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Salgo del apartamento y el largo espacio del corredor parece más ominosamente deshabitado que nunca, y en el silencio de la moqueta gris que apaga el sonido de mis pasos oigo como muy desde lejos las voces de los televisores al otro lado de las puertas cerradas. Es una mañana luminosa y cálida, y en la calle todo parece casi por completo normal: en la esquina un hombre recita su cantilena diaria pidiendo dinero para los sin hogar, junto a un tenderete sobre el cual hay una gran vasija de plástico en la que yo suelo dejar cada mañana unas monedas; el pakistaní del quiosco habla sin pausa por su teléfono móvil, como todos los días, sólo que hoy tiene además encendida una pequeña radio. Bajo por Broadway hacia el sur, y poco a poco hay más gente en la calle, caminando con el paso enérgico de los días laborales, y quizás la única diferencia es que se ven muchos más teléfonos móviles. Una mujer, parada en un semáforo, desconecta el suyo y rompe a llorar. El cielo, hacia el sur, sigue perfectamente limpio: estoy muy arriba, en el cruce de Broadway y la calle 66, de modo que no puedo ver las columnas de humo negro que ascienden de las ruinas del World Trade Center. Ayer mismo estuvimos caminando por esas calles: bajamos del metro en una de las estaciones que hay, o había, en el interior de una de las Torres Gemelas, y al salir a la calle miramos hacia arriba y nos dio vértigo la altura, exagerada por las líneas paralelas del exterior del edificio. Es raro pensar que esos dos prismas gigantes e iguales ya no existen, que las calles y los jardines cercanos al río Hudson por los que paseábamos al atardecer hace un par de días ahora son un paisaje de ciudad aniquilada, de ruinas ardientes y cordilleras de escombros como los de una guerra nuclear. En la radio que llevo pegada al oído el alcalde dice que ha habido una pérdida horrenda de vidas humanas. La calle, poco a poco, ha empezado a llenarse: se escuchan más sirenas, de coches de policía y de bomberos, pero no muchas más de lo que es habitual. Hay como una peregrinación multitudinaria por las aceras, que va adquiriendo una dirección precisa, hacia el norte, una ondulación exterior del gran pánico que tiene su epicentro en la parte baja de Manhattan. Han cerrado el metro, los pocos taxis que pasan están ocupados, y la gente camina con decisión y en silencio, mucha más gente de lo que es normal a estas horas y en esta zona de la ciudad. En la radio dicen que una gran multitud se ha concentrado en Times Square. En una esquina un hombre ciego camina despacio agitando su bastón blanco. Autobuses amarillos se alinean junto a la puerta de una escuela de la que van saliendo los niños, sin prisa, ordenadamente, sin aire de miedo ni de urgencia. En la radio un locutor dice que acaba de saberse que ocho aviones han sido secuestrados, y sólo tres se han estrellado hasta ahora. Todo el espacio aéreo de Estados Unidos ha sido cerrado. Se oye muy cerca, sobre los edificios, el fragor de motores de un avión todavía invisible. Entonces es cuando siento por primera vez el pánico y se me sobrecoge el corazón. Una escuadrilla de aviones militares pasa volando muy bajo y durante unos segundos sus sombras exactas se proyectan sobre la calle y sobre las fachadas. A un locutor de la radio se le quiebra la voz, le pide casi a gritos a la reportera que está transmitiendo desde el lugar del desastre que salga huyendo cuanto antes y se ponga a cubierto: alguien ha calculado que las explosiones suceden cada quince minutos, de modo que es posible que algo más, algo peor, esté a punto de ocurrir. La gente camina, Broadway arriba, hombres y mujeres con sus trajes y carteras de trabajo, como a la hora de salida de las oficinas, sólo que ahora con una determinación mayor, aunque con un ensimismamiento muy parecido al de todos los días. Una mujer sale de una tienda cargada con bolsas de comida. Dos chicas muy morenas y gordas van calle abajo, en dirección contraria a la gran corriente, y charlan entre sí riendo a grandes carcajadas africanas, compartiendo una bolsa de patatas fritas. Hay quien pasa patinando, con una cinta sobre la frente y unos auriculares de walkman en las orejas, con una calma como de estar escuchando música y no haberse enterado todavía de nada, y quien se limpia el sudor de la cara y se detiene al filo de la acera con el pulgar extendido hacia los coches que pasan, porque no parece que circulen autobuses y no viene ningún taxi libre. Pero el tráfico es fluido, a pesar de todo, los coches van tal vez más rápido de lo normal pero se paran en los semáforos en rojo. La radio desgrana en mi oído escenas de desgracia y terror, y nadie sabe calcular el número de muertos, pero en la terraza de un café hay quien desayuna apaciblemente, y el cielo hacia el sur sigue estando limpio. En la emisora se escuchan voces de testigos: una multitud llena el puente de Brooklyn abandonando Manhattan, y en la voz del que la cuenta esa huida tiene algo de gran peregrinación bíblica. De pronto me doy cuenta de lo lejos que estamos de nuestro país y nuestra casa, atrapados en una isla de la que no se sabe cuándo volverán a despegar aviones de pasajeros, una isla tan densamente habitada como un hormiguero o una colmena y no menos vulnerable, unida al mundo exterior por unos pocos puentes y túneles que en cualquier momento otro ataque podría destruir, que se volverán trampas mortales si multitudes despavoridas quieren escapar por ellos. Lo que damos más por supuesto, el agua corriente, el suministro eléctrico, es tan frágil como la estructura de esas torres de acero que parecían indestructibles, y si el agua y la electricidad faltan por un nuevo sabotaje la vida entera de cada uno de nosotros se desmoronará en penuria, terror y confusión. Acaban de decir que uno de los aviones fue secuestrado en el aeropuerto de Newark, al otro lado del río Hudson. Pero las tiendas siguen abiertas, y cuando se extingue el sonido de la última sirena que acaba de pasar resalta con más claridad el silencio de la gente en la calle. En la esquina, el hombre negro y enorme que pide una ayuda para los homeless y recita bendiciones cada vez que alguien le deja una moneda se ha quedado callado y mira con extrañeza al gentío que pasa ante él, hombres que se han aflojado las corbatas y llevan ahora las chaquetas al hombro, mujeres con tacones y carteras de mano que hablan por teléfonos móviles. Las sirenas se escuchan muy lejos ahora. Camino aturdido y extranjero entre la gente y no sé cuál es la realidad, si lo que escucho en la radio que llevo pegada al oído o lo que estoy viendo con mis ojos en la mañana soleada y caliente de Nueva York.