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La ventana daba a la calle, a la altura del piso décimo o undécimo, frente a las ventanas iluminadas y a las cúpulas futuristas del hotel Waldorf Astoria, que brillaban de noche con una fantasmagoría de cine en blanco y negro, como si de un momento a otro pudiera verse a King Kong trepando por sus cresterías de bronce. Apoyando la cara en el cristal se veía muy abajo el tráfico de la avenida, que llegaba a la habitación con un rumor de oleaje lejano. Pululaban diminutas figuras humanas y taxis amarillos semejantes a los taxis de juguete que se venden en las tiendas de recuerdos. De vez en cuando el viento traía una espesura de copos de nieve que punteaban a la luz en declive de la tarde los paredones grises del Waldorf Astoria. Cuando se hizo de noche la nieve relumbraba en la negrura del aire, golpeaba silenciosamente contra los cristales fríos de la ventana, envolvía en sus remolinos las torres de enfrente, solitarias como torres de castillos sobre una escarpadura vertical. Viento y nieve llegados desde los bosques de Canadá, en las fronteras del círculo polar ártico. Mirando hacia abajo se distinguían las figurillas ateridas de los transeúntes avanzando contra el viento que bajaba por los cañones de la avenida y doblaba traidoramente los ángulos rectos de las esquinas de las calles, donde había montones sucios de nieve endurecida. El viento soplando de norte a sur avenidas abajo, de oeste a este desde el río Hudson al East River a través de la anchura de la isla, sin encontrar nunca obstáculos, su velocidad heladora favorecida por el trazo en cuadrícula de la ciudad. Dónde encontrarían refugio esa noche los mendigos y los vagabundos de las calles de Manhattan, las bag ladies que se arrastraban por las aceras cargando grandes bolsas de basura llenas de harapos y desperdicios o empujándolas en carritos de la compra, envueltas ellas mismas en harapos o en jirones de plástico, con bolsas de plástico encasquetadas como gorros polares en sus cabezas greñudas. Entonces, a principios de los años noventa, Manhattan tenía una población de pobres errantes que luego fueron desapareciendo, dicen que encerrados por orden del terminante alcalde Giuliani en hoteles decrépitos de las afueras, en albergues y manicomios, para que no perturbaran la imagen próspera de la ciudad. Estaban en todas las esquinas, tirados en los huecos de los escaparates o entre las bolsas de basura, y se acercaban a los transeúntes agitando vasos de plástico en los que tintineaban monedas de cobre. Dormían amontonados en los bancos de Madison Square, forrados de bolsas, de gorros, de abrigos desgarrados, de capas montañosas de harapos contra el frío. Pedían limosna agresivamente con sus vasos de plástico o permanecían inmóviles contra una pared, mostrando un cartón en el que habían escrito los pormenores de su infortunio, el motivo de la desgracia que los había arrojado a las calles. Caminaban a lentas zancadas como sonámbulos, sin mirar a nadie, atentos sólo a escarbar en los desperdicios que rebosaban de las papeleras, y entre los que abundaban restos de comida basura, y algunas veces permanecían encerrados en un silencio tan hermético como la expresión de sus ojos y otras gritaban cosas, repetían versículos apocalípticos de la Biblia, salmodias de condenación y apelaciones al arrepentimiento como las de los predicadores en las iglesias de Harlem. Los envolvía un hedor tan denso, tan apelmazado como sus pelambres y ropajes, una pestilencia de orines, de mierda, de putrefacción y alcantarilla que revolvía el estómago, trazando en torno a cada uno de ellos como el espacio maldito de su perdición. Tenían las caras rojas de alcohol y de frío, con pupas y llagas bajo los manchurrones de mugre, y entre los pelos erizados, bajo los capuchones de los gorros, por encima de los trapos que les envolvían las caras tapándoles la boca, miraban con ojos diminutos y fieros, muchas veces muy claros, húmedos por el frío, la enfermedad y la bebida, febriles de locura. Eran como náufragos animalizados por muchos años de soledad ajena a todo trato humano, como exploradores o tramperos perdidos en los bosques invernales del Norte. Eran de todas las edades, viejos decrépitos o adolescentes con las caras infectadas de granos, hombres o mujeres, atléticos o anchos como cetáceos o encogidos y flacos, blancos o negros, blancos de piel muy blanca y ojos clarísimos, gigantes de barbas pelirrojas, morados de alcohol y chorreando orines mientras caminaban, mujeres viejas con los labios pintados de rojo y los párpados de azul y tacones torcidos, cardándose las greñas blancas delante de un espejo roto. Se volvían fugitivos y retráctiles a la luz del día, lentos nómadas o santones absortos en medio de la agitación comercial de la ciudad, pero según caía la noche iban tomando posesión de las avenidas despobladas, alojándose