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Me atrae mucho y me intriga esa gente que se ha hecho la vida lejos de su país de origen, sobre todo los que no se quedan colgados fuera de la realidad, que también abundan, colgados y como aletargados en una tierra de nadie y en un tiempo anacrónico, doblemente extranjeros. Me gusta mucho este cardiólogo, con su deje catalán y su acento y sus maneras de Manhattan, y me gusta encontrarme en este salón de la residencia del cónsul donde casi todos los invitados tienen sus lealtades repartidas entre este lado y el otro, viven transitoria o permanentemente en Nueva York y también conservan su arraigo con España, la ven con una cierta distancia, entre saludable y melancólica, matizada por la lejanía física, como se ven desde esta ventana las luces de los edificios al otro lado de Central Park. Pero de todos nosotros, quizás el que más sabe de lejanías es el propio cónsul, que sin embargo ya está preparándose para volver pronto a Madrid. El cónsul salió de España por un camino de los Pirineos en enero o febrero de 1939, cuando tenía menos de un año, llevado en brazos por su padre, un notario republicano que huía con su familia en medio de la muchedumbre de fugitivos del final de la guerra, de noche, bajo el viento y la nieve, por caminos enlodados donde se atascaban los camiones y las bestias de carga del ejército vencido. Estaban llegando a la frontera y el padre del cónsul se dio cuenta de que tenía que retroceder: a su hijo pequeño se le había caído una de las botas, y si no la rescataba se le helaría el pie. El cónsul cuenta con pudor y ternura ese recuerdo que forma parte de su vida pero que él no podría tener si no se lo hubieran transmitido, tan valioso como la pequeña bota infantil que un hombre busca en un camino a oscuras, entre la nieve, entre los pasos de la gente y las ruedas de los camiones, entre las patas de los mulos, una cosa tan mínima en medio de la riada del desastre, del gran cataclismo de la República española. El cónsul sólo volvió a España, con pasaporte mexicano, veinte años después: andando el tiempo la espiral de su destino tan hecho de idas y venidas lo llevó a servir como embajador de España en México. Tiene una foto en la que se le ve, igual de delgado que ahora pero con el pelo más oscuro, junto a una anciana digna y de pelo blanco hacia la que se inclinan con solicitud el rey y la reina, muy jóvenes: fue él, cuando estaba en México, quien medió en la visita de los reyes a doña Dolores Rivas Cherif, la viuda de Manuel Azaña, que había sido muy amiga de su familia en el exilio. Ahora, muy cerca ya del retiro, apurando los últimos meses de su vida en Nueva York, el cónsul sale a patinar por los senderos de Central Park las mañanas de los sábados, con una gorra de cuadros, una chaqueta de tweed y una bufanda al cuello, como un gentleman farmer que se deslizara en vez de caminar, y cada domingo, después de desayunar, se sienta en este mismo salón y escucha frente a la ventana una cantata de Bach, que llena la casa tan luminosamente como el sol frío y el aire limpio del cielo de Manhattan: una por una, cada domingo, sucesivamente, con la misma regularidad fantástica con que Bach las componía, y dice que cuando se marche de la ciudad le habrá dado tiempo a escucharlas todas. «Y a nosotros también», añade con fatalismo irónico su mujer, que antes de irse de la ciudad ya cuenta que siente hacia ella la misma nostalgia que si la recordara.