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El cónsul está contando sus viajes a las cárceles donde cumplen condena los jóvenes españoles atrapados por la policía nada más bajarse del avión en el aeropuerto Kennedy, trayendo insensatamente en sus equipajes bolsas de cocaína o pastillas de éxtasis. Conocen a alguien en una discoteca, un individuo que les ofrece viajar gratis a Nueva York, pasar allí un fin de semana con todos los gastos pagados y ganándose además sin ningún esfuerzo una cantidad de dinero. Tienen dieciocho, veinte años, no han salido al extranjero nunca, les tienta la posibilidad de aventura, de pastillas o coca gratuitas, y como no saben nada del mundo tampoco saben las penas durísimas con que se castiga el tráfico y la simple posesión de droga en Estados Unidos, país del que sólo conocen la imagen atractiva y jovial de las películas, los anuncios y las series de televisión. El cónsul va a visitarlos luego en el Centro de Detención de Brooklyn, en cárceles masificadas y hediondas en las que de pronto esos muchachos se encuentran uniformados de naranja, esposados, con grilletes y cadenas en los pies, muertos de miedo, sin entender inglés, aplastados por la expectativa monstruosa de una condena de muchos años. El cónsul posee el talento civilizado de contar. En su voz hay asombro y piedad hacia la inconsciencia de esos jóvenes que en pocos minutos se ven arrojados a un infierno que ni siquiera intuían que existiera y rabia hacia los traficantes que los engañan y los usan. Hace poco, nos dice, fue a visitar en prisión a un sujeto del que le habían dicho que era el responsable de engañar a varios incautos, atrapado al final él mismo por los aduaneros americanos. Lo esperaba en la sala de visitas alimentando su indignación, pensando en los reproches que le haría en cuanto apareciera, en el modo en que le haría enfrentarse a su responsabilidad por el horror que ahora estaban viviendo aquellos inconscientes a los que había manipulado. La puerta enrejada se abrió pero el cónsul no vio a nadie junto al guardia que la cerró de nuevo, aunque sí escuchó un ruido de cadenas. El traficante contra quien él había venido acumulando tanta ira, del que sólo sabía que era gallego y ex albañil en paro, se arrastraba encadenado y esposado por el suelo porque no tenía piernas, y sin ayuda del cónsul se encaramó laboriosamente a una silla, entre jadeos obstinados y estrépito de hierros, y al verlo ante sí, pequeño, desmedrado, con el pelo largo y sucio, como de macarra aldeano de los años setenta, con las perneras vacías del pantalón de presidiario colgando bajo la mesa, contorsionándose para sacar un pitillo y encenderlo con las manos esposadas, lo que el cónsul sintió fue una lástima que lo desarmaba, una desolada misericordia hacia los extremos impredecibles de la mala suerte y la insensatez y la trapacería humanas.