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Me acuerdo de esa ventana frente a las torres art déco del Waldorf Astoria, iluminadas desde abajo por poderosos reflectores, envueltas en los torbellinos de la tormenta de nieve. Vivir bien cobijados y seguros, al amparo del temporal que azota el asfalto y las aceras diez pisos más abajo, las esquinas afiladas en las que salta el viento polar como un animal de presa, helando la cara y atravesando la ropa con una furia de agujas y cuchillas de hielo, traspasando los huesos del cráneo hasta el filo del desvanecimiento si uno no ha tenido la precaución de abrigarse la cabeza. La vida entera resumida en el espacio cúbico de una habitación de hotel, en la elementalidad narrativa de las leyendas sobre el origen del mundo: una mujer y un hombre temporalmente despojados de mañana y de ayer, de parentescos, de responsabilidades, de oficios, absueltos incluso por el temporal de nieve de las obligaciones del turismo, una mujer y un hombre solos en una habitación impersonal y confortable, como en esas habitaciones austeras que se ven tantas veces en los cuadros de Edward Hopper, con frecuencia desde un punto de vista situado en el exterior, al nivel de la calle o al de los trenes elevados que en otros tiempos cruzaban algunas avenidas a una altura de tres o cuatro pisos, mostrando a los viajeros reclinados junto a las ventanillas imágenes aisladas y veloces de la vida de la gente en el interior de los apartamentos. Alguien podría ver desde fuera, usando unos prismáticos en alguna de las ventanas del Waldorf Astoria, a esa mujer joven y desnuda que está conmigo en la habitación, seria y de pie frente a la ventana, como una mujer de Hopper, pelirroja, con una desnudez al mismo tiempo ensimismada y muy carnal, como olvidada de sí misma mientras contempla los copos de nieve que emergen de la oscuridad exterior traídos por el viento y se deshacen contra los cristales. Dos semanas antes, al despedirnos en el aeropuerto de Madrid, cada uno emprendiendo un viaje diverso, nos dimos cita en Nueva York, en una habitación de este hotel donde yo había pasado un año antes mi primera noche de exaltación y de insomnio en la ciudad. Como un talismán bien custodiado en el doble fondo de una maleta, indetectable para los escáneres, para las manos enguantadas de los aduaneros, yo había llevado conmigo la fecha y el lugar de esa cita mientras viajaba por otros lugares horizontales y borrosos de los Estados Unidos, mientras aguardaba con docilidad y paciencia la salida de un vuelo en un pequeño aeropuerto del Medio Oeste o sonreía y asentía educadamente en los corrillos de un party universitario. Los funcionarios de Inmigración que habían examinado la foto de mi pasaporte comparándola con los rasgos de mi cara no habían distinguido en ella ningún indicio del secreto, ni se habían interesado, al preguntarme por los itinerarios y los motivos de mi visita al país, por esa escala de unos pocos días en Nueva York que postergaba mi vuelo de regreso a Europa. Yo conversaba con alguien en el aula de un congreso sobre literaturas hispánicas, intentando no perderme en la maraña de su jerga teórica, y la cita futura que ninguno de mis interlocutores conocía era en mi conciencia como un rescoldo secreto que me calentaba el corazón. Miraba de soslayo la fecha en el calendario que había sobre la mesa de un profesor y él no podía saber que yo estaba calculando los días que faltaban para el encuentro. Volaba hacia Nueva York no desde el este y sobre el océano, como en los primeros viajes, sino desde el oeste y por encima de extensiones horizontales, de llanuras de praderas y campos de maíz que se dilataban monótonamente hacia la lejanía, subdivididas en cuadrados y rectángulos, atravesadas por carreteras tan rectas como las líneas de longitud o latitud en los mapamundis. Más allá del final de ese continente y del océano ya habría despegado el avión que la llevaba a ella, la rotación de la Tierra y los vastos sistemas transoceánicos de navegación aérea actuando al servicio de la culminación de nuestra cita. La ciudad a la que viajas de regreso no es la misma si cuando llegues habrá alguien esperándote en ella. Lo que fue un escenario admirable y un paisaje exterior desde ahora es una parte de tu alma, un atributo del deseo que te lleva en suspenso como los vuelos de los sueños, que te acelera los latidos del corazón y el ritmo de los pasos con los que cruzas sin pisar del todo el suelo los vestíbulos de los aeropuertos. Esta vez el viaje en taxi era el preludio no de una llegada abstracta y desinteresada a la ciudad sino de un encuentro que al mismo tiempo lo hacía todo más real y lo volvía más extraño, porque era raro pensar que en alguna parte, al otro lado de los puentes y del laberinto del tráfico, alguien estaba ya esperándome. Y esa expectativa aliviaba mi anonimato de viajero recién llegado a la ciudad, de pasajero silencioso al que el taxista miraba de vez en cuando en el espejo retrovisor, una cara idéntica a la de cualquiera, soluble en las de millones de desconocidos, y sin embargo individual y precisa en cada uno de sus rasgos porque una mujer estaba esperando verla aparecer en el vestíbulo de un hotel, y en cuanto apareciese sería