14

El dramatismo, la densidad humana de las ventanas de Hopper, de Hitchcock y de William Irish se convierte en poesía de la ausencia, del puro misterio de la luz contra un fondo oscuro, en las acuarelas y los grabados recientes de Alex Katz. No hay figuras, sólo rectángulos vacíos, huecos exactos de claridad sobre la lisa superficie de los muros de un edificio, que se recorta a su vez contra un cielo un poco más claro o un poco más sombrío, y que tiene la misma sustancia plana que él, de forma sin volumen, de limpia extensión de negro, de azul marino, de verde oscuro, con una delgadez de cartulinas recortadas y pegadas, de papeles de seda de diversos matices. Las ventanas de Hopper están vistas de cerca, tanto que casi se pueden distinguir bien las caras, aunque siempre permanecen un poco borrosas, y se podría ver si alguien que parecía estar abrazando a una mujer en realidad intenta estrangularla. Las ventanas de Alex Katz son las de las casas que se ven a lo lejos desde la carretera, formas oscuras entre la sombra de los árboles, faros de claridad que indican una presencia humana invisible y ausente para quien mira desde lejos, de paso. Y son también las ventanas remotas en los decorados de rascacielos de los musicales de Broadway, y las que pueden verse de noche en los edificios que uno mira desde el otro lado de Central Park, sobre la extensa negrura de las copas de los árboles, a veces entre las ramas más altas que ha desnudado el invierno. Aquí la lejanía ya se vuelve cósmica, porque esas luces brillando en medio de la noche pertenecen a mundos que se nos antojan más distantes de nosotros que las estrellas parpadeando con una claridad muy débil que ha debido viajar miles de millones de años para alcanzar nuestras pupilas. Mucho antes de ver esas ventanas luminosas en las noches sobre Central Park y en las acuarelas de Alex Katz yo las había visto en una película que me sobresaltó la vida cuando tenía catorce años, y que se me quedó en la memoria con la viveza y la vaguedad gradual con que permanecen los recuerdos de las impresiones reales, que se vuelven borrosos al mismo tiempo que se van filtrando hacia la inconsciencia, de la que a veces los rescata fragmentariamente un sueño o una música. Sin que nos diéramos mucha cuenta el vídeo cambió el cine al cambiar la forma en que se recuerdan las películas. Veíamos una que nos gustaba mucho en el cine y quizás volvíamos a verla al día siguiente, o nos quedábamos para verla de nuevo nada más terminar, si era en uno de aquellos cines ya olvidados de sesión continua, pero era muy difícil que a partir de entonces nos fuera posible verla alguna vez, porque la mayor parte de las películas desaparecían. La rescatábamos si acaso, por casualidad, en la televisión, pero en mi tierra de los dos canales que había entonces en la única televisión oficial sólo uno podía verse, y en él no ponían más de dos o tres películas a la semana, en blanco y negro, en el blanco y negro que tenían todos los programas, que ha quedado en la memoria de muchos de nosotros como el color de aquella época, el blanco y negro charolado de las películas antiguas virando al gris ceniza de los noticiarios y de los discursos de Franco. Qué lejano se ha vuelto ese tiempo, el final de los años sesenta, los primeros setenta de lo que ya es el siglo pasado. Qué difícil recordar cómo era entonces la casa en la que vi una noche esa película en la televisión, Jennie, que ya no pude ver de nuevo en veinte años, hasta que la encontré en un videoclub, con la sensación de rescatar no tanto una película como un objeto valioso y perdido o como un fragmento intacto del pasado, de mi vida más íntima en el principio de una adolescencia aturdida, sentimental, pueblerina, ignorante, un par de horas de una noche casi con toda seguridad de 1970, en el comedor de una casa en la que aún había cuadras para los mulos y para los cerdos, jaulas de alambre para los conejos, lechos de paja para que las gallinas que picoteaban por el corral empollaran los huevos. En aquel comedor con paredes encaladas y vigas en el techo la televisión era todavía una novedad tan reciente como el frigorífico, exhibido junto a ella como un mueble valioso que no merecía estar relegado a la cocina, e