poco de mareo que dan siempre al anochecer las alturas de los rascacielos, la anchura del espacio y su prolongación en línea recta hacia el norte y el sur, en perspectivas demasiado distantes para los hábitos de la mirada humana. Se escucha la sirena de un camión de bomberos, y el camión aparece y desaparece en segundos, en dirección al sur. Pasan algunos coches de policía con todas las luces encendidas, y también dos o tres ambulancias, pero el efecto general es de quietud. En las aceras, cuando ya ha caído la noche, se distingue más la luz pobre de los quioscos de periódicos, que permanecen abiertos porque el New York Post ha lanzado una edición especial, con una sola palabra en gran tamaño debajo de una foto de las torres ardiendo y del segundo avión aproximándose: TERROR. Es inevitable pensar en tantas películas de paranoia apocalíptica, en la de veces que el cine ha usado toda la sofisticación de los efectos especiales para representar la destrucción de esta ciudad: ataques nucleares, meteoritos, el dinosaurio Godzilla aniquilando de un zarpazo los mismos edificios junto a los que pasamos ahora, no menos frágiles, por cierto, en la realidad que en el cine, según se vio cuando se desplomaban las Torres Gemelas, «igual que casas de cristal», dijo un testigo en la radio. Igual que todas las noches, la gran deflagración de luces de Times Square parpadea a lo lejos, en silencio, como un castillo de fuegos de artificio visto en la distancia de una noche de verano. Algunas de las tiendas de objetos electrónicos y souvenirs baratos permanecen abiertas, pero no hay nadie en ellas, salvo empleados inmóviles que miran aburridamente a la calle o a las pantallas de los televisores en las que dentro de unos minutos aparecerá el presidente. A estas horas, Times Square suele ser una gran ciénaga de tráfico y de gente, de coches atascados y multitudes que cruzan entre ellos, camino de los teatros o de los cines, de las tiendas enormes de música, de ordenadores, de muñecos de la Disney o la Warner. A estas horas apenas se puede caminar por las aceras, llenas de turistas, de vendedores ambulantes de cosas, de puestos callejeros donde se hacen caricaturas o se dan masajes orientales, de grupos de chicos negros que bailan saltando y contorsionándose junto a un radiocasete a todo volumen; a estas horas hay predicadores que gritan agitando la Biblia y subidos en púlpitos de cajas de cartón y músicas convulsas que siguen como un rastro sonoro a los descapotables, y sobre las marquesinas se agitan imágenes de televisores inmensos y discurren letreros iluminados de noticias y de cotizaciones en bolsa: Times Square es como un cruce entre Bangkok y Blade Runner, pero esta noche, aunque todas las luces están encendidas y en movimiento, aunque sobre las fachadas de los teatros brillan los rótulos de las comedias musicales de más éxito, no hay nadie en las aceras, y sólo pasan algunos taxis ocupados o fuera de servicio, algún coche de policía, una ambulancia, un coche de bomberos. En los paneles electrónicos donde suelen desplegarse los titulares de las noticias ahora sólo se repite el aviso de un número de teléfono al que se puede llamar pidiendo información sobre los pasajeros de los aviones secuestrados. De pronto, en la otra acera, en la esquina de Broadway y la calle 52, vemos un tumulto de gente arremolinada en torno a un cartel que no distinguimos a esa distancia: imaginamos una pancarta, quizás un acto de protesta o plegaria. Es un puesto en el que se venden camisetas a dos dólares.