11
En mi tierra las ventanas mantienen con el exterior una relación difícil, de cautela y secreto: se abrían ventanas pequeñas en los muros muy gruesos, para resguardo contra el frío en casa sin calefacción, para protegerse en la penumbra de los calores del verano, y también porque el cristal sería caro. Había rejas en las ventanas, postigos, celosías heredadas de los harenes musulmanes, igual que la vocación de hermetismo de los muros encalados y muy altos, de la vivienda replegada sobre sí misma, abierta sólo al cielo desde el patio interior. Se entornaban las cortinas, se echaban las persianas, se aspiraba a ver sin ser vistos. Cuando a la caída de la tarde se iba a encender la luz, las mujeres decían: «Cierra antes los postigos, que no nos vea nadie». Que un extraño nos pudiera ver desde la calle parecía una afrenta. La puerta de la calle no se cerraba en todo el día, pero era inimaginable que las ventanas no tuvieran rejas. Por eso me sorprenden y me gustan tanto las ventanas grandes de Manhattan, anchas, rectangulares, despejadas, admitiendo espaciosamente el mundo exterior en los apartamentos, revelando en cada edificio, como en capítulos o estampas diversas, las vidas y las tareas de quienes habitan al otro lado de cada una de ellas, los empleados en sus oficinas, los hombres solos o las mujeres solas que vuelven del trabajo y toman una cena rápida frente al televisor, la gente misteriosa que vive en los apartamentos más altos, de los que sólo se ve a veces un fragmento del techo con un ventilador, una luz que puede ser rosada o rojiza, verdosa, como calculada para alumbrar quién sabe qué actos arrebatados o abominables. Los corredores en los edificios de apartamentos de Manhattan tienen moquetas grises que amortiguan pasos y absorben sonidos, muros lisos, puertas macizas, luces que no se apagan nunca. En los ascensores no hay espejos, y como hay un panel de mandos a cada lado de la puerta no se pregunta a nadie a qué piso va ni se pide a otro que pulse el nuestro por nosotros, así que el viaje entero puede ser completado sin cruzar una palabra ni una mirada, sin hacer el menor signo de que hay alguien más en el ascensor. Puertas opacas, blindadas, con mirillas diminutas, con chasquidos múltiples de cerraduras de seguridad: ventanas siempre transparentes. Es una de las paradojas de Nueva York, una entre tantas de sus oposiciones extremas, como la del calor y el frío, el aire acondicionado y la calefacción, la belleza y la fealdad, la opulencia y la miseria, la antipatía y la afabilidad. Un vecino se te cruzará en el largo pasillo torciendo la cara, tensando el cuerpo entero en una hostilidad física dispuesta al rechazo de toda cercanía, y otro te preguntará tu nombre y te dirá el suyo estrechándote la mano, y querrá saber de dónde vienes y cuánto tiempo piensas quedarte en la ciudad. He pasado junto a puertas cerradas como sepulcros egipcios tras las que se oye muy lejano el sonido de la televisión o el llanto de un niño y me he quedado horas junto a una ventana, sin hacer nada, mirando sólo hacia la calle, o hacia las ventanas del otro lado, capítulos o recuadros de existencias a las que me he ido habituando, sin desvelar nunca su enigma, viñetas de historias o decorados de escenas que sólo muy parcialmente sucedían ante mí. Por una ventana de la Octava Avenida, junto a la calle 14, veía frente a mí, en el tercer piso del edificio gigante de un banco, la ventana de una oficina en la que la luz tardaba mucho en apagarse, y en la que un hombre en mangas de camisa seguía trabajando en una mesa llena de papeles, consultando la pantalla de un ordenador y hablando al mismo tiempo por teléfono cuando los demás empleados ya se habían ido, desvelándose a veces hasta después de medianoche. Ese hombre solo, quizás angustiado por obligaciones o plazos, poseído por la pasión norteamericana del trabajo, esa única luz en tantos pisos de hileras de ventanas a oscuras, en el edificio tan grande, con torreones, arquerías románicas y almenas en la cima, como un castillo en la cumbre de una montaña negra y vertical o un monumento bárbaro al feudalismo del dinero.