4
Me gustaría acordarme de cada una de mis caminatas y de todas las ventanas a las que me he ido asomando en Manhattan, enumerarlas en mi memoria algunas noches que no puedo dormir y la imaginación vagabunda me devuelve a esa ciudad, me lleva a ella como el animal dócil que sabe su camino y no precisa que su dueño lo guíe. Me acuerdo de la ventana del primer hotel, cuando yo era trece años más joven, que no daba a una calle sino a un patio interior grande y lóbrego, que tenía algo de vertedero industrial ganado por la herrumbre, con tuberías oxidadas, armazones metálicas, muros sucios de hollín y retorcidos tubos de ventilación en los que giraban aspas enormes como hélices de barcos. Me acuerdo de asomarme paralizado por el vértigo a uno de los ventanales como anchas paredes de cristal en el último piso de una de las Torres Gemelas, que ya no existen, viendo desplegarse a mis pies el bosque ilimitado de las arquitecturas de Manhattan, difuminado hacia el norte más allá del rectángulo exacto de Central Park. Me acuerdo de la ventanilla ovalada del avión en la que había un cielo inmóvil de mediodía a lo largo de todo el primer viaje, un cielo de invariable azul que no se amortiguaba con el paso de las horas y que tenía toda la limpia novedad de una aventura, la extrañeza de un tiempo recién comenzado que no se correspondía con el tiempo que marcaba el reloj, el de la vida antigua y rutinaria que se quedaba atrás. Vi una costa boscosa y luego una larga isla de arena cuando el avión comenzaba el descenso. En el horizonte azulado que partía en dos el óvalo de la ventanilla busqué ávidamente algún signo de que había llegado a Nueva York, quizás la línea lejana de los rascacielos. Pero sólo se veían islas entre meandros de canales o de ríos, algún muelle, algún velero, casas de madera pintada de blanco con embarcaderos, cuadrículas de casas pequeñas con jardines, y nada de aquello podía ser Nueva York ni se parecía a la ciudad que las películas y las postales me habían enseñado a esperar, o a la que verían los viajeros que llegaban desde Europa en los transatlánticos, turistas con camarotes privados en las cubiertas de primera clase o inmigrantes arracimados contra las barandillas de las cubiertas de tercera, viendo surgir en el amanecer, sobre la bruma violeta del mar, el perfil como de acantilados de basalto de los rascacielos de la parte baja de Manhattan. Yo no veía nada memorable, tan sólo extensiones de casas bajas, de hangares o fábricas, oscilando según el avión se inclinaba en dirección a la pista de aterrizaje, casas repetidas y pequeñas, con jardines idénticos y tejados a dos aguas, como maquetas diminutas en el juego del Monopoly.