capaz de distinguirla entre todas las demás, igual que yo la distinguiría a ella en cuanto paseara la mirada entre los huéspedes que conversarían en voz baja entre sí o permanecerían callados e inmóviles, sentados frente a las puertas de cristales, esperando también la llegada de alguien. Pasar entre las resonantes armazones metálicas del puente de Queensboro, viendo muy abajo las aguas lentas y grumosas del East River, era una forma de ir acercándose no a la ciudad, sino a la mujer deseada que aguardaba en ella. La aparición a lo lejos del perfil azulado de los rascacielos ya había sido un aviso de su proximidad, un augurio de la seguridad del encuentro, en la que sin embargo ahora se insinuaba un matiz de incertidumbre que aceleraba el pulso y el desasosiego del corazón. Quizás en el último momento ella había decidido no emprender el viaje, que al fin y al cabo tenía mucho de aventura con un casi desconocido, o quizás le habían dado miedo el país y la ciudad donde no había estado nunca, el ancho océano que debería atravesar por primera vez. Las posibilidades de errores, de malentendidos, de percances ínfimos que lo trastocaran todo, surgían con inquietante fertilidad en la imaginación según el viaje en el taxi se acercaba al final y rebrotaba el deseo y los latidos del corazón parecía que golpearan directamente la boca del estómago: habría perdido el avión, o se había retrasado mucho el vuelo y aún estaba esperando a embarcar en Barajas, un problema insoluble y a la vez trivial en el trabajo o una enfermedad la forzaban a quedarse en Madrid, y había llamado al hotel de la ciudad del Medio Oeste donde yo pasé la última noche pero yo ya había salido hacia el aeropuerto cuando el teléfono sonaba en mi habitación. Tantos días esperando en secreto el encuentro, calculando el tiempo, las horas y noches que faltaban, tachando números en los calendarios, y ahora que sólo quedaban unos minutos, la distancia de unas pocas calles y avenidas del centro de Manhattan, ahora la separación parecía más temible y la incertidumbre que no había sentido en dos semanas me angustiaba. El taxi grande y con mala suspensión navegaba ya sobre el pavimento ondulado, sobre costurones de zanjas mal tapadas y planchas metálicas, ese asfalto abrupto de la ciudad que despierta la memoria del recién llegado igual que el enlosado irregular del patio de un palacio de París le traía a Marcel Proust la sensación instantánea de caminar de nuevo por la catedral de San Marcos en Venecia. Hay algo veneciano en las calles umbrías de Nueva York por las que yo iba aquella tarde hacia mi cita en el hotel, quizás los muros de ladrillo oscuro maltratado por la intemperie y terminados tantas veces en ojivas o filigranas góticas, en raros simulacros de templos o monasterios bizantinos que tienen gárgolas bajo los aleros y en realidad ocultan los depósitos de agua en las terrazas más altas de los edificios. Antes de bajarme del taxi ya había mirado ansiosamente la fachada del hotel imaginándome que la vería a ella, y que su aparición inmediata cancelaba de golpe con un sobresalto de felicidad mi angustiada incertidumbre. También había urdido, como un músico obsesivo, variaciones posibles sobre el tema primordial del encuentro: llegaba al vestíbulo y la veía antes de que ella me viera a mí, y me acercaba sin que la congoja me permitiera decir en voz alta su nombre; no la veía, preguntaba por ella al recepcionista, que me decía que nadie había llegado todavía a la habitación, o que había un mensaje para mí; subía en el ascensor, recorría uno de esos largos pasillos de los hoteles rancios de Manhattan, llamaba a la puerta de la habitación, ella me abría con su gran sonrisa, con su cara rescatada de golpe de las inexactitudes del recuerdo, se apretaba contra mí, me arrastraba de la mano hacia el interior de la habitación, según solía hacer tan perentoriamente en otras habitaciones, en otros hoteles donde nos habíamos encontrado. Pero no me dio tiempo a prever nada, a descartar o añadir posibilidades. Estaba simplemente sentada en un diván del vestíbulo, con una sonrisa de reconocimiento y bienvenida, de ironía hacia mi aturdimiento, mi recobrada timidez. Se habría pasado el lápiz de carmín por los labios unos segundos antes y la sonrisa tenía una luminosa cualidad frutal, recién venida de Madrid y sin embargo idéntica en su color y su franca jovialidad a las sonrisas más deseables de Manhattan, las de las bailarinas en los carteles de los musicales de Broadway, la de Marilyn Monroe en las serigrafías de Andy Warhol, la de esa mujer de pelo negro y labios muy rojos —la que Alex Katz lleva pintando toda su vida. Al verla de pronto, tan singular y ella misma entre los desconocidos, nítidamente recortadas su cara y su figura contra un fondo que le era extraño, en otra ciudad, en otro continente, identificaba en ella, en el resplandor de su cara mirada, en las sensaciones tan frescas de los primeros minutos del encuentro, la dulce belleza pop de la vida moderna y la publicidad: la cara delgada, el pelo rizado y suelto, los ojos brillantes, la barbilla firme, la boca grande, los labios muy rojos y los dientes muy blancos, como en los anuncios de dentífrico y en los lienzos joviales de Roy Lichtenstein.