igual de discordante en su modernidad con la cal de las paredes, las baldosas quebradizas del suelo, el brasero de candela bajo la mesa camilla y el aparato de radio, situado sobre una repisa de obra, ya anacrónico y en trance de perder su relevancia en la casa, después de haber sido no muchos años atrás el primer y el único aparato moderno que había entrado en ella. Veíamos la televisión como habíamos escuchado en otros tiempos la radio, congregados alrededor de la mesa camilla, subiéndonos bien sus faldas en las noches de invierno para que nos confortara el calor del brasero, que era el único alivio contra el frío en aquella casa tan grande. Sobre aquella mesa yo ponía mis libros y mis cuadernos de estudio abstrayéndome de la familia que conversaba a mi alrededor y del ruido de la televisión. En el buen tiempo podría subirme a mi cuarto, esconderme a leer en cualquiera de las cámaras y los graneros de la casa sin que nadie viniera a molestarme. Pero en los largos inviernos no me quedaba más remedio que estudiar y leer rodeado por los demás, al arrimo del brasero, y así adquirí una destreza que ya no me ha abandonado en la vida, la habilidad o la costumbre de aislarme en medio de los otros, de sumergirme tan hondo en un libro, en una cavilación o en una película que se me borra el lugar donde estoy y apenas me llegan las voces que conversan a mi alrededor. Así empecé a ver esa película, Jennie, sin saber de qué trataba, reconociendo quizás la cara franca y melancólica de su protagonista, Joseph Corten, porque lo había visto muchas veces en el cine, pero sin acordarme de su nombre, igual que no sabía que la muchacha, Jennie, era Jennifer Jones, y menos aún que el director era un emigrado alemán llamado William Dieterle. Pero la historia me hipnotizó desde las primeras imágenes, me hizo olvidar la incomodidad y el frío de mi casa campesina y alejarme de las personas de mi familia que me rodeaban, tan sideralmente como cuando me perdía en las páginas de una novela. Veía un gran lago helado sobre el que se deslizaban los patinadores, la tarde de invierno en la que Joseph Corten conoce a una casi niña vestida a la moda infantil de principios del siglo pasado, en un bosque encantado de grandes árboles desnudos que yo no sabía que se llamara Central Park: veía luego los senderos del bosque en la negrura de la noche, el hombre caminando con sombrero y abrigo bajo la claridad escasa de las farolas, y por encima de las siluetas de aquellos árboles que parecían mucho más altos que los de mi tierra de secano brillaban como en un firmamento geométrico las luces en las ventanas de los rascacielos. Todo parecía el escenario de un sueño, tan irreal como esa muchacha que llegaba sin aviso y se esfumaba sin decir adiós, como los fantasmas de dulzura sentimental y avergonzado y solitario erotismo que yo alimentaba en mi imaginación a base de películas, versos, fotografías de revistas e imágenes de anuncios, canciones de la radio que me embargaban sin motivo de felicidad y amargura. Yo quería ser o me imaginaba que era como ese hombre, ese pintor sin suerte que se ha enamorado de una muchacha que quizás está muerta o sólo es un desvarío o un espejismo: lo que yo tanto deseaba tampoco existía, estaba muy lejos y era muy difícil que yo pudiera lograrlo alguna vez. Imaginaba mi vocación literaria como un destino heroico de soledad y pobreza igual al que aceptaba con valentía melancólica Joseph Cotten para convertirse en pintor: esa historia —más que a las otras películas, se parecía a los cuentos de Allan Poe o las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer que me gustaban tanto—, y la ciudad fantasmagórica en la que sucedía tenían más que ver conmigo que mi vida real, que me disgustaba siempre, en la que me sentía forastero y perdido. En los días siguientes, en las aulas sombrías del colegio de curas, me acordaba de la película como si la hubiera soñado, la revivía en mi memoria como uno de esos sueños largos, complicados y felices cuyo rescoldo, más tenue que el polen que forma los colores en el ala de una mariposa, uno no quisiera nunca gastar, como un secreto alimento contra el infortunio que acaba perdiéndose por muy cuidadosamente que uno haya querido administrárselo.