en las concavidades lóbregas de las calles a oscuras, al abrigo de las cajas de cartón y de las pilas de cartones y periódicos prensados, entre las montañas de bolsas negras y enormes de basura, compartiendo con las ratas —y con las cucarachas cuando el calor empezaba— sus ricos yacimientos de materia orgánica en descomposición. Desaparecieron casi del todo en el curso de unos años, como una especie de la que van quedando muy pocos ejemplares, igual que dejaron de verse las prostitutas, los camellos y los yonquis en la calle 42 y en Times Square y casi se extinguieron las luces turbias de los sex shops y de los cines pornográficos que alumbraban las aceras por las que camina como un fantasma lívido de soledad y de insomnio Robert de Niro en Taxi Driver. Pero ahora vuelven, poco a poco, según la policía relaja su vigilancia y la crisis económica golpea de nuevo la ciudad, después del vértigo insensato de los años noventa, que ya había empezado a apagarse antes del cataclismo del 11 de septiembre. Regresan los homeless, los vagabundos de las calles, vestidos con los mismos harapos y envueltos en un hedor idéntico al de hace diez o doce años, rebuscando como entonces entre los restos de comida y los envoltorios de plástico de las papeleras, escribiendo de nuevo peticiones de ayuda y relatos de desgracia en trozos de cartón, poseídos muchos de ellos por una pasión acumulativa que no debe de ser mucho menos delirante que la de los megamillonarios que habitan apartamentos de cincuenta habitaciones en las torres más ostentosas de Park Avenue o de la Quinta Avenida, frente al lado este de Central Park. Acumulan latas de refrescos vacías por cada una de las cuales les darán un centavo, y al cargarlas en grandes bolsas a la espalda o en los carritos de supermercado que empujan por las aceras van difundiendo un tintineo ligero de metal que es como el sonido de las campanillas con el que anunciaban su presencia los leprosos medievales. Atesoran tantas cosas, tantos papeles, botellas, montones de trapos viejos, pilas de revistas descuadernadas, bolsas negras, racimos de zapatos descabalados, que se les ve agobiados bajo el peso de sus posesiones excesivas, vigilantes, aletargados e insomnes para evitar que se las roben, agotados por el esfuerzo de transportarlas de un lado a otro sobre las espaldas dobladas o en los carritos tan llenos que apenas tienen fuerzas para empujarlos en las cuestas arriba. Parece que viven consumidos por la codicia insaciable de seguir acumulando, empujados por la simple inercia de la multiplicación de sus posesiones, como los reyes avaros de las fábulas, como esos tiburones financieros de Wall Street que no tienen escrúpulos ni conocen el sosiego y son capaces de jugarse la vergüenza y la cárcel con tal de añadir a sus riquezas ya inconcebibles algunos miles de millones de dólares. En la parte alta de la Quinta Avenida, a lo largo de la valla de Central Park, los mendigos sentados en los bancos, rodeados de sus bolsas de latas y desperdicios, abrigados en el invierno contra el frío, miran frente a ellos las ventanas iluminadas en los apartamentos de los millonarios, por encima de las marquesinas regias como palios en las que está escrito en caracteres dorados el nombre y el número de cada edificio, y junto a las cuales montan guardia los porteros de uniforme con galones y gorra de plato y se detienen con suavidad de góndolas largos automóviles negros con los cristales ahumados de los que emergen a veces ancianas diminutas y decrépitas, con osamentas de pájaro, con el pelo cardado y teñido de azul y collares de diamantes. Quizás no quepa en ninguna otra parte del mundo tanta distancia en un espacio tan breve, entre el resplandor dorado y misterioso que fluye de las ventanas de los infinitamente ricos y la sucia penumbra, al otro lado de la avenida, donde se arrebujan tirados en sus bancos los más miserables. En la noche silenciosa y oscura de ese tramo residencial de la Quinta Avenida, frente a la densa orilla de sombra de Central Park, la mirada del que vive y duerme en la calle se alza hacia las ventanas de los apartamentos de los ricos, fanales dorados en los que se distingue quizás la pantalla de pergamino de una lámpara, el fragmento de un techo con artesonados o frescos mitológicos del que cuelga una araña de cristales venecianos, la esquina de una biblioteca con estantes labrados en la que deben guardarse ediciones antiguas y valiosas encuadernadas en piel de becerro. La luz de esas ventanas se recorta en los muros con un brillo amortiguado y lujoso de ámbar, y cuanto más altas están más inaccesible resulta la sugestión de dinero y privilegio máximo que procede de ellas, de intimidad protegida y hermética y al mismo tiempo cautelosamente exhibida a la curiosidad del transeúnte o del mendigo nómada que mira embobado hacia arriba, desvelada a medias por los cristales sin visillos.